El asesino del cordón de seda. Javier Gómez Molero
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Rodrigo Borgia acababa de cumplir los treinta cuando emprendió una relación con Giovanna Cattanei, a quien en Roma llamaban madonna Vannozza, una bella cortesana once años más joven, por la que el entonces cardenal Borgia perdió la cabeza, hasta el extremo de decidirse a formar con ella una familia tan estable como otra cualquiera, en cuyo seno fueron naciendo Juan, César, Lucrecia y Jofré. El cardenal, a fin de cubrir las apariencias y mirar por la honorabilidad de la cortesana, le fue procurando a lo largo de su vida en común tres maridos, uno tras otro, quienes, siempre y cuando se llenasen la bolsa de ducados, no ponían impedimento a aceptar de buen grado tan infamante situación: el primero, un empleado del Vaticano al que Rodrigo había recomendado para un puesto de escribano y que falleció relativamente pronto; el segundo, un preceptor que, por encima de calentarle el lecho a Vannozza, se prestó a educar a sus hijos, quien también desapareció; y un tercero del que Romolino y Vera no le habían dado razón alguna.
Por más que la relación se hubiese enfriado hasta acabar por romperse, la pareja continuaba respetándose y guardaban un inmejorable recuerdo el uno del otro. El cardenal había convivido con una mujer singular a la que dio unos hijos por los que se desvivía y cuyo porvenir no iba a consentir que se le fuera de las manos. La cortesana, por su parte, había mudado radicalmente de vida y prosperado lo indecible. De habitar una casa de pisos en la que tenía por vecinos a dos zapateros remendones, dos lavanderas, un carpintero, un herrador y una puta vieja española, a la que frecuentaba un canónigo, había pasado a ser dueña de un palacio en el barrio de Regola, así como de una viña extramuros, unas cuantas casas de huéspedes y alguna que otra taberna que le rendían jugosos dividendos.
Al cumplir César once años, Lucrecia, seis y Jofré, cinco, su padre juzgó acertado prescindir de los cuidados de madonna Vannozza y su compañía, y trasladarlos al palacio de los Orsini, en Monte Giordano, con idea de que fueran educados bajo la tutela de Adriana, una prima a la que Rodrigo dispensaba un cariño sincero y a la que hacía depositaria de sus cuitas y secretos más íntimos. Y sería en el palacio en cuestión donde, en una de las visitas con que sorprendía a su prole, iba a sus casi sesenta años a perder la cordura y el sentido del ridículo por culpa de Giulia Farnese, una jovencita de quince, que desde Capodimonte había recalado en Roma con el propósito de contraer matrimonio con el hijo de Adriana. El enlace entre la bella y virginal Giulia y Orso Orsini, «el Tuerto», se celebró en el exuberante palacio de su eminencia el cardenal Rodrigo Borgia, quien, en calidad de regalo de bodas, no tuvo inconveniente en cederlo a la feliz pareja para que se casasen como Dios manda.
Tras descabalgar y confiar el semental español a un palafrenero encajado en una librea del Vaticano, que al instante se evaporaba, y cuando se disponía a sacudirse el polvo de la vestimenta y a secarse el sudor del rostro con un pañuelo que había sacado de debajo de la camisa, notó a la altura del hombro la presión de una mano, que le hizo darse la vuelta.
—Vos debéis de ser Miguel Corella, el guardaespaldas de su ilustrísima César Borgia, obispo de Pamplona —el acento de Johann Burchard se evidenciaba de lo más peculiar y chocante, arrastraba las erres y un punto de rigidez le hacía parecer distante.
—Y vos, el maestro de ceremonias del santo padre —salió al paso Miguel, al tiempo que devolvía el pañuelo al sitio donde lo guardaba. Si no había saludado por su nombre al hombre alto y enjuto que lo había recibido, que iba admirablemente aseado, vestía jubón de seda azulón y calzas a juego y llevaba la cabeza destocada, era porque no estaba convencido de acertar a pronunciarlo con corrección.
—En poco más de una hora os recibirá en audiencia privada el pontífice. Hasta entonces nos queda mucho por hacer —Johann Burchard lo repasó de arriba abajo y no escatimó un aspaviento de disgusto, que subrayó con un movimiento de cabeza—. No pretenderéis presentaros de esa guisa. Seguidme.
