El asesino del cordón de seda. Javier Gómez Molero

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El asesino del cordón de seda - Javier Gómez Molero

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figura del hombre que lo acompañaba, quien, vestido con un jubón de brocado, un manto bordado de oro macizo y un calzón de tela de plata, habría pasado por un rico comerciante veneciano.

      —Eminencia, sed bienvenido a mi modesto negocio y consideraos como en vuestra casa —Elías ensayó una torpe reverencia y le besó la mano.

      —Michelotto me ha ponderado sobremanera vuestras cualidades —los ojos negros y profundos de su eminencia dieron un repaso a la ajada estampa de Elías, a quien así por encima calculó unos sesenta años.

      Dejando al judío con la palabra en la boca, el cardenal le dio la espalda y se puso a husmear por entre los anaqueles, a coger y soltar frascos de vidrio y de cuarzo, que guardaban esencias de transparentes colores. Se volvió de nuevo y le preguntó:

      —¿Qué se ha llevado la dama que ha causado una impresión tan profunda a nuestro común amigo Michelotto? ¿Tenéis idea de quién puede ser? Su cara no me resulta del todo desconocida, y esos ojos, ¿dónde he visto yo antes esos ojos?

      —Un extracto de vainilla procedente del Nuevo Mundo, eminencia. Otros días se lo ha llevado de cacao. La dama, cuya identidad ignoro, hace gala de un gusto refinado a la hora de escoger su perfume. Lo corriente es pedir extractos de lavanda, de jazmín, de nardo, de alhucema, así como de sándalo, de almizcle o de ámbar, de precios más asequibles. A veces, en su lugar manda a la criada a por mixturas de miel con limón para suavizar las manos o de carbón de madera y hojas de salvia para el cuidado de los dientes.

      —Es de esas mujeres que, de entrada, dan la impresión de no tener necesidad de ningún perfume para oler bien —definitivamente Michelotto parecía haber caído en las redes de la mujer objeto de la conversación.

      —E’ una signorina molto bella —chapurreó en un precario italiano Elías—. Ojalá todas fueran iguales. Que de vez en cuando entran algunas que no huelen mejor que los carneros. Antes que bañarse con agua y jabón, confían su higiene a una mixtura de aceite de naranjo, de algalia, de ámbar y de almizcle con la que se untan el cuerpo entero, o recurren a métodos tan estrafalarios como ponerse en las axilas y en los muslos esponjas regadas de perfume.

      —¿Cómo os va en Roma? —inquirió su eminencia el cardenal Borgia.

      —No me puedo quejar, eminencia. Cuando los reyes de Castilla y Aragón ordenaron la salida de los judíos, me vi perdido. A no pocos conocidos míos de Valencia no les importó abjurar de la fe inculcada por nuestros mayores y hacerse cristianos. Yo fui de los que perseveraron y prefirieron abandonar el lugar donde habían nacido, antes que renunciar a sus creencias. Malvendí lo poco que tenía, pedí prestado para costearme el viaje y a mi llegada a Roma vine a dar con Michelotto, a quien conocía desde que era un niño allá en Valencia. Él me socorrió, a él debo mi bienestar.

      Michelotto dibujó un mohín que venía a traslucir que se había ceñido a hacer lo que cualquier otro en su lugar habría hecho. Y que de haber sucedido al revés, Elías se habría desvivido por él.

      —Huelga decir, eminencia, que de no haber sido por la generosa política de su santidad Alejandro VI, Roma no me habría acogido e igual seguía dando tumbos de aquí para allá. Él resistió las presiones del embajador que los reyes de Castilla y Aragón despacharon para que se opusiera a darnos cobijo y tuvo que padecer en carne propia los ataques de destacados miembros de la nobleza romana, que tampoco se revelaban proclives a tan desprendido gesto. Ni mis hermanos ni yo echamos en el olvido el día en que vuestro padre fue coronado y al ir nuestro patriarca a rendirle homenaje y entregarle el libro de nuestras leyes, no lo arrojó al suelo, como en un signo de desprecio habían hecho pontífices anteriores. Su santidad se lo devolvió y le reconoció que admiraba y respetaba nuestra ley, pues fue dada por Dios por medio de Moisés, si bien se mostró renuente a la interpretación que de la misma nosotros hacemos, ya que, a su entender, el Redentor, que seguimos esperando, hace tiempo que ha venido —el astuto judío se cuidó de no importunar a su eminencia, con la queja de que el padre santo, a cambio de haberlos acogido, los había gravado con abusivos impuestos y los había poco menos que relegado a un rincón de la ciudad.

