El compromiso constitucional del iusfilósofo. Группа авторов

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y toda la panoplia de principios y derechos del derecho constitucional. Estos mecanismos funcionan autorizando a los jueces que apliquen el derecho a los casos individuales acudiendo, en determinadas ocasiones, a las razones que justifican la regla y que dichos elementos expresan. Y creo que es razonable, desde un punto de vista normativo, que así sea7. Juan Carlos Bayón (1996) argumenta de un modo semejante, aunque prefiere no pronunciarse por la cuestión normativa. Añade sin embargo (1996, p. 48) dos cautelas que muestran cómo es alcanzable esta posición intermedia. En primer lugar, ‘en un derecho de principios y reglas la solución prevista por la regla goza de una presunción prima facie de aplicabilidad que sólo puede ser desvirtuada en un caso concreto mediante una argumentación basada en principios’8 y, en segundo lugar, ‘el Estado constitucional no sólo incorpora principios que actúan como parámetros de justificación del contenido material de la acción de los poderes públicos, sino también principios formales como los de certeza y seguridad de naturaleza institucional, como los relativos a la división de poderes y funciones dentro del Estado, es decir, relativos a la atribución de autoridad’. Estas dos más que razonables cautelas de Bayón hacen que lo más sensato sea aspirar a un derecho que sea, en relación con su aplicabilidad, una ‘jurisprudencia de razones con reglas’ o, lo que es lo mismo, ‘una jurisprudencia de reglas con defeaters’. Son estos defeaters los que hacen posible que el aplicador de la regla de la transfusión de sangre obligatoria no acepte la transfusión de una mujer embarazada y acepte, en cambio, la transfusión de un residente que no es vecino.

      Esta, y no otra, es según creo la razón de la importancia de los principios en el razonamiento judicial, que forma parte del panorama de la teoría jurídica contemporánea (Dworkin, 1977; Alexy, 1986; Prieto Sanchís, 1992; Atienza-Ruiz Manero, 1996, por ejemplo) y que caracteriza el constitucionalismo. No hay razón aquí para la nostalgia, para un regreso a una especie de Villa Valeria jurídica. Una jurisprudencia de razones con reglas es lo más adecuado al derecho del Estado constitucional.

      De un modo u otro esta crítica está presente en muchos de los análisis en la literatura constitucionalista, o bien escépticos o bien menos entusiastas con la lectura moral de la constitución, con el razonamiento a partir de principios y con la ponderación (por ejemplo, en Prieto Sanchís, 1999; Bayón, 2002; Comanducci, 2002; Raz, 2004; Shapiro, 2009; Marmor, 2011; Ferrajoli, 2012). Un análisis pormenorizado de estas cuestiones requeriría mucho más espacio. Por otra parte, tanto Luis como yo nos hemos referido a las dos objeciones en muchos lugares, que podemos denominar la objeción del moralismo y la objeción del activismo judicial. Por ello, tal vez baste ahora con dos cautelas que, de ser aceptadas, disminuyen la fuerza de la objeción del moralismo.

      La primera cautela trata de responder a la objeción del moralismo: la lectura moral de la Constitución, se dice, tiene como consecuencia el constitucionalismo ético, la confusión entre validez y justicia. La tesis de la conexión necesaria entre el derecho y la moral termina siendo la tesis de la justicia de nuestros concretos arreglos institucionales, de nuestras constituciones reales. Si esto fuese verdad, habría razones para sospechar de este constitucionalismo. Pero ni siquiera Ronald Dworkin, al que se atribuye esta posición, sostiene algo semejante. Dworkin sostiene que el derecho es diferente de la moralidad y que la integridad jurídica previene a menudo al jurista de hallar en el derecho lo que él desearía que éste contuviera y añade (Dworkin, 1996, p. 36):

      Yo no leo la Constitución como si contuviera todos los principios importantes del liberalismo político. En otros escritos, por ejemplo, he defendido una teoría de la justicia económica que requeriría una redistribución substancial de la riqueza en las sociedades políticas opulentas. Algunas constituciones nacionales intentan establecer un grado de igualdad económica como un derecho constitucional, y algunos juristas americanos han argüido que nuestra Constitución puede ser comprendida como estableciéndolo. Pero yo no pienso de este modo, por el contrario, he insistido en que la integridad detendría cualquier intento de argumentar desde las cláusulas morales abstractas de la declaración de derechos, o desde cualquier otra parte de la constitución, hasta tal resultado. (notas al pie omitidas)

      La segunda cautela guarda relación con la dimensión institucional del derecho a la que me refería, precisamente, en la nota anterior. Es esta dimensión institucional precisamente la que hace posible que las decisiones jurídicas finales, que tienen fuerza de cosa juzgada, que ya no pueden ser revisadas, no estén ya sujetas a lo que Dworkin denominó la lectura moral. Pueden ser decisiones equivocadas jurídicamente, pero son jurídicamente vinculantes. En este sentido, como quería Hart (1961), la práctica jurídica está anclada en nuestras prácticas sociales con independencia de la moralidad. Soy consciente de que mucho más debería decir sobre esta conjetura para hacerla plausible (algo dije en Moreso, 2010 y 2019). Pero deberá quedar para otra ocasión porque no es cuestión de enredarse en este texto en las intrincadas cuestiones de metafísica social que esta cuestión conlleva.

      Quiero concluir con una sugerencia sobre la que he pensado muchas veces pero que nunca me había animado a escribir. Habrá de quedar como una mera sugerencia a ser desarrollada en el futuro. Se trata de que la idea del derecho como un libro de reglas, interpretado y aplicado con extremo formalismo, se presta a menudo a la arbitrariedad. Parece un oxímoron, pero dado que cualquier ordenamiento jurídico alberga tantas reglas, siempre es posible seleccionar aquellas que convienen al aplicador e ignorar las que, en determinado caso, no convienen. Los que hemos vivido en dictaduras (yo, por fortuna, por poco tiempo, era un recién adolescente cuando murió Franco) que predicaban el dura lex, sed lex, sabemos cómo se maneja esta combinación de máximo formalismo y máxima arbitrariedad.

      En esta situación de arresto domiciliario que ha producido la pandemia del coronavirus y, dicho sea de paso, en la cual las autoridades hacen bien en seguir los consejos de los expertos y los ciudadanos haremos bien en obedecer a las autoridades y activar nuestros deberes cívicos, un día de estos vi en la televisión una versión cinematográfica (dirigida por Michael Radford en 2004) de la gran obra de William Shakespeare The Merchant of Venice. Me pareció una versión muy lograda (a lo que ayudan los actores, Shylock es interpretado por Al Pacino, Antonio por Jeremy Irons, Bassanio por Joseph Fiennes y Portia por Lynn Collins). Pero me hizo reflexionar sobre lo que ahora digo: la pretensión de Shylock de conseguir el pago de una libra de carne, pegada al corazón, de Antonio, a lo que este se había comprometido en caso de no devolver un préstamo, una pretensión apoyada en una interpretación literal, y mendaz, del derecho veneciano aplicable, es eficazmente contrarrestada, por Portia —disfrazada de joven y erudito letrado— interpretando con el mismo tenor literal y rigor formalista otras disposiciones del derecho veneciano, que dejan a Shylock en la ruina económica. Cuando Shylock está a punto de cobrarse la deuda y asesinar al pobre Antonio, Portia razona de esta forma tan literal (Shakespeare 1596-1598: Act IV. Scene I):

      Tarry a little,

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