Episodios Nacionales: Zumalacárregui. Benito Pérez Galdós

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Episodios Nacionales: Zumalacárregui - Benito Pérez Galdós

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que está arguelladico».

      Apareciose de improviso el capellán Ibarburu, furioso contra los chicos, a los que amenazaba con su bastón, diciéndoles: «Animales, os estoy buscando hace una hora. ¿En dónde tenéis el carro?

      – Allí está, señor. Monte cuando guste».

      Reparó Ibarburu en el bulto del capellán, y al pronto no le reconoció por estar encorvado, calladico y pasado de frío, hambre y tristeza.

      «Sí, sí – respondió tímidamente: – soy José Fago.

      – Véngase conmigo, y por el camino comeremos un bocadito».

      Al coger del brazo a su colega, Ibarburu reparó en Saloma. «¿Qué pájara es ésta?» – preguntó a los chicos. Y como respondiesen que era la de Mediagorra, el capellán echó mano al bolsillo, y sacando una peseta se la dio a la baturra con estas compasivas palabras: «Toma, hija, y vete con Dios… ¡Pobre Pascual! Mañana le aplicaré la misa».

      Sin oír lo que Saloma agradecida le contestaba, dirigiose al vehículo, donde ya un chico de tropa le había puesto las alforjas y la maleta. Fago le siguió silencioso. La baturra se despidió airosamente de sus paisanos con breves palabras despreciativas:

      «¡Arre, asolutos!»

      VII

      «Vamos a Caparroso – dijo Ibarburu al ponerse en marcha la galera: – buen pueblo, totalmente adicto a la causa. El Cuartel Real ya está allá, y seguirá mañana hacia Carcastillo… Qué, ¿se duerme usted, Sr. de Fago?» Por un rato intentó éste sobreponer su cortesía a su cansancio, sosteniendo con monosílabos la verbosidad del hablador Ibarburu; pero tanto pudo al fin el desmayo de su cuerpo y de su espíritu, que se durmió profundamente, obligando al otro a hacer lo mismo. El horrible zarandeo del carro por tan ásperos caminos no quebrantaba el profundo reposo de aquellos cuerpos, endurecidos ya en las continuas molestias y trabajos de la guerra. Diéronles en Caparroso alojamiento comodísimo en una casa de labradores, a la entrada del pueblo; y bien instalados en la cocina, que era la mejor pieza, ante un fuego de sarmientos, que chisporroteaban con alegre sonido, pasaron una mañana agradabilísima, y repararon uno y otro sus estómagos, que bien lo necesitaban, sobre todo el del aragonés por causa de los prolongados ayunos que agravaban sus hondas tristezas. Pero aquel día, animado por el ejemplo de su colega, que quería vivir a todo trance, comió con tanta gana, que entre los dos despacharon medio cordero, asado a su vista, echándole encima porción cumplida de vino del país, fresco y confortante. Al fin del almuerzo parecía Fago otro hombre, y hasta se volvió comunicativo, arrancándose a contar a Ibarburu diferentes hechos de su vida que a nadie había querido contar.

      Siguieron la misma tarde de aquel día para Carcastillo, donde, de noche ya, les deparó la Providencia otra cocina con buena lumbre de sarmientos, el cazuelo de sopas, el cordero, el vinito y una gente obsequiosa y hospitalaria que se desvivía por agasajarles. Con los soldados que allí se alojaban, las mujeres de la casa y dos o tres viejas, rezaron el rosario, y echaron después un parrafito, todos con mucho sueño, acerca de la guerra y de las contingencias favorables que se barruntaban, asegurando Ibarburu que estaba al caer la presentación de muchos peces gordos del cristinismo, oficiales de artillería e ingenieros, y tal vez, tal vez más de cuatro Generales de los más calificados. Con esto empezaron a roncar los de tropa acomodándose en el suelo, entre mantas; las viejas siguieron rezando para que Dios hiciese bueno todo aquello que el capellán decía; y mientras los chiquillos apuraban el contenido de los platos, y los dos michos de la casa y el mastín afanaban lo que podían, los dos clérigos se fueron a la alcoba de los patrones, que obsequiosamente se les había cedido, y durmieron como príncipes.

