El asesino del cordón de seda. Javier Gómez Molero

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El asesino del cordón de seda - Javier Gómez Molero

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la presencia del tósigo por su sabor? —preguntó Michelotto.

      —Me extrañaría. El veneno no sabe a nada —aclaró el judío que, a juzgar por la seguridad en sus palabras, daba la sensación de haber experimentado consigo mismo.

      —De todas maneras, la persona que vierte el veneno en el vaso corre el riesgo de ser descubierto al ir a echarlo. ¿No sois de la misma opinión, amigo Elías? —observó su eminencia.

      —Con el mayor de los respetos, eminencia. Más riesgo se asume en un enfrentamiento directo, en un duelo cuerpo a cuerpo, ya sea con una daga o con una espada —sostuvo Elías.

      —Lleváis razón —reconoció el cardenal.

      —¿Veis este anillo? —el judío puso delante de los ojos de su eminencia el anillo de oro que lucía en la mano izquierda—. ¿Quién va a sospechar que en su interior guarda una dosis de veneno como para matar a un caballo?

      Su mirada instó al cardenal y a Michelotto a que lo examinasen y probasen a descubrir dónde se ocultaba el mortífero polvo. Pero ni uno ni otro dieron con el escondite.

      —Basta con pulsar el resorte que se esconde en la zona interior, pegada al dedo, y la tapa se abrirá dejando caer el polvo donde convenga —Elías apretó con la uña un diminuto saliente del anillo, imposible de ver, y al punto se derramó un polvillo blanquecino, que recogió en una cajita de oro que había sacado de entre sus ropas.

      —¿El veneno pierde su efectividad si no se utiliza antes de un plazo de tiempo determinado? —preguntó Michelotto.

      Aun cuando tuviese por costumbre estrangular a sus enemigos con el cordón que llevaba por debajo de la camisa, daba por sentado que esa operación se hacía imposible llevarla a cabo en todo momento, que había ocasiones en que se le figuraba en exceso arriesgada. Por contra, el veneno no dejaba rastro y resultaba complicado descubrir a quien lo había derramado en la bebida. Y tampoco él iba a estar día y noche presente para defender a todos y cada uno de los miembros de la familia del santo padre. Preferible aleccionarlos convenientemente y proporcionarles una dosis adecuada para que en caso de apuro la utilizasen. Para sus enemigos o para ellos mismos.

      —Todo viene determinado por el receptáculo en que se guarde. El monje que me enseñó acostumbraba a guardarlo en un saquito de tela. La experiencia me dicta que tarda más en desvanecerse su efecto, si se deposita en una cajita de oro como la que he empleado para recoger el veneno del anillo.

       11

       Roma, marzo del año del Señor de 1494

       El cardenal César Borgia abre su corazón a Michelotto y a continuación ambos enfilan sus pasos a la taberna de La Turca

      Había jurado a su eminencia el cardenal César Borgia no revelar a nadie lo que a lo largo de la tarde le había ido desgranando y por el Altísimo, que antes se dejaría cortar una mano que faltar a su compromiso. Que el vino había puesto de su parte para que se sincerase haciéndole depositario de secretos que afectaban a lo más íntimo de su ser, lo tenía asumido. Pero había detectado en él un deseo poco menos que perturbador, por sacar de una vez por todas lo que le estaba devorando por dentro y se veía precisado a compartir con alguien, como si de esa manera le fuera posible espantar a sus demonios.

      Lo que Michelotto no acertaba a adivinar era por qué se había inclinado precisamente por él en calidad de confidente, cuando había personas que mantenían con el cardenal una relación más estrecha y estaban más capacitadas. Aunque lo mismo tenía necesidad de alguien alejado de su círculo íntimo, alguien a la suficiente distancia, con la adecuada perspectiva, como para mostrarse objetivo. Y, ¿por qué no?, alguien que no le cuestionase ninguna de sus opiniones, ninguna de sus decisiones, por disparatadas que fuesen.

