El asesino del cordón de seda. Javier Gómez Molero
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—Os serviré yo mismo —Burchard alcanzó de una mesita baja una botella de moscatel y cuatro copas en cristal tallado que se aprestó a llenar—. Os preguntaréis por qué Spannolius y Pompilius se hallan presentes. Cuando me hicisteis referencia a vuestro deseo de que examinase las piezas que obran en vuestro poder, me disteis a entender que lo mismo respondían a vestigios de nuestra vieja y añorada civilización y, aun cuando presumo de reunir cierto conocimiento al respecto, he juzgado de provecho dejarme asesorar por peritos en la materia. Pompilius es un humanista muy reputado en los círculos intelectuales de Roma y se ha especializado en métrica y en lengua latina. Por su parte, Spannolius pertenece a la Academia de Iulius Pomponius Laetus y se tiene por una autoridad en la Antigüedad y en especial en piezas de la época clásica.
—Ni a Pompilius ni a mí nos guía en nuestra actividad otro interés que el de esclarecer la verdad, rendir homenaje a nuestros ancestros y preservar el patrimonio que se nos ha legado. En los tiempos que corren hay infinidad de desaprensivos que persiguen su lucro personal y se aprovechan de quienes a toda costa ambicionan alimentar su ego, pasar por hombres cultos e inundar sus palacios y villas con nuestras reliquias. Igual les procuran piezas auténticas a un precio desorbitado, que trafican con otras falsificadas. Y todo porque se ha puesto de moda soltar sin venir a cuento expresiones en latín y alardear de manuscritos que son incapaces de leer o de objetos que están lejos de identificar —Spannolius desbordaba un entusiasmo en modo alguno fingido y se apreciaba dolido por la injerencia de tanto advenedizo.
—Si no os importa, Michelotto, mostradnos esas joyas que guardáis en el cofre. Pero antes me vais a permitir que despeje la mesa —Burchard se levantó y en menos que se tarda en rezar un avemaría trasladaba los papeles de la mesa a lo alto de un arcón de mármol, que imitaba un sarcófago paleocristiano.
Las miradas de los tres especialistas confluyeron en Michelotto, que daba la impresión de hallarse en desventaja y no sentirse a gusto ante aquellos intelectuales. Como un relámpago le cruzó la sospecha de que los tres se habían confabulado con ánimo de estafarlo, mediante una tasación de las piezas que iba a poner ante sus ojos muy por debajo de la real. Enseguida rechazaba tal suposición, por cuanto, si por algo destacaba Burchard, era por su escrupulosidad y una honestidad más que probada. Y el alto concepto en que lo tenía su santidad Alejandro VI lo avalaba. Con todo, su intención no pasaba por ponerlas a la venta, no mientras no le fuese preciso para vivir. Y aun así, lo que el cuerpo le pedía era ofrecérselas al santo padre, en pago a todo lo que había hecho por él y por la Iglesia. Él sabría darles el destino adecuado.
Michelotto posó el cofre sobre la mesa, abrió la tapa y se aplicó en ir sacando poco a poco piezas y más piezas, que en parte se revelaban deformadas, rayadas o con manchas de polvo. El silencio, que a breves intervalos quebraba el crepitar del fuego de la chimenea, se iba espesando a medida que las distintas piezas iban invadiendo el tapete de cuero que se extendía sobre la mesa del despacho de Burchard. Los tres intelectuales se intercambiaban miradas más elocuentes que las palabras. Les costaba lo indecible contenerse. Lo que vislumbraban por entre el polvo los tenía al borde del pasmo.
—Decidme Michelotto, ¿cómo ha llegado a vuestras manos? —Pompilius ensanchó su pregunta, con la aseveración de que ese dato iba a ser de utilidad para facilitar la identificación de los objetos que aguardaban su dictamen y el de sus dos amigos.