      Al día siguiente pudo Fago reunirse con el señor Consejero de Castilla, D. Blas Arespacochaga, de quien era capellán, y le explicó las razones de haberse extraviado en el camino, quedándose en la retaguardia del ejército, sin maleta y sin caballo. Recobradas una y otro, tanto él como Ibarburu dieron betún a sus botas, rasparon hasta donde era posible las cascarrias de sus balandranes, se asearon un poco, y se fueron tan ternes al cercano Monasterio de bernardos de Oliva, con objeto de besar la mano a la Majestad de Carlos V, que allí tenía su alojamiento. En la Sala Capitular, rodeado de frailes, estaba el Rey, por cierto con menos ceremonia y tiesura de la que al absolutismo parecía corresponder, y a todos los que entraban y le hacían la reverencia les agraciaba con una sonrisita bonachona, en la cual era más fácil distinguir al pretendiente que al soberano. Hicieron los dos clérigos puntualmente todo lo que mandaba la etiqueta, mostrándose Ibarburu extremadamente flexible de espinazo; y después de reparar el estómago con bizcochitos y vasos de vino que en el refectorio ofrecían los bernardos, se volvieron a Carcastillo con descansado andar, charlando en tonos de la mayor confianza. En aquel paseo hizo Fago al otro clérigo confidencias tan interesantes, que es forzoso reproducirlas punto por punto.

      «Puesto que es irresistible en mí el anhelo de manifestar todo lo que siento y todo lo que discurro, ¿qué mejor ocasión que la presente, teniendo al lado al que como amigo y como sacerdote puede escucharme? Esto será confidencia amistosa, y al propio tiempo efusión de conciencia. Luego que usted sepa lo que anda por dentro de este desgraciado, podrá aconsejarme y dirigirme con buen criterio. Creo que no hay que repetir los antecedentes.

      – No: recuerdo muy bien lo que usted me contó en Caparroso, su vida licenciosa de seglar. Era usted un libertino; el demonio le tenía entre sus uñas, y no había pecado mortal que usted no cometiese… Perfectamente: el robo de Saloma, su desaparición… todo lo recuerdo bien. Después vino el arrepentimiento. Dios quiso recobrar el alma perdida… El demonio entregó su presa… Muy bien. Se hizo usted sacerdote, y el estudio y la oración fortificaron su alma, eliminando de ella hasta las últimas heces del pecado y los vicios… Perfectamente.

      – Y recordará usted también el suceso terrible de mi encuentro con Ulibarri…

      – Sí, sí… Mandáronle a usted auxiliar a un reo de muerte y… ¡conflicto extrañísimo y altamente patético! Dios le puso frente al hombre que había ofendido… ¡y en qué situación uno y otro! Reo él, usted confesor. ¡Sorprendente caso de conciencia! ¡Cómo se ve la mano de Dios!… Adelante. Comprendo la sacudida, la intensísima emoción que usted sufriría… Sin el favor del Cielo, habría usted perdido la razón, amigo mío.

      – Así lo creo. No me he vuelto loco por especial favor de Dios, que en aquella ocasión terrible, como en otras de mi vida, ha mirado por este siervo indigno.

      – Perfectamente. Cuénteme usted lo demás, pues lo que sigue al entierro del alcalde de Miranda me es desconocido.

      – Lo que ha seguido es simplemente un estado de conciencia y de pensamiento que me tiene en grandísima zozobra.

      – ¿Conciencia?… ¡Hola, hola!

      – Aguarde usted… Yo no había visto nunca de cerca la guerra. Me ha impresionado profundamente…

      – Inspirándole repulsión, tristeza, lástima de las innumerables víctimas…

      – No, señor; eso me ocurrió el primer día; después, no. Ante todo, quiero que me dé usted su opinión sobre un punto que creo elemental, y que desde anoche me sugiere angustiosas dudas. Yo pregunto: ¿Dios autoriza las guerras? ¿Dios puede tomar partido por uno de los combatientes, amparándole contra el otro, o abomina por igual de todos los que derraman sangre humana?

      – Amigo mío, Dios ha de mirar mejor a los que defienden sus derechos.

      – ¡Los derechos de Dios!, ¿qué es eso?

      – Hombre, la fe… Me parece que esto es claro. Quiero decir que entre dos que luchan, Dios

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