Episodios Nacionales: Zumalacárregui. Benito Pérez Galdós

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Episodios Nacionales: Zumalacárregui - Benito Pérez Galdós

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matar».

      – Sí; pero distingamos: salen dos grupos de hombres, uno que defiende la verdad y la justicia, otro que patrocina el error y el pecado. Cruzan las espadas. Dios ha dicho: «No matéis»; pero…

      – ¿Pero qué?

      – Digo que es forzoso impedir, como se pueda, que el mal impere sobre la tierra.

      – Y esto sólo se consigue matando.

      – Justo.

      – Luego las guerras pueden tener su lado humano y su lado divino, y hay o puede haber ejército de Dios y del diablo.

      – ¿Qué duda tiene?

      – Bueno: pues admitido que Dios autoriza el matar, surge nueva duda en mí, que me confunde y anonada. Se me ocurre que el exequatur de Dios, o sea su permiso para que nos matemos, se concreta exclusivamente a los actos de agresión que constituyen el combatir propiamente dicho. En la lucha, muy santo y muy bueno que haya muertes, pues de otro modo no habría lucha, ni victoria del bien sobre el mal. Lo que no me ha entrado todavía en la cabeza es que Dios consienta el matar frío y carnicero, como sacrificio de reses, por las llamadas leyes de guerra, bien con el fin de asegurar la disciplina, bien con el de aterrorizar al enemigo, y quitarle auxiliares o medios de comunicación. ¿Me explico?

      – La guerra no puede ser eficaz de otra manera, amigo mío. Si no admitimos el eclipse total de la benignidad y compasión por motivos de disciplina, o de organismo militar, no hay victoria posible, y el matar, que es un mal, sería interminable, y la paz, el supremo bien, no se restablecería nunca. Las crueldades que vemos un día y otro son actos de política, absolutamente necesarios.

      – ¿Y hay política de Dios, como hay guerra de Dios?

      – ¡Oh!, seguramente.

      – Y admitido que, para resolver el tremendo litigio entre la verdad y el error, no hay más remedio que armar soldados y efectuar con ellos todo lo que manda el arte de la guerra, hemos de admitir necesariamente los duros castigos, las represalias, etc., etc.

      – Luego ¿todo el organismo bélico, con la matanza del enemigo, el burlarle con engaños, la continua destrucción de vidas y haciendas, el castigo de inocentes conforme a la política militar, la guerra, en fin, puede ser y es en algunos casos de Dios?

      – Así lo creo, y en conciencia lo afirmo.

      – Muy bien: opinión tan resuelta me tranquiliza sobre el punto capital; pero aún andan rondándome el espíritu ciertas dudas. Vamos a ver. Yo pregunto: ¿este ejército que defiende la causa de Carlos V contra la causa de la hija de Fernando VII, podemos y debemos considerarlo como verdadera milicia cristiana? Me parece bastante dar este nombre a lo que antes llamábamos ejército de Dios.

      – Hombre, no sé cómo abriga usted tales dudas. Supongo que habrá estudiado el caso histórico. Un sacerdote no debe tener escrúpulos en lo tocante a los derechos augustos de la legitimidad, ni vacilar tampoco en la creencia de que D. Carlos es la religión, la virtud, la moral, el bien de los pueblos.

      – Contra el mal, contra la impiedad y el libertinaje: estamos conformes. Por consiguiente, si ésta es milicia cristiana, la otra es milicia impía, verdadero ejército del demonio o de todos los demonios. ¡Si no lo pongo en duda!… Quería yo que usted confirmase esta opinión con su autoridad. Yo dudé, tenía mis escrúpulos: deseaba que el dictamen de un hombre de estudio los disipara. Ya no dudo, ya sé a qué atenerme: puedo manifestarle sin rebozo ese estado singularísimo de mi espíritu de que antes le hablé».

      Apenas llegaban a las primeras casas de Carcastillo, vieron movimiento de tropas. No tardaron en informarse de que pronto saldrían el ejército y el Cuartel Real en dirección a Sangüesa, por lo que se dieron prisa a entrar en su alojamiento y a disponer la marcha.

