Las relaciones entre el Gobierno y el Congreso en el régimen político peruano. Francisco Eguiguren

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Las relaciones entre el Gobierno y el Congreso en el régimen político peruano - Francisco Eguiguren Palestra del Bicentenario

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Poder Ejecutivo, lo que ha incidido en que se hagan más visibles o no los elementos parlamentarios del régimen político presidencial diseñado en las constituciones peruanas.

      Las Bases Constitucionales de la República (1822) y la primera Constitución peruana de 1823 adoptaron el régimen presidencial. El Presidente de la República se elige por votación popular por un período de 4 años y sin reelección inmediata (artículo 74); pero se exigió para la validez de los actos presidenciales que cuenten con refrendo ministerial (artículo 73°). Se establece que habrán 3 Ministros de Estado: Gobierno y Relaciones Exteriores; Guerra y Marina; y Hacienda (artículo 82°); se contempló la responsabilidad solidaria de los ministros por las resoluciones adoptadas en común y la responsabilidad individual por los actos propios de su despacho (artículo 84°). La iniciativa legislativa se reserva exclusivamente a los representantes parlamentarios (artículo 61°) pero la Constitución de 1826 reconoce también la iniciativa legislativa del Poder Ejecutivo. El Congreso contaba con una Cámara de Diputados y se contempla un Senado Conservador; los diputados gozan de inviolabilidad por sus votos y opiniones (artículo 57°) y las acusaciones penales en su contra son conocidas por el Congreso, no pudiendo durante sus funciones ser demandados civilmente ni ejecutados por deudas (artículo 59°). La Cámara de Diputados se renueva por mitades cada 2 años, debiendo luego de 4 años renovarse totalmente (artículo 55°).

      Desde la segunda mitad del siglo XIX, empezaron a incorporarse otras instituciones propias del régimen parlamentario, como la compatibilidad entre la función ministerial y la parlamentaria, la existencia de un Consejo de Ministros y de un Presidente de dicho Consejo, la interpelación y el voto de censura contra los ministros (que nació de la práctica parlamentaria), así como la obligación de renuncia impuesta al ministro censurado. El propósito de la incorporación de estas instituciones parlamentarias era introducir algunos mecanismos de moderación y control ante la concentración de poder que ejercía el Presidente de la República y los reiterados excesos en que incurría.

      La compatibilidad, entre las funciones de Congresista y su nombramiento como Ministro, característica de los regímenes de tipo parlamentario, fue tratada y resuelta de manera contrapuesta y oscilante en nuestras diversas constituciones del siglo XIX. Así, mientras la Constitución de 1823 no lo preveía, la Carta de 1826 admitió que un congresista pueda ser designado Secretario, a condición que dejara de pertenecer a la Cámara. A su turno, la Constitución de 1828 estableció su prohibición absoluta, mientras que las de 1834 y 1839 volvieron a admitirla, pero disponiendo la pérdida del cargo parlamentario. Los textos constitucionales de 1856, 1860 y la efímera Carta de 1867 (que fue reemplazada por la restitución de la longeva Constitución de 1860) establecieron la posibilidad de que el congresista pueda ser designado Ministro, pero señalaban que al aceptar un cargo proveniente del Jefe del Poder Ejecutivo (el Presidente de la República) se producía la vacancia del mandato parlamentario.

      Una ley de 1887 aprobó la reforma constitucional que habilitaba exclusivamente la compatibilidad de las funciones de Congresista con la de Ministro, sin que conlleve la vacancia del mandato parlamentario. Ya en el siglo XX, la Constitución de 1920 mantuvo la compatibilidad de ambas funciones, pero con la suspensión del mandato parlamentario mientras se ejerza la labor ministerial. La Carta de 1933 eliminó esta última restricción, estableciendo la conservación y ejercicio de ambas funciones. Incluso se admitió que los parlamentarios que ejerzan cargos de ministros puedan asistir a las sesiones de sus Cámaras, con derecho a participar en los debates y a votar en ellos.

      Aunque la existencia del Presidente del Consejo de Ministros estaba contemplada en las leyes de ministros de 1862 y 1863, sus atribuciones —por la orientación presidencial del régimen político— resultaban mucho menores de las que corresponden a un Primer Ministro o Jefe de Gobierno de los sistemas parlamentarios. Su competencia se limitaba a poder convocar a reunión del Consejo de Ministros, fijar la agenda del orden del día de los temas a discutir en la sesión, y presidirla en caso de que no esté presente el Presidente de la República. Su potestad para seleccionar a los ministros del gabinete y proponerlos al Presidente de la República, era rara vez ejercida en la práctica. No llegaba a ser realmente un intermediario entr e el Presidente y los Ministros, ni un “jefe” o superior de éstos.

      La Constitución de 1933 buscó darle mayor importancia al Presidente del Consejo de Ministros, no solo porque mencionaba expresamente su existencia (a diferencia de las Cartas anteriores) sino porque establecía que el Presidente de la República debía consultar su consentimiento para disponer la separación de algún Ministro. El Presidente del Consejo —al asumir sus funciones— debía concurrir al Congreso para exponer la política general del gobierno. A pesar de ello, Manuel Vicente Villarán anota que la figura del Presidente del Consejo de Ministros no adquirió gran relevancia política, señalando:

      La institución de la Presidencia del Consejo de Ministros no tiene la utilidad ni la importancia que pensaron sus autores de 1856 y 1862. El volumen político del Presidente de la República no deja sitio al presidente del Consejo. La Presidencia del Consejo, débil de nacimiento, está casi atrofiada. El caso se halla dentro de la lógica del sistema de gobierno presidencial, que excluye como exótica e inadaptable la existencia de un Jefe de Gabinete que posea algo más sustancial que un título de honor y precedencia. Al lado de un Presidente, que es Jefe Supremo del Poder Ejecutivo, no cabe un Primer Ministro con poderes de un verdadero Jefe de Ministerio, so pena de crear una dualidad intolerable y nociva (1994, p. 59).

      La potestad de las Cámaras de interpelar a los ministros surgió de la práctica parlamentaria, especialmente en la Convención de 1855-56, pero fue solo en la Constitución de 1860 donde se le reconoció formalmente y se estableció que el ministro o ministros involucrados tenían la obligación de concurrir a contestar la interpelación formulada desde el Congreso o de alguna de sus Cámaras. Fue también la práctica parlamentaria la que definió que la interpelación debía versar sobre hechos y temas concretos, que tenía que ser interpuesta por escrito y ser respondida oralmente, suscitándose luego un debate entre el ministro y los congresistas. Recién la Constitución de 1933 reguló con mayor precisión este instituto, disponiendo que la interpelación procedía si era admitida por un quinto de los parlamentarios hábiles, ya sea de una Cámara o del Congreso, según quién la convoque. Con ello se respetaba de mejor manera el derecho de las minorías, pues la ley de 1878 exigía que la interpelación fuera aprobada por acuerdo de la Cámara, lo que obviamente exigía la conformidad de una mayoría.

      En cuanto al voto de censura, fue también la convención constituyente de 1855-56 (que por su predominio liberal buscaba imponer limitaciones al Poder Ejecutivo) la que impulsó incorporarla desde la

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