Del Estado al parque: el gobierno del crimen en las ciudades contemporáneas. Fernando León Tamayo Arboleda

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Del Estado al parque: el gobierno del crimen en las ciudades contemporáneas - Fernando León Tamayo Arboleda Derecho y sociedad

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lo cual me obligó a revisitar las nociones sobre gobierno y poder de Foucault. Más allá de las múltiples complejidades que pueden derivarse de las nociones anteriores, para el presente texto decidí seguir la idea de que el “‘Gobierno’ no se refería únicamente a las estructuras políticas o a la gestión de los Estados; más bien designaba el modo de dirigir la conducta de individuos o grupos”7. En últimas, partí de la premisa de que gobernar es una acción dirigida a configurar el campo de acción dentro de un contexto específico, un intento de conducir lo que los individuos o grupos hacen o dejan de hacer en espacios y momentos históricos determinados.

      La idea de gobierno está profundamente ligada a la de poder. Para ser eficiente, la capacidad de una acción de gobernar depende de la construcción de poder en que esta se soporte. La noción de poder de Foucault, como su definición de gobierno, está desligada de las estructuras estatales. El poder no es una capacidad del leviatán sino un hecho y, aunque esto ciertamente amplía el espectro de las posibles formas de ejercerlo, no da aún una definición clara de lo que el poder es. Esta ausencia de una caracterización conceptual del término se debe a que la misma idea de poder de Foucault parecía eludir todo esfuerzo de conceptualización unificadora. No existe “el poder”, existen “los poderes”, por lo que cada poder debe ser caracterizado según su especificidad8. Con todo, de forma general, la idea de poder en Foucault puede caracterizarse como un conjunto de conocimientos, estructuras, instituciones o relaciones que en contextos específicos pueden ser utilizadas por los sujetos como herramientas para conseguir unos objetivos más o menos definidos que se han propuesto9.

      Con el marco anterior, la preocupación general que tenía por los mecanismos de gobierno del crimen y los poderes en que estos se soportan comenzó a tomar una forma más concreta. A medida que iba delimitando el tema descubrí que existían muchos asuntos que me interesaban, pero cuya investigación resultaba bastante complicada, más aún teniendo en cuenta que mi formación académica estaba centrada en el conocimiento técnico del derecho antes que en la comprensión de fenómenos sociales —o, por demás, del derecho mismo como realidad social—. Esto trajo consigo un reto teórico y metodológico que derivó en la elección de disminuir las pretensiones que inicialmente me había trazado, dirigidas a comprender la forma en que se construyen técnicas de autogobierno del crimen en la vida cotidiana —o mejor, el intento de comprender la forma en que yo las había construido durante mi vida—, para, en su lugar, buscar estudiarlas a través del conocimiento de la forma en que el crimen es gobernado en las ciudades. La elección por comprender el gobierno del crimen en las ciudades era, también, inalcanzable —sin mencionar ingenua—; sin embargo, gracias a la adecuada orientación recibida y las discusiones sostenidas con colegas, pude materializar mi interés a través de la limitación de la investigación a un estudio de caso de la ciudad de Bogotá, y el enfoque teórico y metodológico a través del análisis multiescalar de la gobernanza.

      La elección de Bogotá como espacio para la realización de la investigación del gobierno del crimen en las ciudades contemporáneas estuvo condicionada por dos factores. El primero de ellos, que resulta obvio en muchas investigaciones, era la facilidad personal —pues era la ciudad en que me encontraba viviendo— y financiera —pues los recursos para la realización de investigaciones no siempre abundan— para conducir el estudio en dicho espacio; y el segundo, más importante aún, que Bogotá se había convertido en un ejemplo mundial de la “buena gobernanza” del crimen y era tomado como un modelo exitoso de la forma en que las administraciones locales pueden mejorar las condiciones de seguridad en los grandes enclaves urbanos. El caso del “milagro” bogotano se soporta principalmente en la reducción de las cifras de homicidios que tuvo lugar en los años noventa y comienzos del nuevo milenio. Aunque es posible discutir si fueron las políticas locales las que determinaron esta disminución, el mito ha sido construido sin tener en cuenta dicha situación, por lo que se adjudicó a la administración local el triunfo en materia de seguridad10.

