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—Amigo Burchard, ¿quién nos garantiza que el rey va a cumplir lo que ha garabateado en un papel? ¿Quién está en situación de asegurar que no saqueará la ciudad? O peor aún, ¿que no acabará por pasarla a sangre y fuego? Sea como sea, y por muy en desventaja que estemos, no vamos a abandonar Roma. Nos encerraremos tras los muros de Castel de Sant’Angelo, a su interior trasladaremos las provisiones, armas y oro que podamos reunir. Allí resistiremos todo el tiempo que sea menester. Y a vosotros, Diego y Michelotto, os encomendamos que toméis las medidas pertinentes para la salvaguardia de la ciudad. En vosotros confiamos para que nuestra amada Roma, símbolo de la cristiandad, sufra el menor perjuicio posible. Si ha aguantado indemne a lo largo de más de veinte siglos, si ha soportado el embate de belicosos pueblos, no vamos a tolerar que ahora caiga en manos del monarca francés. Somos nosotros los que tenemos la obligación de conservarla para las generaciones venideras.
De nuevo, Johann Burchard se permitió apelar a Alejandro VI para que le concediera exponer su punto de vista.
—Santo padre, tal vez nos estemos precipitando al ponderar que solo las armas gozan de predicamento para combatir a un enemigo como el francés. Vos sois versado en el uso de la palabra, poseéis la admirable cualidad de convencer con vuestros argumentos. Hemos de hallar la manera de dilucidar el conflicto que se avecina por medio de la negociación, de la diplomacia. Y en ese terreno, santidad, no hay quien os supere. Y menos que nadie el rey francés, a quien el señor García de Paredes ha catalogado de persona poco avispada. Si a ello asociamos que es un joven sin experiencia, la batalla dialéctica está ganada.
—Muy optimista os habéis vuelto, amigo Burchard. Parecéis olvidar que los franceses no son de fiar. Para vuestro conocimiento, os revelaremos que ya han dado sobrada muestra de sus intenciones.
La cara de asombro que puso Burchard no pasó inadvertida para Alejandro VI, que continuó:
—Hace unos días, nuestra muy amada hija Lucrecia, en compañía de nuestra prima Adriana y la bella Giulia Farnese, solicitó de Nos autorización para abandonar el palacio de Santa Maria in Portico de Roma y emprender camino a Pesaro, donde la aguardaba su marido, Sforzino, con quien hacía tiempo que no se veía. Mientras nuestra hija se quedaba junto a él, madonna Adriana y la bella Giulia determinaron regresar a Roma, o, para no faltar a la verdad, obedecieron nuestras órdenes de retornar cuanto antes, pues las echábamos de menos, si bien no tanto como ellas a Nos. Pues bien, en las proximidades de Viterbo, el carruaje que las traía fue a cruzarse en su camino con una avanzadilla de los franceses que amenazan con caer sobre nuestra ciudad. Tanto una como otra se apuraron en hacer partícipe de su identidad al capitán al mando de la patrulla, que, lejos de dejarlas continuar, las hizo apresar y conducir a la fortaleza de Montefiascone. Justo ayer nos llegó una misiva de los franceses, en la que se nos conmina a entregar la suma de tres mil ducados para hacer frente al pago del rescate.
La indignación se había enraizado en los rostros de Michelotto y García de Paredes, al tiempo que Johann Burchard exhibía su habitual frialdad. Si de los dos españoles hubiera dependido, habrían partido a uña de caballo en dirección a Montefiascone, habrían rescatado sin pararse en mientes a la prima y a la protegida del santo padre y las habrían trasladado a su presencia.
—¿Hay algo más humillante para Nos que hayan apresado en nuestro propio territorio a dos damas a las que amamos de corazón y que encima nos veamos obligados a realizar un desembolso económico si queremos volver a verlas con vida? Si los franceses se han comportado de una manera tan ruin con quienes forman parte de la familia papal, ¿cómo no se comportarán con el resto de la ciudadanía? Amigo Burchard, se aproximan tiempos revueltos.
