Episodios Nacionales: Zumalacárregui. Benito Pérez Galdós
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Читать онлайн книгу Episodios Nacionales: Zumalacárregui - Benito Pérez Galdós страница 7
El General se había vuelto a su alojamiento; el que mandaba la tropa al pie de la torre ordenó que no se hiciese daño a las pobres urbanas, y las familias de éstas, con la timidez natural de quien se siente minoría en el pueblo y se halla bajo la presión moral de masas irritadas y vencedoras, las auxiliaban con ropas y alimentos.
Mandaron despejar, y las urbanas y sus hijos retiráronse en compañía de algunos vecinos notados de cristinismo; las unas, absolutamente decaídas de espíritu, lloraban sin consuelo; las otras, bravas e iracundas, enronquecían de tanto gritar contra la facción y su insolente General, y todas creían perdidos a los bravos defensores de la torre si no se entregaban pronto y sin condiciones. Compadecido de aquellas infelices, Fago las siguió al través de las tortuosas calles, hasta que acamparon en los últimos corrales del pueblo, o en medio de las eras, temerosas siempre de ser atropelladas. Pero no querían ausentarse de Villafranca sin conocer la suerte de sus infelices maridos, hermanos o lo que fuesen, que sobre esto había dudas. Tratando Fago de inquirir con buenos modos el verdadero parentesco de las azotadas heroínas con los héroes de la torre, entabló coloquio con la llamada Saloma, cuyas facciones no se hartaba de examinar para cerciorarse de su desemejanza con las de la extraviada hija de Ulibarri, y ella, que desde los primeros momentos dio a conocer su desahogada condición, no tardó en franquearse con él en esta forma: «Yo, señor, no soy mujer de naide, aunque no es por culpa mía, que bien quise y bien quisieron mis padres darme marido por la Iglesia santísima. Huérfana quedé a los veinte años, y me engañó, ya digo, un tal Sedaliz, que en la faición está, malos truenos le confundan, y era alpargatero en mi pueblo, que llaman Borja, para servir a usted.
– Lo conozco – dijo Fago, – y sé que sus habitantes no son los menos brutos ni los menos nobles de Aragón.
– Dispénseme, señor: usted es de iglesia.
– Efectivamente: soy sacerdote.
– Se le conoce en lo aflegidico… Los hay de dos clases: los aflegidicos, que son los buenos, y los de pelo en pecho, que mataban franceses en la otra guerra, y ahora salen contra los pobres cuscos… Pues, señor, si quiere que le diga lo que hay tocante a mí, lo primero, ya digo, es que después que me plantó Sedaliz en metad de la calle, dejándome con lo puesto, me amparó uno que le llamaban Comecome, de junto a la Huecha; mas como era casado, le dejé, ya digo, porque a honradez podrán ganarme, pero a conciencia no… y me fui a Zaragoza, donde hablé con un chicarrón de infantería de la Guardia Real, ya sabe, los primeros que vinieron hace dos años a sofocar la faición, lo cual que no la sofocaron. Era el tal de junto a Tarazona, bueno como el pan; pero muy cuitadico, en fin, de los que no encuentran agua en el Ebro. Con su casaca abrochadica, el correaje en cruz, y la gorra de pelo con la chapa, estaba como un sol. A los de la Guardia se les llamó entonces guiris porque llevaban tres letras, G. R. I., en la gorra y en la cartuchera, y guiris se les llama todavía. Pues, ya digo, aquel y yo contábamos casamos cuando acabara el servicio… era un pedazo de animal como los ángeles… Pasó el Cuerpo a Logroño, y yo detrás del Cuerpo… Mandaba el General Lorenzo… Siguió el Cuerpo a Navarra al mando del General Rodil… yo no podía menos de ir detrás del Cuerpo, donde tenía mi alma… ¡Ay!, ya digo, se me parte el corazón cuando lo cuento. En la faición de Artaza me le mataron… ¡Pobre maño, rico mío! Le vi cadáver, arrimado a una peña, que parecía dormidico… Estuve mala de la desazón y me acogieron unos vecinos de Abarzuza. No le puedo contar, porque es cosa larga, cómo vine a parar a Funes, orilla de este pueblo, donde hice conocimiento con Pascual Muruve, por mote Mediagorra, que es uno de los urbanos de más calzones que tiene usted en la torre, y allí se batirá hasta dar las boqueadas, porque, ya digo, es muy entero, y él sabe que por ser tan bravo hablo con él, que si no no hablaba».
