Abogados de ficción. Walter Arévalo-Ramírez

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Abogados de ficción - Walter Arévalo-Ramírez Derecho

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ese pastuso sin corazón, socio de Arana y otros peruanos que en la hoya amazónica han esclavizado más de treinta mil indios” (Rivera, 1985, p. 117). Se trata de personajes reales. Benjamín Larrañaga fundó una de las primeras compañías de explotación cauchera a finales del siglo XVIII, atrayendo a indios mediante el suministro de armas, baratijas y otros bienes de poco valor.

      De igual forma, hacia el primer cuarto del siglo XIX, Juan Carlos Arana consolidó su monopolio empresarial usando principalmente medios violentos para generar mayores ganancias a su empresa (CNMH, 2014, p. 172). Como se mencionó, en 1907, la Casa Arana se transformó en la Anglo-Peruvian Amazon Rubber Co, también conocida como la Peruvian Amazon Company, constituida en Londres, cuyos principales socios eran “prestantes de la sociedad británica” (Thomson, 1913; Uribe, 2013, p. 40). Tan solo en 1920 la compañía británica sería disuelta, luego de que un juez británico ordenara su cese de actividades y se demostrara la carencia de títulos sobre las tierras explotadas en el Amazonas y el Putumayo (Uribe, 2013, p. 41). Solo entonces se reconoció por parte de una autoridad judicial de la responsabilidad y obligación de Arana de conocer las atrocidades que se llevaban a cabo en sus dominios (Vargas Llosa, 2020, p. 334).

      En Mocoa, Silva explica haber perdido el rumbo de los viajeros, lo que lo impulsa a entrar a trabajar la goma, con la esperanza de encontrar a su hijo en alguna cuadrilla. Silva menciona a La Chorrera y El Encanto, dos agencias de la Casa Arana donde se reunía el caucho para ser transportado a Iquitos, en Perú (CNMH, 2014, p. 135).

      En La Chorrera, el mismo Arana le pregunta a Silva si tiene dinero o caucho para comprar la cuenta suya y la de su hijo. Silva se ofrece con ese fin a recorrer como guía el Caquetá en búsqueda de más caucho y en su recorrido se entera de que su hijo está con un grupo de peones que se fugaron con importantes cantidades de caucho. Silva es acusado de estar involucrado en la fuga y, a su regreso a El Encanto, lo azotan veinte veces durante nueve días, le echan sal a sus heridas y lo arrastran sobre un hormiguero de hormigas venenosas (Rivera, 1985, p. 123). La aplicación del látigo y de sal en las heridas eran castigos frecuentes en las caucherías, así como “el aprisionamiento en cepos; el encadenamiento en lugares visibles; el semiahogamiento frente a los parientes de las víctimas: la violación de mujeres en presencia de sus cónyuges y de sus hijos; la mutilación de partes del cuerpo: dedos, manos, orejas, etc.; la exposición de víctimas desnudas, atadas y colgadas de las manos; el lanzamiento a las corrientes de caños y ríos […]; la incineración con kerosene de indígenas vivos y el fusilamiento” (CNMH, 2014, p. 140).

      Muy significativo para Silva es el encuentro con un francés, el mosíú, quien se vuelve su confidente y promete pagar su cuenta y la de su hijo, y quien se dedica a documentar con fotografías la vida en las caucherías. Los crímenes que observa, considera él, “que avergüenzan a la especie humana […] deben ser conocidos en todo el mundo para que los gobiernos se apresuren a remediarlos” (Rivera, 1985, p. 125). La generosidad hacia Silva del francés, quien desaparece, le vale al pastuso un nuevo castigo en la agencia. También relata Silva la llegada de un visitador en respuesta a las denuncias recibidas en Europa sobre los crímenes cometidos en las caucherías; sin embargo, su visita resulta excesivamente corta y sin mayor repercusión. Un peón lo describe como un hombre “sin malicia ni observación […] como un toro ciego que solo embiste al que le haga ruido” (Rivera, 1985, p. 130).