      VIII

      No sin dificultad pudo Ibarburu conseguir un mulo y una yegua, y caballeros los dos fueron juntos y en agradable conversación por todo el camino; mas Fago no tocó el tema que había quedado pendiente, pues tales cosas, según dijo, no eran para tratadas a la ligera, galopando entre el bullicio de la tropa en marcha. En Sangüesa fueron alojados, juntamente con el brigadier La Torre y el auditor Lázaro, en una de las mejores casas de la población, y por la noche, después de cenar en buena compañía, con señoras y todo (a las cuales La Torre, hombre de refinado trato social, entretuvo con donaires del mejor gusto), se les destinó una alcoba con tres camas para ellos dos y el auditor, no siendo posible mejor acomodo, porque la ciudad le venía muy chica a ejército tan grande. Decididos a esperar el sueño de su compañero de cuarto para charlar a gusto, tuvieron la suerte de que el Sr. Lázaro, apenas puso la cabeza en la almohada, rompiera en ronquidos profundos. Al son de esta música, que más era molestia que estorbo, hizo Fago a su amigo la confesión siguiente:

      «Ha de saber usted que desde que ando entre soldados, mejor dicho, desde que vi al General Zumalacárregui, se me ha metido en el alma un ardentísimo deseo de tomar las armas.

      – ¡Hola, hola!…

      – De lo que he luchado en mi conciencia para combatir este sentimiento guerrero, que me parecía inspiración del demonio, no puede usted tener idea. Porque lo que siento, créame usted, es una furia, un frenesí impulsivo, y al propio tiempo un profundo desprecio de la vida de mis semejantes, sobre todo si son del bando o facción contraria a nuestras ideas. Y como conceptúo que este sentimiento se da de trompicones con la mansedumbre, cualidad primera del sacerdote, de aquí mi confusión, mi terror más bien, viendo perdida en un instante la serenidad conquistada por mi pobre alma en tres años de oración y quietud, de comercio intelectual y moral con varones sapientísimos y virtuosos… Yo había conseguido la paz de mi alma, y ahora me siento, ¡ay de mí!, abrasado en loca ambición, ansioso de que mi nombre suene en todos los oídos, ávido de imponer mi voluntad, y de satisfacer un diabólico prurito de acción; de acción, señor Ibarburu, que me abrasa las entrañas y enciende llamaradas en mi cerebro. ¿Qué es esto? ¿Es que el demonio me vuelve a coger entre sus garras?

      – Poco a poco, amigo mío; no se exalte usted, y estudiemos el asunto – dijo Ibarburu un tanto inquieto. – Bien podría ser que eso no fuese cosa del demonio.

      – Pues de Dios no es… ¡oh!, de Dios no – exclamó Fago levantándose para estirar su cuerpo entumecido.

      – No podemos afirmarlo tan pronto.

      – ¿Cree usted que es de Dios?

      – No sé… Examinémoslo… Puede ser de Dios… ¿Por qué teme que no lo sea? ¿Por la Orden sagrada que le obliga…?

      – A la modestia, a la pasividad, a la obediencia, a la humildad, a la vida oscura, al amor de los semejantes, sin distinción alguna.

      – Distingamos, amigo Fago.

      – No, no distingo. Si soy guerrero, si Dios lo quiere así, no puedo ser sacerdote, no quiere Dios que lo sea, me autoriza para dejar de serlo… Resultará que me equivoqué, amigo Ibarburu; que una falsa vocación, producida por debilidad mental, por pesadumbres, por cansancio, no sé por qué, extravió mi espíritu. Lo diré más claro: yo sospecho ahora que todo esto, como cosa postiza y mal pegada, se descompone, dejando al descubierto el antiguo ser: el hombre pendenciero, el bravo, el que jamás conoció el miedo… Porque ha de saber usted, y no lo digo por alabarme, que no había nadie capaz de medirse en arrogancia con José Fago.

      – ¿Fue usted militar?

      – No,

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