Al rato Miguel Corella era otro hombre. Dos criados de Burchard lo habían metido en una tinaja de madera mediada de agua tibia y perfumada con pétalos de flores y ramas de plantas aromáticas, le habían frotado el cuerpo hasta despellejarlo con un jabón que olía a aceite de oliva y lo habían secado antes de pasarlo a una sala, donde, en vista de la abismal diferencia de altura entre el señor y su huésped, se habían puesto a revolver en el arcón en el que se guardaba ropa de todas las tallas.
—Esto ya es otra cosa —comentó el puntilloso Burchard, a quien faltó tiempo para escrutar el zuparello beige de tafetán con mangas rasgadas por las que asomaba una camisa blanca, y las calzas acuchilladas en rojo y ceñidas por un cinturón de cuero con filos bordados en blanco—. Ahora nos queda lo más engorroso.
Miguel Corella ajustó una mueca de extrañeza con la que venía a significar que ya estaba en disposición de presentarse ante su santidad Alejandro VI, con las máximas garantías para no dejar en mal lugar a su interlocutor, que qué otra cosa se vería en la obligación de hacer.
—A su debido tiempo se personará un sacerdote para conduciros a la sala de audiencias y os dejará a solas con el santo padre. A partir de ahí, todo dependerá de vos. No obstante, he de informaros que entre mis competencias está la de procurar que cualquiera que acuda a rendirle visita al papa, lo haga con el debido respeto y según unas normas de comportamiento, o, para expresarlo con un término más adecuado, de protocolo. Ni por asomo debéis olvidar que vais a estar frente al jefe del Estado de la Iglesia y representante de Cristo en la tierra.
Miguel Corella estaba empezando a ponerse nervioso y a sentirse más pequeño de lo que era, si es que eso fuese posible. Que le hubiera encantado crecer unas cuantas pulgadas estaba fuera de toda discusión, pero en ese aspecto la naturaleza se había mostrado cicatera con él, hasta el punto de que más de uno giraba la cabeza cuando pasaba por su lado y profería en voz baja comentarios que suponía ofensivos para su persona. Para compensarlo, esa misma naturaleza lo había dotado de la fuerza de un toro, de un valor que rayaba en la temeridad, de una inteligencia portentosa y de una sangre tan fría como la de un reptil.
—Al entrar os acercaréis al trono en que está sentado, os arrodillaréis ante él y le besaréis los pies y las manos. En cuanto os lo ordene, os pondréis de pie y así permaneceréis hasta que concluya la entrevista. Bajo ninguna circunstancia se os ocurra hablarle si no os lo ha pedido antes, ni contradecirlo. Y para dirigiros a él, debéis serviros del tratamiento de santidad o santo padre.
En pos de un sacerdote que marchaba como si le hubiesen metido fuego o estuviese huyendo de alguien, Miguel fue discurriendo a través de salas y más salas de suelos brillantes tal que armas recién bruñidas, de paredes cubiertas de tapices, colgaduras y maderas taraceadas, y de techos con pinturas que representaban temas religiosos y paganos, en su mayor parte inspirados en mitos griegos o en la historia de Roma. Los rincones que iba dejando atrás los invadían candelabros de varios brazos cuyos cirios estaban apagados, arcones de madera tallada que guardarían ropa, vitrinas en las que se exponían paños cubre cálices, mangas de cruces procesionales, un frontal de la Pasión bordado en oro, arquetas de tejadillo en madera y libros de pergamino, encuadernados con cuero estampado sobre madera con herrajes, esmaltes y piedras preciosas. Por entre las vitrinas se erguían atriles con pie de mármol y de metal, en los que no se resistió a echar un vistazo a códices abiertos por la mitad, cuyas hojas las iluminaban miniaturas coloreadas. Una mesa baja de mármol veteado sostenía el libro más voluminoso que sus ojos hubieran jamás contemplado, que de tan inmenso y pesado iba provisto de ruedas para trasladarlo. Y a la mesa la encerraba un corro de sillas de tijera, con asiento y respaldar de cuero en que reposar después de tanto trasiego o hacer tiempo hasta que llegara la hora de Dios sabe qué.
De donde quiera que fuese le venían aromas de cera, de incienso, de cirio encendido, que estimulaban a la meditación y al recogimiento, y a unos tramos del recorrido en que caminaban solos y en silencio sacerdote y guardaespaldas, sucedían otros en que se cruzaban con otros sacerdotes, en su mayoría jovenzuelos sonrientes,