      —Eminencia, pasemos al interior, donde hay algo de vuestro interés que Elías se desvive por mostraros —Michelotto estaba invitando al cardenal Borgia a dejar la sala de los perfumes y visitar la estancia contigua, que se abría al otro lado de la cortina de detrás del mostrador.

      Fue poner los pies en ella y un olor inmundo aconsejó a su eminencia y a Michelotto sacar el pañuelo y taparse con él la nariz. La habitación de techos bajos cruzados de travesaños de madera la oprimía la penumbra, estaba falta de ventanas que dieran a la calle o a un patio interior, y la atmósfera que se respiraba, sin llegar a ser asfixiante, resultaba cuando menos molesta.

      —En esa caldera se maceran los vegetales y plantas, y en el alambique se destilan —el dedo extendido de Elías apuntaba a los dos aparejos imprescindibles para la elaboración del perfume—. La operación concluye con su disolución en alcohol y su fijación por medio de un bálsamo para que el aroma, al contacto con la piel, se conserve a lo largo de más tiempo.

      Sobre el suelo terroso yacían cuatro o cinco cacerolas de cobre de un tamaño por encima de lo normal, en cuyo interior, al contacto con el fuego de otros tantos infiernillos, se evaporaba un líquido de un color harto difícil de determinar. Una de las cacerolas, en lugar de estar en el suelo, estaba en el hogar de una chimenea, tal vez para que la corriente de aire que por ella penetraba acelerara el proceso de evaporación.

      Elías se acercó a la chimenea y agarrando de las dos asas la cacerola la trasladó, hasta posarla encima de una mesa de piedra. El cardenal y Michelotto fueron hasta la mesa y fijaron su atención en las evoluciones del judío, que amontonó con esmero el polvo resultante de algo parecido al moho, como unas manchas verduzcas que hubiesen sido espolvoreadas con sal, y a renglón seguido procedió a raspar con una espátula de marfil el cobre de la cacerola. La mixtura del moho y del cobre la vertió en un mortero de mármol, la molió con un mazo, la puso por pellizcos entre dos pulidores de ágata y la escurrió encima de un espejo de plata.

      —La elaboración de este veneno la aprendí de un monje valenciano —adujo mientras tomaba un puñado de arsénico de un frasco y lo aglomeraba con el polvo que había dejado caer sobre el espejo de plata—. Él me enseñó por lo demás otra suerte de veneno con el que nunca he experimentado, por cuanto el ingrediente primordial son las vísceras de cerdo y para un judío el cerdo es un animal impío que no se debe tocar. El Levítico reza que «al cerdo, porque tiene pezuñas, y es de pezuñas hendidas, pero no rumia, lo tendréis por inmundo».

      —¿Qué era lo que estaba evaporándose en el interior de las cacerolas? —Michelotto parecía no haber reparado en las palabras de Elías, que hacían referencia al cerdo.

      —Si fuera más joven, posiblemente no te lo revelaría. Al menos no por propia voluntad. Pero a mi edad… —el judío no desconocía los expeditivos métodos de Michelotto para convencer a alguien a desvelar el secreto mejor guardado. Ya de zagal ahorcaba perros y gatos.

      —Déjame que lo adivine —Michelotto se agachó y metió la nariz en una de las cacerolas que estaban en el suelo—. Me da a mí que es orina, orina humana. De un judío. Lo digo por el olor.

      Elías se limitó a mover la cabeza en sentido afirmativo y a ensanchar sus labios con una sonrisa.

      —¿Cuánto tarda en hacer efecto el veneno? —se interesó su eminencia.

      —Todo va en función de las proporciones de la mezcla y de la cantidad que se disuelva en la bebida de la víctima, eminencia. Para calcular ambos factores se hace precisa una experiencia muy dilatada. Hay recetas cuyo efecto

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