El asesino del cordón de seda. Javier Gómez Molero
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Читать онлайн книгу El asesino del cordón de seda - Javier Gómez Molero страница 21
Antes de que les diera tiempo de asentar sus posaderas, una de las mujeronas que atendían las mesas les traía una bandeja en la que tropezaban entre sí dos vasos de estaño, una jarra de cristal con vino de garnacha y platos de cobre con albóndigas de picadillo especiadas con cilantro, así como con porqueta, pepitoria, berenjenas con pimientos, uvas y peras.
—Antes de nada, mi buen Michelotto, oremos a Dios Misericordioso para que deje caer sus bendiciones sobre nosotros y nuestras familias y brindemos por que pasemos una noche inolvidable —su eminencia el cardenal, al tiempo que alzaba el vaso, miraba a los ojos del hombre que tantas veces se había partido la cara por él.
Michelotto chocó su vaso con el del cardenal.
—La noche se presenta animada —su eminencia esparció la mirada por el local que a esas horas atestaban las prostitutas que ya habían dado de mano a su jornada, los chulos que las explotaban, alguna que otra alcahueta y un montón de clientes, a cual más perjudicado por el vino.
—Esperemos que hoy nos obsequien con la danza de las castañas. Gente hay para ello de sobra —sostuvo Michelotto.
—Eso, al final de todo. Antes tienen que hacer acto de presencia las brujas —puntualizó el cardenal.
Las mujeres, que se servían ellas mismas, que parloteaban con la boca llena, que bebían como si el vino fuese a acabarse y que sin razón que lo justificase estallaban en carcajadas, se protegían del frío con zamarras de piel de conejo, o quién sabe si de gato, echadas por encima de groseras prendas de color claro o teñidas de azul, y en su mayoría calzaban babuchas o pantuflas. De entre ellas, unas pocas se entretenían jugando a las damas, al ajedrez o a las cartas y, en cuanto el vino empezaba a subírseles a la cabeza, se procuraban aire con el abanico. Y era tal la confianza, que en su conjunto transmitían en sus evoluciones que daban la impresión de hallarse en su propia casa y en familia.
La Turca, el matón y dos clientes irrumpieron a través del vano de una puerta que una cortina separaba de las dependencias de detrás del mostrador, acarreando una tarima de madera, cuyos bordes se habían dado maña en despedazar las ratas, y la emplazaron delante de la pared de la entrada, de manera que quedara a la vista de cuantos se arracimaban en la taberna.
—¿Quién quiere ser la primera? —voceó la Turca.
Fue anunciarlo y una joven a la que llamaban la Perugina cruzó la sala por entre el gentío y se subió a la tarima:
—El primer consejo que mi madre me regaló cuando le comuniqué mi deseo de consagrarme al puterío, fue que, si resolvía retirarme y agenciarme a un hombre que no supiera de mi vida anterior, tratara de ruborizarme en la primera cita con él, por cuanto la timidez y la honestidad marchan de la mano. Y como no me salía de natural, me dio por hacer fuerzas como si fuera a mear o a cagar y así los colores se me subían a la cara, con la mala fortuna de que en una ocasión calculé mal y me cagué de verdad.
A la Perugina la reemplazó la Prudencia.
—Por una apuesta, me comprometí a matar de agotamiento en el plazo de un año a un judío español, un camarero y un canónigo, mis clientes más pertinaces. Y no falté a mi promesa: el mismo día enterraban a los tres. Al poco me arrepentí del mal causado y entregué mi vida a socorrer con el fruto de mi trabajo a putas viejas o enfermas, así como a adquirir cálices, candelabros y ropa de altar para las iglesias.
Tras la Prudencia vino la Virginia.
—Con alumbre y agalla de encina me comprometo a restañar la virginidad perdida y dejar la figa como una bolsa cerrada con cordones. Soy maestra, por demás, en el arte de preparar vejigas con sangre de paloma o de conejo para engatusar a los vejestorios que se pierden por montar a una doncella. Y como prueba de lo anterior, he de confesar que hasta el día de hoy he perdido la virginidad más de doscientas veces.
Después de la Virginia se encaramó a la tarima la Tiberia.
—A mi hija, que ansía entregar sus mejores años a la misma profesión que su madre, la he advertido que para prosperar en tan competitivo menester no basta con tener cabello rubio, rostro angelical, ojos verdes, o saber levantarse la falda. Lo primordial es aparentar, bien que no se tenga, cierta clase. No se debe masticar como si se rumiase, no se debe elevar putescamente la voz y, cuando se tengan ganas de mear, hay que procurar que la meada no caiga con el ruido de la leche al ordeñar las vacas.
A la Tiberia la siguió la Fausta.
—Antes de dedicarme a este oficio, yo era una mujer honesta y matrimoniada con un viejecillo con posibles, al que por puerco y desconsiderado había aborrecido y a quien volvía loco salir de noche y no regresar hasta que amanecía, por lo que me eché de amante a un fraile insaciable que, aprovechando su ausencia, no solo me visitaba y me daba lo que yo precisaba, sino que se bebía el vino que guardaba en un tonelillo. Sin que ni el fraile ni yo nos apercibiéramos de ello, el vino fue a acabarse, y prometí a santa Annunziata que, si mi marido no se daba cuenta de tal menoscabo, le llevaría a su altar un tonelillo hecho en cera. Al final, a la Virgen tuve que llevarle, no uno, sino dos. El primero, para agradecerle que, a raíz de la paliza que le propinaron por hacer trampas con los naipes, mi marido muriera desangrado, y el segundo para cumplir la promesa que le hice, ya que al estar muerto no tuvo oportunidad de apreciar que el tonel se había quedado vacío.
Un griterío proveniente del exterior indujo a las prostitutas y clientes de la taberna a volver la cabeza y gritar de contento. Habían llegado las brujas, que de mesa en mesa, con sus sortilegios, pronósticos, buenaventuras, ramas secas, ojos de lechuza, ombligos de niños, pieles de serpientes, uñas trituradas y manojos de cilantro, se las ingeniaban para desplumar a tan indocta concurrencia.
Su eminencia, a la par que jugueteaba con la daga extraída de su funda, se aprestó a escrutar los rostros de las strege que acababan de hacer acto de presencia y estaban ya leyendo las manos de prostitutas y clientes, y al azar escogió a una en los huesos, sin dientes y patituerta, a la que con un chasquido de dedos y el tintineo de unas monedas espoleó a que se acercara.
—Léele la mano a mi amigo Michelotto —sus ojos inyectados en vino, sus dientes apretados y la daga encima de la mesa no admitían una negativa.
La strega se guardó las monedas bajo la raída camisa que dejaba transparentar su esqueleto y pidió a Michelotto que extendiese la palma de la mano. Le pasó los dedos por las líneas que apenas se marcaban y mirándolo a los ojos le murmuró:
—Ya va siendo hora de que devolváis lo que obra en vuestro poder y no os pertenece.
A su eminencia le quedaba lejos el sentido de las palabras de la strega y Michelotto cayó en la cuenta, solo después de transcurridos unos segundos. Aun así, juzgó prudente no revelar nada al cardenal, a quien por el momento acuciaban otras prioridades.
—Ahora a mí —exigió su eminencia.
Empezar a leer las líneas de la mano y palidecer el rostro de la strega fue una misma cosa.
—Las líneas de vuestra mano no están nada claras. Mejor lo aplazamos para otro día.
—¡Ahora!