El asesino del cordón de seda. Javier Gómez Molero
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—Alcanzaréis la gloria, pero vuestra vida será efímera. Las armas acabarán demasiado pronto con vos.
Iba el cardenal a poner en su sitio a la bruja, cuando de repente se apagaron las luces y la puerta de detrás del mostrador empezó a vomitar hombres y mujeres desnudos, que portaban candelabros encendidos y esparcían castañas por el suelo.
Por entre la penumbra se abrió paso la voz de la Turca, que anunciaba que de un momento a otro iba a iniciarse el baile de las castañas. Y pregonó:
—En el día de hoy la mujer que al parecer de los jueces sea considerada la más mañosa recibirá de premio un sombrero, una capellina, una pañoleta y un par de zapatos. Una castaña de oro donada por un buen amigo —la Turca brindó una mirada al cardenal — será la recompensa para el hombre que demuestre más entrega y brío a lo largo del concurso.
12
Roma, mediados de diciembre del año del Señor de 1494
Detallado informe de Michelotto a su santidad sobre el ejército francés, que al mando de Carlos VIII se ha apoderado de Florencia y amenaza con invadir Roma
Se había habituado a la vida de Roma y cuanto significara una alteración de su rutina le hacía sentir mal. Los días que había permanecido en Florencia le habían servido, entre otras cosas, para constatar que como en la ciudad de los papas no se vivía en ninguna parte, así como para confesarse a sí mismo que, a no ser por una causa de fuerza mayor, no iba a consentir abandonarla. No obstante ese sentimiento de arraigo, daba por bien empleado el viaje, en la medida en que cuanto se le había encomendado entendía haberlo llevado a cabo a plena satisfacción, aun cuando, hasta tanto su santidad no diese el visto bueno a su informe, no iba a echar las campanas al vuelo.
Había partido rumbo a la ciudad de los banqueros en compañía de Diego García de Paredes, un hombre de su edad, alto y fornido, con quien desde el primer minuto había congeniado y cuya presencia obedecía al deseo expreso de Alejandro VI. Diego era de ascendencia extremeña y, lo mismo que tantos, se había asentado en Roma en busca de fortuna. Con otros españoles se ganaba de mala manera la vida en duelos nocturnos, asaltos y emboscadas, bien por su cuenta, bien a sueldo de nobles romanos. Hasta que una tarde en que mataba el tiempo mediante la práctica del juego de la barra en la explanada de delante del Vaticano fue observado desde una ventana por su santidad, en el momento en que tanto él como sus compañeros eran importunados por unos italianos armados de espada y con ganas de bronca. Con la barra en la mano, Diego se las ingenió para mandar al otro mundo a cinco, herir a diez y obligar a huir despavoridos a los demás, lo que indujo a Alejandro VI a ofrecerle el puesto de jefe de la guardia papal de Castel de Sant’Angelo.
Y ahora los dos se estaban adentrando en el despacho privado del papa, a cuyo lado estaba, encajado en un jubón de terciopelo negro, Johann Burchard, el maestro de ceremonias.
—No es menester que pongamos en vuestro conocimiento que Carlos VIII, el rey de Francia, creyéndose en el derecho a heredar el trono de Nápoles con el peregrino pretexto de que en tiempos pretéritos había pertenecido a la Casa de Anjou, ha invadido Italia. A sus brazos ha corrido el cardenal Giuliano della Rovere, cuyos objetivos se dirigen a conseguir del invasor que se convoque un concilio, Nos seamos depuestos del trono de Pedro y lo eleven a él al pontificado. De otra parte, todas las ciudades por las que su ejército ha ido pasando han recibido al rey francés poco menos que como un libertador y se han puesto de su lado. Y de aquí a nada caerá sobre Roma. Decidnos, amigos, ¿qué habéis visto en Florencia? ¿Son las huestes francesas tan numerosas y formidables como pregonan los rumores? ¿Consideráis que disponemos de alguna posibilidad frente a ellas? —al papa se le veía cansado, los manchurrones morados que se extendían por debajo de sus ojos delataban que le costaba conciliar el sueño.