      El viaje de Silva lo lleva hasta Iquitos, donde busca al cónsul colombiano para conseguir su repatriación, denunciar el secuestro de su hijo y, en general, de los crímenes cometidos en el Putumayo. Cuando lo encuentra, Silva escucha con desazón al cónsul sugerirle referirse al “señor” Arana, quien “es hombre muy bueno y le ayudará” (Rivera, 1985, p. 138). Ese episodio refleja de cerca la realidad. Arana, quien en Perú fue alcalde en la región de Loreto, presidente de la Cámara de Comercio y presidente de la Asamblea Departamental, tenía un gran poder e influencia que le valieron la complacencia y el respaldo de autoridades, jueces y administradores, favoreciendo la impunidad de los crímenes cometidos por su compañía (CNMH, 2014, p. 125). La descripción que hace Rivera de Arana como un hombre gordote, abotagado, pechudo y amarillento justamente contrasta con la visión peruana de Arana, cuyas conquistas se ven como una “noble cruzada civilizadora” (Neale-Silva, 1939, p. 322). En Iquitos, Silva se entera de la muerte de su hijo, lo que no impide que continúe la búsqueda, pero esta vez de sus restos. El peso del relato de Silva en la novela hace que, con razón, se afirme que, si bien Cova es su protagonista, Silva es su héroe (Ramos, 1967, p. 570).

      Las novelas de Vargas Llosa (2010) y Rivera (1985) dan cuenta de las dinámicas asimétricas que se han creado a partir de la construcción de un mito de la modernidad eurocéntrica, enmarcadas en una lógica de un sistema económico capitalista. Como lo advirtió Dussell (1994), “[l]a Modernidad se originó en las ciudades europeas medievales, libres, centros de enorme creatividad. Pero ‘nació’ cuando Europa pudo confrontarse con ‘el Otro’ y controlarlo, vencerlo, violentarlo” (p. 8). De esta forma, el mito de la modernidad se fundamenta en el excepcionalismo occidental que se refleja en la modernidad europea (ŽiŽek, 2011, p. 279).

      Esta lógica, con raíces en el proceso colonialista, generó categorías maniqueas entre lo civilizado y lo barbárico, lo conocido y lo desconocido, lo extranjero y lo nacional, lo desarrollado y lo subdesarrollado. Estas categorías facilitaron la explotación de recursos naturales en la periferia para ser usados en metrópolis coloniales, acudiendo a un discurso aspiracional de movilidad en el desarrollo social (Fanon, 2004, p. 56).

      Bajo esta lógica, propia del mito de la modernidad, los países occidentales se transforman en misioneros de la civilización (Dussel, 1994, p. 19). Esta misma lógica se ve reflejada en la estructura y en el funcionamiento del derecho internacional. Basta darle un vistazo al artículo 22 del Pacto de la Sociedad de Naciones (1919), que establece el sistema de mandato, referido a la misión civilizadora sobre antiguas colonias independientes y que distingue entre “naciones adelantadas” y aquellas habitadas “por pueblos incapaces de regirse por sí mismos”. A pesar de que este sistema buscara asegurar la protección de pueblos no europeos y de promocionar el autogobierno, esa distinción favoreció la materialización de dos modelos distintos de soberanía: aquella europea y aquella no europea (Anghie, 2001).

      De igual forma, aún es posible encontrar vestigios explícitos de la distinción entre naciones civilizadas y naciones no civilizadas. Por ejemplo, el artículo 38 del Estatuto de la Corte Internacional de Justicia menciona que esta debe aplicar “los principios generales del derecho reconocidos por las naciones civilizadas”. A pesar de que se considere que en la actualidad la expresión “naciones civilizadas” carece de un significado particular debido a que, hoy por hoy, todos los Estados son civilizados (Pellet, 2006, p. 769), esta es la manifestación de una discriminación que es un legado propio del colonialismo y de una época en la que solo un número limitado de potencias fijaban las normas de derecho internacional (“North Continental Sea Shelf (Federal Republic of Germany/Netherlands). Judgment of 20 February 1969. Separate Opinion of Judge Fouad Ammoun. International Court of Justice”).

      La vorágine y El sueño del celta reflejan las tensiones de una lógica colonialista fundada en un sistema capitalista que demanda los recursos naturales de la periferia, articulada por estructuras políticas y legales, frente a las vidas y los derechos de pueblos indígenas y campesinos de estos países periféricos. Este proyecto colonial, sustentado en el derecho internacional, permitió la explotación constante de recursos naturales en la periferia para el beneficio de las economías en los centros coloniales (Chang, 2005; Gunder, 2009).

      Desde la Revolución Industrial, los países europeos han buscado adquirir materias primas, presentes en la naturaleza, para el desarrollo de sus avances tecnológicos. Así, desde que el capitalismo moderno ha sido el modelo económico imperante en el mundo, con su surgimiento en el siglo XVII y auge en la Revolución Industrial, “la naturaleza ha estado subordinada a las necesidades del capital industrial” (Chimni, 2012, p. 22).

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