A este punto llegaba la moza de su relación, cuando oyeron gran tiroteo y vieron aumentada la humareda que envolvía la iglesia.
«Padrico del alma – dijo una de las más afligidas, llamada Claudia, que era mujer legítima de un urbano, – lléguese a ver qué pasa…
– Por lo visto – replicó Fago, – se han roto las hostilidades, y creo que los señores cívicos lo pasarán mal.
– Son tercos, y morirán antes de rendirse – observó otra llorando, pero sin perder la entereza. —
– Mosén, vea lo que hay, y venga después a contárnoslo – indicó una tercera. – Si les dan cuartel, deberían rendirse, que harto han hecho ya por la bandera urbana y por la Reina chiquitita. ¡Ay, Dios mío, qué será de ellos!
– Que Dios les dé fortaleza; que no se entreguen.
– Que vivan, aunque tengan que entregarse.
– No, no… rendirse no. Cada uno mira por la honrilla… ¡Que viva el Cuerpo!
– Eso, eso… lo primerico el Cuerpo.
– Que es el alma, como quien dice, el amor propio de uno… de una también, porque lo que aquí sobra es patriotismo».
Pronto se enteró Fago de lo que ocurría, que era lo más sencillo, lo más conforme a la marcha natural de los acontecimientos. Salvadas las mujeres, se rompieron de nuevo las hostilidades con recrudecimiento de fiereza por una parte y otra. Hacia el mediodía preguntaron los urbanos si daban cuartel, y como les respondieran que no, siguieron apurando su defensa con la débil esperanza de que por cansancio levantasen los facciosos el sitio y se largaran a expugnar otro pueblo. Pero lo que hicieron fue atizar más el fuego de la iglesia, y abrir una comunicación directa de ésta con la torre, para que el humo envolviera completamente a los sitiados. La tarde fue para éstos angustiosa: el humo les ahogaba, y recalentada toda la fábrica, sentían que se les quemaban las plantas de los pies. Al anochecer lograron los facciosos arrojar materia combustible en la parte baja de la torre. La mitad de los urbanos o habían muerto o estaban fuera de combate; los restantes aún hacían fuego desesperados, al amparo de las campanas, y de tiempo en tiempo gritaban: «Cuartel, cuartel»; pero de abajo respondían: «Discreción, y pronto, pronto».
Con estas noticias, que Fago llevaba a la tribu de urbanas acampadas en las eras y corralizas del pueblo, las pobres mujeres no hacían más que llorar y lamentar su suerte. Esposas eran algunas, hermanas otras, arrimadas las menos: todas amaban en diferentes estilos. Tan pronto rezaban invocando a la Virgen y a los santos con fervor sincero, como arrojaban de sus bocas horrendas maldiciones contra la facción, contra su General, su Rey, y el demonio que los trajo al mundo. La gallarda Saloma decía: «¡Que no se rindan, contro!… Tú no te rindes, Mediagorra; ¿verdad que no te rindes, maño mío?»
VI
A media noche, los urbanos que aún vivían, no pudiendo resistir más el calor que les abrasaba, medio locos de furia, de hambre y de sed, dejaron de hacer fuego. Lentamente descendieron por las escalas, tiznados, los ojos enrojecidos, manos y pies como carbón. Al llegar al suelo apenas podían tenerse en pie. «Vamos, hombres – les dijeron, – por zoquetes os pasa esto. Ved aquí lo que habéis adelantado con vuestra terquedad.
– Que… ¡re-contra! ¿Nos van a fusilar? – preguntó el más significado de ellos.
– Naturalmente – replicó el capitán, con toda la naturalidad del mundo en la entonación de la palabra – . Pues ¿qué queríais?… Vaya, que os traigan un trago de vino.
– Chiquio – dijo uno, que era de Borja, – nos mandan al pocico.
– Qué… ¿te pena?
– Miá que yo…».
Aterrado se alejó Fago, y no sabía cómo dar la tremenda noticia