Derechos de la vida privada. Trilce Valdivia
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2. DESARROLLO HISTÓRICO DE LAS DIFERENTES FACETAS DEL DERECHO A LA PRIVACIDAD
La protección jurídica de la esfera privada también ha experimentado una evolución a lo largo de los años y, ciertamente, al igual que la distinción entre el ámbito público y el privado de la vida de los ciudadanos, no ha tenido siempre una idéntica configuración. Lo veremos muy brevemente.
Si bien en la Grecia Clásica no se encuentra propiamente una protección jurídica de esta esfera, en Roma encontramos, por ejemplo, una protección específica del domicilio y de la correspondencia (Ruiz Miguel, 1995, p. 49). Así también, podría considerarse un hito de la protección de la vida privada, el Edicto de Milán del año 313, por el que los Emperadores Constantino y Licinio declararon la libertad de la Iglesia cristiana para ejercer su religión al igual que los otros credos del Imperio (p. 50).
Ruiz Miguel afirma también que durante la Edad Media quizá la protección de la inviolabilidad del domicilio haya sido la vertiente de la vida privada con mayor desarrollo, específicamente a través de la doctrina de la tranquilitas doméstica (p. 54). Del mismo modo, habrían merecido cierta protección tanto el honor como la fama personal, por ejemplo.
También es importante mencionar que, durante la Edad Media, incluso en propuestas de regímenes políticos con una fuerte visión sacra de la autoridad como la de Tomás de Aquino, resuena la idea de tolerancia, hoy tan cercana a nuestros oídos. Como señala George (2002, p. 44), el Aquinate se mostró proclive a tolerar los ritos de la religión judía (los que consideraba, en cierta medida, valiosos, por prefigurar la verdad completa de la religión cristiana) y también los de otras religiones que no consideraba valiosos en sí mismos; y lo hizo con el fin de evitar en el futuro lo que, a su juicio, serían males mayores al interior de la comunidad política, tales como el rechazo precisamente a la religión cristiana.
Dicho de otro modo: la pretensión por parte de la autoridad de impedir que los ciudadanos hagan el mal podría ocasionar en el futuro que se impida a los mismos optar por el bien. Tomás de Aquino se opuso también a la imposición de un bautismo cristiano obligatorio sin el consentimiento de los padres del menor, esto último por atentar contra lo justo natural. Eso sí, se mostró contrario a la tolerancia de actos heréticos o apóstatas. Por otro lado, incluso defendiendo la tesis de que el bien común al interior de la comunidad política implica el logro de la salvación eterna de sus ciudadanos, el Aquinate observaba con acierto que los legisladores prudentes debían adecuar sus leyes (principalmente en el ámbito penal) al carácter de su pueblo, así como al talante moral de su sociedad, lo que implicaba tolerar ciertos vicios y males morales (George, 2002, p. 41).
Habermas (2003), por su parte, destaca que entre los siglos XVI y XVII, se emitieron los llamados “edictos de tolerancia” que obligaron a los oficiales del Estado y a la población a ser, precisamente, tolerantes en su comportamiento para con las minorías religiosas luteranas y hugonotas. No obstante, dichos edictos habrían dejado de obedecer a una justificación meramente pragmática, para sostenerse principalmente en argumentos morales, vinculados a la protección de los derechos a la libertad de conciencia, pensamiento y expresión (p. 4), los que, como señalamos anteriormente, se vinculan a la protección de la esfera privada.
Doctrinas liberales como la de John Stuart Mill exponen con detalle este nuevo paradigma. En el ámbito privado, los ciudadanos “eligen aquellos elementos que consideran fundamentales para la «buena vida», siguen los principios religiosos que consideran más adecuados y tienen las opiniones que quieren, y el Estado no debe intervenir en estos asuntos de la vida privada” (Sabater Fernández, 2015, p. 133). Así, para Mill, el Estado solo podría intervenir cuando las acciones de los individuos representan un peligro para terceros, no obstante, no debería establecer legislaciones generales sobre el ámbito privado.
