Transfusion. Enrique de Vedia
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Los tres amigos permanecieron callados un largo rato, en aparente observación del paisaje, pero, en realidad, absortos en pensamientos más o menos torcedores.
Melchor había advertido el cambio brusco producido en Ricardo, al mismo tiempo que observaba en Lorenzo uno de esos aplanamientos propios de su estado de ánimo y que tan hondamente lo preocupaban; en el espíritu de Ricardo, como en la naturaleza, las sombras se habían ennegrecido ante la luz, y la idea de aquel telegrama, de aquel mensaje de amor y de felicidad, irradiaba en su imaginación como un lampo de luz obnubilante.
Por su parte, Lorenzo pretendía meditar sobre su estado mental, luchando sin éxito con la incoherencia de sus ideas, en uno de esos curiosos estados de conciencia en que la voluntad parece desmayar a cada impulso y en que sólo se destaca nítido y claro el falso convencimiento de una enfermedad imaginaria.
Él quería pensar en las ulterioridades del viaje que realizaba, en la posibilidad de reaccionar sobre un estado enfermizo, que, en realidad, no existía; pero vagas visiones de la infancia se superponían confusamente en su imaginación y al considerarlas fijadas en su memoria, el recuerdo de sus íntimos surgía mezclado con extravagancias de carácter sociológico o con problemas de política internacional, para concluir pensando que todo su mal radicaba en el estómago, y que si pudiera respirar bien, la circulación se haría cumplidamente y su cerebro volvería a la plenitud de su perdida energía mental.
En estas situaciones Lorenzo arribaba al convencimiento de ser víctima de un mal incurable, a cuyo lento trabajo de destrucción debía asistir resignadamente «hasta que me llegue la hora de morir del todo», pensaba.
Bajo el imperio de esta obsesión había leído mucho y preguntado más, para confirmar el convencimiento de poseer en cada caso el cuadro sintomatológico de toda enfermedad, y era, entretanto, un organismo sano y preparado para vivir a base de una discreta metodización de las energías físicas e intelectuales, que había disipado con la incontinencia propia de la edad y del enorme caudal que poseía.
Melchor veía en el semblante de Lorenzo y en la vaguedad melancólica de su mirada, el reflejo de lo que pasaba por su espíritu; pero esta vez le atribulaba menos, porque el asentimiento obtenido de él para hacer el viaje que realizaban y permanecer en el campo algún tiempo, lo había considerado fundadamente como un gran paso hacia su curación, en la que estaba leal, sincera, hondamente interesado.
– ¿En qué piensas?– le preguntó, golpeándole afablemente con la palma de la mano en la rodilla.
– ¡Psh!… ¡En tantas cosas!…
– ¿En muchas?…
– En muchas…
– ¿Alegres?
– Si fuera como tú…
– ¡Qué modelito! ¿eh? pues imitarlo: ¡no vayas a creer que con las personas ocurre lo que con los sombreros de señora!… ¡no!
– Precisamente, Melchor; tú eres un modelo que todos estimamos en lo que vale; pero si yo pretendiera imitarte resultaría un mamarracho.
– ¡Modestia… ché… modestia! Los hombres podemos y debemos imitarnos. Yo podría ser igual a ti o a Ricardo, pero no me conviene… en cambio, ¿a ti te conviene ser como yo?… ¡pues me imitas!
– Eso equivale a poner un changador fornido frente a un ser enteco y decir a éste: ¡imítalo!… levanta los pesos que aquél…
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