      Bogotá resultaba relevante, además, por dos aspectos. Por un lado, y como se verá en el texto, en la ciudad —y en general, en el país— se habían puesto en acción una serie de estrategias de gobierno del crimen implementadas en ciudades del norte global, bien porque estas eran trasladadas por centros —o sujetos— de difusión de pensamiento o por la directa incidencia de algunas instituciones foráneas que, además, resultaban comunes a otras ciudades latinoamericanas11. Por otro lado, Bogotá comparte una experiencia común a otras ciudades latinoamericanas en cuanto a su preocupación por erigirse como ciudades globales12, lo cual implica prácticas compartidas que se extienden por todo el continente y otras latitudes en el marco del neoliberalismo13.

      Aunque la decisión sobre la realización del estudio de caso de Bogotá parecía sencilla, este era solo el primer paso en la elaboración del marco teórico y metodológico apropiado para leer el gobierno del crimen en la ciudad. Esto último resultó mucho más complicado, no solo por mi falta de experiencia en la realización de este tipo de investigaciones, sino porque cada texto, cada enfoque y cada autor que leía me abrían nuevas perspectivas de análisis que no conseguía agrupar de manera adecuada. Ante esta situación, opté por un análisis multiescalar de la gobernanza, que implicaba partir de un estudio espacial de los poderes utilizados para gobernar Bogotá y las diferentes interacciones entre estos, lo que llevó a examinar la manera en que las escalas de gobierno transnacional, nacional y local —y las microescalas de gobierno que se constituyen en los microespacios contenidos en Bogotá— moldeaban una forma específica de gestionar la criminalidad en la ciudad. La falta de capacidad para explicar este modelo analítico en pocas palabras, y la ausencia de textos académicos en materia de gobierno del crimen que explicaran un modelo similar, fueron centrales en la construcción del capítulo I. En este, apoyándome en textos que analizan la gobernanza en otros campos de una manera similar a la que se utiliza en la literatura para estudiar el crimen, detallo la perspectiva con la cual se ha realizado la investigación —en caso de que ya exista alguna familiaridad con las ideas de gobierno y con los análisis multiescalares y sus implicaciones, propongo al lector saltar directamente a los capítulos siguientes—.

      A partir de las herramientas teóricas y metodológicas ofrecidas se muestra cómo el gobierno del crimen ha venido mutando desde los años ochenta del siglo pasado y cómo, a partir de mediados de los años noventa, dicho cambio se ha acelerado vertiginosamente hasta constituir las técnicas contemporáneas usadas en ciudades como Bogotá. En el caso colombiano —algo que creo se replica en varios contextos latinoamericanos— este cambio ha sido alimentado por el proyecto neoliberal que tuvo lugar después del Consenso de Washington —el cual se ha manifestado de diversas formas, que van desde la gentrificación hasta la ejecución de proyectos de reforma institucional, pasando por el refuerzo de la protección a la propiedad privada, el fortalecimiento de las asociaciones privadas y la difusión de ciertas formas de conocimiento y gobierno—, la expansión de la demografía urbana, la larga historia de conflicto armado —la cual tiene implicaciones similares a la experiencia de dictadura y posdictadura de otros país del cono sur—, la descentralización de las funciones estatales y el crecimiento de los poderes locales, la creciente importancia de la ciudad como escenario prototípico de la vida contemporánea y la expansión del uso de la prisión.

      Lo anterior ha permitido que viejas instituciones y técnicas de gobierno del crimen sean reinventadas —y legitimadas— a través de nuevos discursos y, a su vez, nuevas instituciones y técnicas de gobierno del crimen hayan aparecido en la vida cotidiana de los habitantes. Por un lado, lo que podrían denominarse como las “viejas costumbres” usadas para gobernar el delito, ligadas principalmente con la fuerza, la represión y el uso de la justicia penal, se fortalecerían a través del incremento de las detenciones por la comisión de crímenes, lo que contribuiría a la rápida expansión de la población sometida al aparato carcelario —y, en general, de la ejecución de las penas y medidas de aseguramiento—. Esta expansión del aparato penal ha implicado, sin duda, el retroceso no solo de los derechos constitucionales de los perseguidos por la justicia, sino que ha

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