El Bill of Rights de la Constitución de los Estados Unidos de América es de los primeros instrumentos en reconocer una garantía específica vinculada a la protección de ciertos espacios y documentos privados. Así, la conocida enmienda IV señala:
No se infringirá el derecho del pueblo a que sus personas, domicilios, papeles y efectos estén protegidos contra los registros y las incautaciones irrazonables, y no se expedirán a ese fin órdenes que no se justifiquen por un motivo verosímil, que estén corroboradas por juramento o afirmación, y en las que se describa específicamente el lugar que deba registrarse y las personas o los objetos que han de aprehenderse.
Esta consagración expresa obedecería a algunas nociones ya reconocidas en el Derecho Colonial que responden al clásico aforismo inglés “a man’s house as his castle”. Saldaña (2012, p. 205) explica que el vínculo entre esta enmienda y la protección de la privacidad se encuentra por primera vez en el texto A treatise on the Constitutional Limitations which Rest upon the Legislative Power of the States of the American Union, del juez Thomas M. Cooley, para quien las garantías de la tercera, cuarta y quinta enmienda “constituyen vehículos de protección de la privacidad individual”. Más adelante, este mismo autor acuñaría la expresión “the right to be left alone” en su libro Treatise on the Law of Torts, donde destacó que “el derecho de la persona a protegerse frente a invasiones de la privacidad alcanza tanto frente a la intromisión ilegal de los agentes del gobierno como frente a la curiosidad lasciva del público en general” (p. 206).
Durante el último tercio del siglo XIX, la proliferación de los medios de prensa, así como los avances de la fotografía y de los mecanismos para reproducir imágenes, llevarían a la prensa de corte sensacionalista a publicar diversos aspectos de la vida privada de los socialités norteamericanos de la época. Precisamente frente a este fenómeno, Warren y Brandeis (1890/1995, p. 47), en su artículo The right to privacy, proponen un mecanismo de protección legal, en sus palabras: “un principio que pueda ser invocado para amparar la intimidad del individuo frente a la invasión de una prensa demasiado pujante, del fotógrafo, o del poseedor de cualquier otro moderno aparato de grabación o reproducción de imágenes o sonidos” Este principio otorga a toda persona el poder de decisión sobre la comunicación de sus “pensamientos, sentimientos y emociones” (p. 31).
Según los citados autores, se trataría de un poder de decisión que se materializaría mediante una nueva acción legal de indemnización por daños “ocasionados frente a la recopilación y publicación de aspectos reservados de la vida personal”, distinta de la acción por difamación, que protegía a las personas frente a la divulgación de hechos falsos (pp. 70-71). Como podemos apreciar, el principal enfoque de Warren y Brandeis está en el reconocimiento de un poder jurídico para el control individual sobre la divulgación o no de la información personal.
La doctrina sería recogida en fallos posteriores de la Corte Suprema de los Estados Unidos. Así, por ejemplo, en la sentencia del caso Union Pacific Railway Co v. Botsford los jueces fallaron que en el marco de un proceso civil un juez no puede obligar a un ciudadano a someterse a un examen quirúrgico, pues cada ciudadano tiene derecho a la posesión y control de su propia persona frente a terceros (Saldaña, 2012, p. 219). Del mismo modo, diversas Cortes de Apelaciones y Cortes Supremas estatales fueron reconociendo el llamado derecho a la privacidad, principalmente en casos que involucraron el uso no autorizado de la imagen personal. Ante la variedad de casos que involucraban una tort por violación del right to privacy, William Prosser, en un intento de sistematización, clasificaría la violación a la intimidad en hasta en cuatro tipos: “intrusión en el aislamiento y soledad de la víctima o de sus asuntos; revelación pública de hechos embarazosos; publicidad que presenta una imagen falsa de la víctima y apropiación lucrativa del nombre o la apariencia del afectado” (Corral Talciani, 2000, p. 56).
La Corte Suprema de los Estados