      Su padre había dispuesto por él, sin consultarle ni pedirle su parecer lo había iniciado en la carrera eclesiástica, lo había hecho obispo y cardenal, simple y llanamente para contar con un consejero de toda confianza, un aliado dentro de la Curia, y quién sabe si con la pretensión de que un día ocupase la silla de Pedro. Él se tenía por un hombre al que le tiraba más la espada que la mitra, más la soldadesca y la gente de la calle que los atildados e hipócritas purpurados. Y le apasionaban las mujeres, la buena mesa, la fiesta, el juego, lancear toros, las peleas callejeras y las tabernas.

      De haber estado en sus manos, habría abrazado la carrera de las armas, sería condotiero, habría prestado sus servicios a cualquier república o reino de Italia que le pagase por ello o a un poderoso Estado extranjero, o, mejor aún, en calidad de gonfalonero se habría puesto a la cabeza del ejército de los Estados Pontificios y habría defendido sus dominios y acrecentado su área de influencia.

      De lo que no estaba tan seguro era de si, aun habiendo cambiado las cosas, la arrolladora personalidad de su padre, su carácter vehemente, no se habrían interpuesto y habrían acabado por manejarlo y pensado por él, como había pensado por sus tres hermanos, a los que movía a su antojo en el tablero de sus intereses y ambiciones, tal que de infelices peones del juego del ajedrez se tratase.

      A su hermano Juan, duque de Gandía, lo había empujado a contraer nupcias en Barcelona con María Enríquez y Luna, prima de Fernando de Aragón, y, a lo que parecía, las relaciones entre la pareja no andaban precisamente a partir un piñón, hasta el punto de que tres meses después del enlace se rumoreaba que el matrimonio no se había sustanciado en el lecho. Enterado el papa de tal anomalía, en razón de los informes de hombres destacados en España, había escrito a Juan con la admonición de que se dejara de correrías nocturnas, partidas de cartas y atracones de vino, y se aplicase a la tarea de proporcionarle un nieto, a lo que Juan respondió que su esposa sufría continuos desarreglos intestinales que le hacían complicada la coyunda, pero que no más recobrase la salud se pondría manos a la obra.

      A su hermano Jofré, un niño que acababa de cumplir doce años, lo había casado con la nieta del rey Ferrante de Nápoles, Sancha, una adolescente de quince, en demasía interesada por el sexo opuesto y cuya catadura moral no auguraba sino un sinfín de sinsabores para el inexperto y asustadizo marido, quien había tardado nueve meses en consumar el matrimonio.

      Y a su hermana Lucrecia la había forzado a tomar por esposo al repugnante Sforzino, con quien nada la unía, habida cuenta de que la diferencia de edad los hacía poco menos que incompatibles, sus caracteres e intereses eran opuestos, en contadas ocasiones coincidían en el mismo lugar y se maliciaba que al cabo de diez meses de matrimonio todavía no habían mantenido relaciones íntimas.

      Estaba bien avanzada la noche cuando Michelotto y su eminencia el cardenal dejaban a la espalda el palacio de San Clemente, en el que César Borgia llevaba residiendo desde que hubo vuelto de Spoletto, para encauzar su deambular por el cercano Ponte Sant’Angelo, en dirección al barrio cuyas callejas los adentraban en la Roma puttana, apelativo que hacía honor a que, de las aproximadamente siete mil prostitutas que vendían sus servicios en la ciudad de los papas, un elevado número de las mismas se concentrara en esta zona, en la que personarse a deshoras equivalía poco menos que a jugarse la vida.

      Hasta poner los pies en la taberna en la que tenían pensado apurar las luces del alba, se les fueron ofreciendo prostitutas italianas, españolas, turcas, francesas, orientales, que atravesando la calle les destapaban sus carnes y les sonreían, y alcahuetes que, con la mano extendida, señalaban ventanas enrejadas, donde aguardaban rameras de celosía, y otro tipo de ventanas, protegidas por cortinas de tela, tras las cuales dormitaban rameras de empanada. Delante de las puertas, putas de candela, quienes a falta de criada acompañaban escalera arriba con la lamparilla en

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