—Con vuestra aquiescencia, santidad —tomó la palabra Michelotto—. En mi vida he contemplado un ejército tan compacto y bien equipado como el francés. Su infantería, su caballería y su artillería están dotadas de todos los detalles habidos y por haber, alrededor de cincuenta mil hombres en su totalidad. Disponen de mercenarios suizos y alemanes provistos de alabardas que manejan a dos manos, de especialistas en rematar a cuchillo a los que caen heridos en la batalla, de arcabuceros con horquillas en las que apoyan las armas al disparar y de ballesteros de procedencia gascona. La impresión más profunda me la llevé cuando por delante de mis ojos desfilaron cañones y bombardas que, al rodar sobre la tierra, hacían tal ruido que me obligaron a taparme los oídos. De cañones conté unos doscientos y de bombardas yo juraría que otras tantas. La caballería la integran monturas y soldados pertrechados de arneses, gualdrapas, armaduras y estribos de oro y plata. Al menos cinco mil jinetes van armados de picas, arcos de madera y mazas descomunales.
—¿Y el rey? ¿Os dio lugar a observarlo? —el rostro del santo padre se ensombreció. Poco podían hacer sus magras fuerzas contra un ejército tan poderoso.
—Con vuestra venia, santidad —la voz de García de Paredes se evidenció temblorosa. Se juzgaba un hombre de acción, lo suyo era pelear, no construir un discurso. Y la atractiva y majestuosa figura del papa lo había sobrecogido—. Carlos VIII es la otra cara del ejército que manda. Su imagen mueve más a la risa que al respeto o al miedo. Es pequeño, me atrevería a decir que enano, sus miembros se aprecian desproporcionados, más parece un monstruo que un hombre. Sus ojos son grandes e incoloros, su nariz es varias veces más abultada de lo normal y de sus labios entreabiertos escapan hilos de saliva. Y lo que más me llamó la atención, sus manos sufren de persistentes espasmos. Con la debida deferencia a su condición de monarca, santo padre, podría pasar por todo menos por un hombre inteligente.
La mirada de Johann Burchard solicitó a Alejandro VI su beneplácito para interpelar a los dos hombres que habían sido comisionados para espiar en Florencia y evacuar el correspondiente informe.
—Nos han llegado referencias de que el mes pasado estalló en Florencia una rebelión, que se saldó con la expulsión de los Médici del gobierno y el nombramiento de una legación encabezada por el dominico Girolamo Savonarola, quien fue al encuentro del monarca francés, al que proclamó como el nuevo Ciro y el enviado por el Altísimo para deponer al santo padre y acometer la reforma de la Iglesia. Desde entonces andamos faltos de noticias fiables, tan solo rumores. ¿De qué manera calificaríais la situación en la ciudad? —al maestro de ceremonias del papa le interesaba conocer el parecer de Michelotto.
—A mi modesto entender, y en esto creo coincidir con Diego García de Paredes, en Florencia se ha perdido la alegría de vivir. La ciudad se me representa una sombra de lo que fue. Savonarola y otros dominicos la controlan mediante soflamas, les puede la obsesión de reprimir cualquier tipo de libertad y tienen atemorizada a la población. De persistir las medidas que están tomando, no me extrañaría que en breve echen en falta a los Médici.
—Un día Savonarola pagará caro su proceder y sus invectivas sin fundamento —sentenció Alejandro VI, cuya opinión sobre el prior de San Marco no resultaba precisamente halagüeña. Si no mudaba de actitud y se mostraba más contenido en sus manifestaciones, habría de tomar medidas contra él. Y bastantes preocupaciones lo tenían ahora absorbido, como para emplearse en frenar al lenguaraz dominico.
—Así que Florencia se ha pasado también al enemigo — comentó Burchard sin dirigirse a nadie en particular—. Aunque, a decir verdad, ninguna ciudad a la que el francés ha asomado la oreja se ha atrevido a hacerle frente.
—La única esperanza a la que podemos aferrarnos es confiar en que el rey francés se dé por satisfecho con su ataque a Nápoles y