—Dos de mis hombres, que montaban guardia en Porta San Paolo, estaban registrando el carro de un labriego que se encaminaba hacia las tierras del sur, cuando, al ir a levantar una manta, tropezaron con el cofre. Al cabo de unas horas de interrogatorio, sin que llegaran a sacarle nada en claro referente a su procedencia, mandaron a otro compañero a la prisión de Torre di Nona, donde yo estaba de inspección, para solicitarme que acudiera sin pérdida de tiempo, que un asunto grave me reclamaba. El hombre no tenía media bofetada, por lo que intuí que a poco que le apretara iba a cantar sin mayor dilación. Pero no hacía sino dar rodeos, inventar excusas, cualquier cosa antes que revelarme la procedencia del cofre. En vista de que no atendía a razones y continuaba cerrado en banda empecé por golpearlo con suavidad, luego con cierta violencia y en uno de los arreones fue a caer al suelo con tan mala fortuna que se golpeó con una piedra la nuca y de resultas del golpe me quedé in saecula saeculorum sin su confesión. Mala suerte.
—Identificar las piezas va a llevar su tiempo. Habrá que limpiarlas a conciencia con productos especiales de los que aquí y ahora no disponemos. ¿No opináis como yo? —la pregunta de Pompilius iba para Spannolius y Burchard.
—Las que están limpias lo mismo sí podéis identificarlas —se cruzó Michelotto, cuyo interés se concretaba en hacerse una idea del valor de las piezas.
—Veamos —Burchard fue apartando las piezas que presentaban un aspecto aceptable. Daba por seguro que entre el académico, el humanista y él iban a arrojar luz acerca de las monedas, camafeos, anillos, brazaletes, coronas, tablillas de oro y demás objetos que había aislado del resto.
—Comencemos por las monedas. Son las que con más fiabilidad nos van a ayudar a poner fecha a todas las piezas. Me da la impresión de que forman parte de un mismo tesoro y puede que de una misma época —de las diez o doce monedas que Pompilius había cogido, pasó tres a Burchard y tres a Spannolius.
—Aquí tenéis una lupa para cada uno —Burchard, que las guardaba para descifrar manuscritos medio ilegibles, las había sacado de uno de los cajones de debajo de la mesa.
Conforme pasaban los minutos en el examen del anverso y el reverso de las monedas de oro, la sonrisa iba ganando terreno en los rostros de los tres y contagiaba a Michelotto, que por fin comenzaba a atisbar la claridad. Si no fueran gentes de fiar, no exteriorizarían una alegría que presagiaba una elevada cotización. El humanista y el académico habían venido para prestar su colaboración desinteresada.
—Apostaría a que las dos imágenes que de perfil aparecen en este áureo corresponden a Agripina y su hijo Nerón y, puesto que la madre fue asesinada en el año 59, habría que datarla con anterioridad a esta fecha —Spannolius era autor de una «Vida de Séneca», quien se desempeñó como tutor del emperador en su juventud. De ahí que el académico dominara como pocos ese periodo de la historia de Roma.
—Estas tres coinciden en representar a Nerón bajo la figura de Apolo, con quien ambicionaba que se le identificase, después de haberse liberado de las trabas que su madre le puso para consagrarse al arte. Acabo de acordarme de un pasaje del historiador Dión Casio, en el que da al emperador el nombre del dios de la poesía y de las artes. Sin duda alguna, este áureo fue acuñado después del año 59, puede que en el 60 o 61 —calculó Pompilius.
—Esta otra no ofrece duda. En torno a un rostro de mujer, se distingue la inscripción diva Poppaea Augusta, que hace referencia a la segunda esposa de Nerón, quien, después de muerta, aparecería en inscripciones como diosa. Si la memoria no me juega una mala pasada, Popea falleció sobre el año 65, así que la moneda es de fecha posterior —a los labios de Burchard asomó un ramalazo de orgullo, por hallarse a la altura de los dos especialistas.
—Prestad atención a la inscripción que rodea la imagen del templo de Jano con la puerta cerrada en este áureo: Pace terra marique porta Ianum clusit, o lo que es lo mismo, «cuando la paz romana se impuso por tierra y mar, cerró la puerta de Jano».
Tras devolver la moneda a la mesa, Spannolius brindó una fugaz sonrisa a Michelotto, cuyo rostro llevaba escrito que no se enteraba de nada.
—El templo de Jano se cerraba en épocas de paz, circunstancia