—Santidad, ¿a quién vais a despachar a Montefiascone para que haga efectivo el pago del rescate y traiga de vuelta a madonna Adriana y a la bella Giulia Farnese? —preguntó, sin perder la calma, Johann Burchard.
—Los tenéis delante —los ojos de Alejandro VI se asentaron primero en Michelotto y acto seguido en Diego García de Paredes—. Irán en una carroza con asientos de terciopelo y el escudo de los Borgia en los laterales, y los seguirá una escolta de medio centenar de hombres.
13
Roma, finales de diciembre del año del Señor de 1494
Acompañado de dos expertos en arte antiguo, Johann Burchard, maestro de ceremonias del papa, recibe en su palacio a Michelotto, quien porta un misterioso cofre, cuyo contenido pretende que examinen
Dos años no habían supuesto un espacio de tiempo tan dilatado, como para que a Michelotto le cupiera la certeza de que la medida que había adoptado era la correcta. A unas etapas en que había estado tentado de llevarlo a presencia de alguien que gozara de una autoridad por encima de la suya, y entregárselo para que hiciera lo que estimase conveniente, habían sucedido otras en las que había juzgado que lo más provechoso era quedárselo en su poder y no dar cuenta a nadie de su existencia. Por los guardias que habían detenido a Stéfano cuando pretendía pasarlo en su carro por delante de Porta San Paolo, y conocían en qué manos había acabado, no tenía que preocuparse. Estaban al cabo de cómo se las gastaba y no se atreverían a delatarlo por su apropiación.
El mismo día en que se lo hubo arrebatado al labriego, que por mor de su maldad fue a poner fin a sus días enterrado en el mismo sitio donde se lo había encontrado, no bien se hubo visto al abrigo de las cuatro paredes de su casa, empleó la tarde y la noche en examinar su contenido y, por más que se confesase profano en la materia, le dio el pálpito de que lo que había en el interior del cofre constituía un tesoro. Y eso que gran parte de las piezas estaban cubiertas por una pátina de polvo y tan deformadas, que no se dejaban ver en todo su esplendor. Echar mano de un trapo y ponerse a limpiarlas le infundía respeto y cierta turbación, no fuese que, después de tanto tiempo en tan calamitoso estado, acabaran por deteriorarse más de lo que estaban o se cayeran a pedazos.
La carroza que solía emplear en sus desplazamientos por Roma siempre que quería pasar inadvertido, lo había dejado a mitad de Vía del Sudario, una calle corta y estrecha, que se abría entre Vía del Monte della Farina y Largo di Torre Argentina, delante de la fachada de un fastuoso palacio de piedra, de cuatro pisos agujereados por ventanas con vidrieras. Aun cuando hubiese sido construido hacía relativamente poco, aquel palacio le trajo a la memoria otros de la ciudad, de estilo gótico, edificados tiempo atrás y que ya estaban pasados de moda.
La puerta entreabierta —el señor había dado el día libre al servicio— lo trasladó a un amplio jardín sembrado de estatuas de emperadores romanos, por entre las que correteaban un par de avestruces y una piara de pavos reales, a cuya derecha arrancaba una escalera de mármol que llevaba al primer piso. Una vez hubo superado los peldaños, tan brillantes como afilados en sus bordes, cruzó por un salón en el que encima de una tarima se levantaba una cama cubierta por un edredón, que posiblemente estuviera relleno de plumas, y coronada por un dosel del que colgaban cortinas con flecos que arrastraban por el suelo. A través de la puerta entornada del fondo del dormitorio se abría paso una fragancia a leña quemada y a hierbas aromáticas, puede que de tomillo y romero, y un reconfortante calor que a buen seguro provenía de la llama de una chimenea. Del murmullo de voces que de su interior emergía, coligió que a la persona con la que se había citado le hacían compañía al menos otras dos.
—Sed bienvenido, amigo Michelotto —antes de que dispusiera de tiempo para inquirir la identidad de los dos hombres que estaban sentados delante de una mesa, colmada de libros cuyos títulos