Transfusion. Enrique de Vedia

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Transfusion - Enrique de Vedia

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no las recibí frecuentando a esas personas de que hablamos hace un momento y que sólo tramitan chismografía social, sino de buenas gentes que ignoran todo eso, pero que viven la vida intensamente. En la estancia van a conocer ustedes a Baldomero, el capataz, un tipo genuinamente criollo, que ha tenido sus contrastes y sus desgracias, pero que es amable y jovial en todos los casos y que al preguntarle una vez: «¿Cómo le va, Baldomero?…» me contestó así: «Aquí vamos, don Melchor, tragando amargo y escupiendo dulce.»

      – ¡Qué hermoso!– dijo Lorenzo.

      – ¡Admirable! ché: fíjate bien en toda la filosofía de esa fórmula tan sencilla puesta en boca de un hombre de campo que en medio de sus contrariedades comprende que debe ser amable con quienes no tienen la culpa de ellas y lo expresa así: «¡tragando amargo y escupiendo dulce!»

      – Es en bruto el concepto de Víctor Hugo… ¿te acuerdas?… en la «Oración por todos»…– dijo Lorenzo,– cuando al hablarle de la madre dice a su hija; más o menos, no me acuerdo bien: «que haciendo dos porciones de la vida, bebió el acíbar y te dio la miel».

      – ¡Eso es!… Con una diferencia para mí: que en un caso hay un verso de «Víctor Hugo»… y en el otro la expresión sincera de un hombre de corazón.

      – ¿Y qué tiene que ver todo eso con los señores maquinistas?– dijo Ricardo burlescamente.

      – ¡Que es frecuente encontrar en gente de baja condición social conceptos y formas que impresionan más que el mejor precepto editado por el más campanudo moralista!

      – También con una diferencia, Melchor.

      – ¿Cuál?

      – Que esos tipos dan, si acaso, un buen consejo cada cien años, mientras que en un buen texto de moral encuentras cien preceptos por página.

      – La razón está en que esos tratadistas son acopiadores de máximas que reeditan modernizándolas, mientras que nadie se ocupa en coleccionar las que a millares circulan entre nuestra gente de pueblo.

      – ¡A millares!…

      – Como suena, y si no, fíjate en la forma con que el maquinista que nos lleva contestó a mi saludo cuando le pregunté: «¿cómo le va, amigo?»… «Bien, por lo conforme»– me dijo.

      – ¡No veo motivo para maravillarse por eso!

      – ¡Cómo lo has de ver, Ricardo, si tú has demostrado mil veces que eres incapaz de conformarte con tu suerte y hasta has pensado en que tu vida debía concluir el día en que una tontuela casquivana te dijo que no le daba la gana de quererte. A eso conduce el desprecio por todo lo que no esté a la altura de nuestro nivel circunvecino; a eso conduce la fiel observancia de ideas que nos inculca la vanidad, la petulancia y el espejismo social, tras del que vamos como locos, fascinados por ideales quiméricos o absurdos, mientras la verdadera filosofía, la del pueblo, la del buen pueblo manso, trabajador y resignado, ¡es despreciada por su origen «bajo»! ¡ése es el resultado de los que prefieren el libro con lujosa encuademación!… por ahí se empieza o por ahí se acaba— lo que es peor,– porque suele marcar el último tramo de una verdadera perversión en las ideas que regulan nuestra manera de ser— y en oposición al criterio con que se le enseñó al maquinista a sentirse bien, «por lo conforme», se te ha taladrado los oídos con un grito ruin y perverso que me parece estar oyendo: «es necesario no conformarse con eso»: y así has vivido tú, y tú también, ¡y todos! torturándose en la estúpida ambición de ambiciones nuevas.

      – ¿Y acaso tú no las tienes?

      – ¡Si yo no creo que la fórmula definitiva de nuestra perfectibilidad consista en no tenerlas, sino en restringirlas sensatamente, hasta ponerlas dentro de los límites de nuestro destino o de nuestra capacidad, habituándonos a resignarse con esto! De lo contrario, surgen los delitos, y los más de los crímenes; de cada mil robos uno se hará por necesidad, los demás, ¡por ambiciones incontenibles!

      – ¡Qué buena marcha llevamos!

      – Ya ves, Lorenzo, con esta velocidad vamos doscientos o trescientos pasajeros, más o menos acaudalados… felices… de alta posición social… de gran porvenir muchos… en manos del maquinista, que actúa bajo una sola y tenaz preocupación: velar por nuestra vida. Un movimiento de despecho, de envidia ruin— si cupiera en su alma fuerte y sana,– bastaría para concluir con todos nosotros.

      – ¡Y con él!– interrumpió Ricardo.

      – A él le bastaría con bajarse y dejar a la máquina en libertad. Seguramente iríamos a darnos cuenta al otro mundo, si no se repetía el caso de un maquinista que en esta misma vía y sabiendo que se había escapado un tren de pasajeros, lo esperó subido al depósito de agua de la estación en que se encontraba, «con licencia», y al pasar el tren se arrojó al ténder, en el que por la violencia del choque se rompió las dos piernas y así, arrastrándose penosamente, llegó hasta la palanca de la máquina, paró al tren y salvó la vida de todos los pasajeros.

      – ¡Lo haría pensando en la recompensa!– dijo Ricardo.

      – ¡Vaya un elogio!… Lo hizo porque era maquinista de ferrocarril… ¡y nada más! Con ese criterio la acción más noble y generosa resulta despreciable y lo mismo podrías pensar de otro maquinista que, al entrar con un tren rápido entre las quintas de Flores, vio un pequeño bulto en la vía, que a la distancia le pareció un perro; pero cuando estuvo casi encima, a pocos metros, vio que era una criatura, y sin tiempo material para parar la máquina pasó en dos brincos hasta el miriñaque y al llegar a la niñita, la levantó en alto con una mano, salvándola de una muerte segura.

      – Ché, Lorenzo: ¿qué te parece la imaginación de Melchor?…

      – ¡Imaginación!… En los archivos de esta empresa están los antecedentes de estos dos casos y de muchos análogos. Si dudas, anda a preguntar.

      – ¡No me da tan fuerte!

      – Te lo aconsejo, porque dudas; no porque me importe que no creas, desde que es verdad.

      – ¡Es cuando fastidia más no ser creído!

      – ¡Estás equivocadísimo! El que se fastidia de que no le crean, es, generalmente, el que miente. El que dice la verdad no se encona con quien no le cree; cuando más, lo compadece…

* * *

      – Por lo que se ve, Chivilcoy debe ser una de las ciudades más importantes de la provincia— dijo Ricardo.

      – Así es— contestó Lorenzo,– y ha prosperado extraordinariamente.

      – ¿Qué población tiene?

      – Cerca de treinta mil habitantes.

      – ¿Tanto, eh?… Y Melchor, ¿dónde está?

      – Me dijo que ya venía… Aquí viene.

      – Fui a hacer un telegrama— dijo Melchor, respondiendo a Ricardo.

      – ¿Un telegrama?… ¿a quién?

      – Menos averigua Dios, y perdona… ¿Subamos?

      Instalados en sus asientos y de nuevo en marcha, Ricardo no pudo reprimir su curiosidad e insistió en su pregunta:

      – Y al fin, ¿a quién telegrafiaste?

      – ¡Qué

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