Transfusion. Enrique de Vedia
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– ¿Que Buenos Aires se parece al mar?
– ¡Ya lo creo! Como el mar es inmenso, como el mar tiene tempestades, borrascas, abismos y movimientos arrolladores y hasta en sus grandes calmas se parece.
– ¿Y por eso no te gusta?
– Me gusta como el mar: para bañarme; pero no para quedarme en él; me gusta Buenos Aires para pasar breves temporadas; ¡pero me sofoca la vida entre más de un millón de personas que se agitan, hablan, se mueven, atropellan, contagian, pegan, muerden!
– ¡¡Luján!!– gritó en el andén la misma formidable voz de los «booletos».
– ¿Tendremos tiempo de bajar?– preguntó Lorenzo.
– Algunos minutos— repuso Melchor;– bajemos.
– ¡Cuánta gente baja aquí!– dijo Ricardo al pisar el andén.
– Son peregrinos en su mayor parte, devotos de la Virgen de Luján.
– ¡Pero cuántos! Fíjate… ¡Siguen bajando!
– Esto es muy frecuente; vienen no sólo de Buenos Aires, sino hasta del exterior.
– ¡Qué cosa bárbara!– exclamó Ricardo, agregando:– ¿Y todos éstos creerán?
– Si no creyeran— le contestó Melchor,– no vendrían a traer sus ofrendas y sus preces.
– Eso… no…– replicó Ricardo, como distraídamente.– ¿Vamos a ver?
– ¿A ver qué?
– A ver qué hacen… cómo se forman… adónde van…
– No hacen nada; no se forman, porque no vienen regimentados, y van, probablemente, a la basílica, cada uno por su cuenta o en grupos.
– ¿Van caminando?…
– ¿Y cómo quieres que vayan?
– Yo creía que irían hincados— dijo burlonamente Ricardo.
– Quizá no falten quienes vayan así, por alguna promesa o por fanatismo.
– Subamos, ché, que va a ser la hora.
De nuevo en sus asientos, Ricardo reanudó el tema, diciendo:
– Deben ser felices los que creen, ¿eh?
– Si la felicidad está en creer— repuso Melchor,– todos deben ser felices.
– Todos los que creen.
– ¿Y tú crees que haya excepciones?
– ¡Cómo no ha de haberlas! y de primera fuerza: pregúntaselo a Voltaire.
– ¿A Voltaire? ¡Qué mal ejemplo has presentado!…
¿Por qué?– repuso Ricardo, turbado visiblemente, pero dando a su voz una inflexión destinada a disimular la contrariedad de haber citado por oídas, ya que nunca había leído ni una línea del famoso escritor francés.
– Porque cuando Voltaire tuvo viruelas llamó al confesor.
– No lo recuerdo…
– Sí; lo llamó, y no debía ser tan descreído cuando ante la idea de morir quiso ponerse bien con Dios.
– ¿Es cierto eso, Melchor?– preguntó Lorenzo.
– Rigurosamente cierto: Voltaire hizo lo que todos; lo que aquel filósofo positivista que al terminar una conferencia negando la existencia del alma, anunció la próxima, diciendo a su auditorio: «el sábado, si Dios quiere, demostraré que no hay Dios».
– Por lo visto, eres todo un creyente— dijo Ricardo.
– Yo sí, ché; ¿para qué negarlo?
– Desde luego; creer y negar que se cree, debe ser cuando menos fatigoso…
– ¡Y es… tan común!
– ¿Lo dices por mí?
– ¡Hombre!… tú me has dicho recién cosas peores.
– Que has querido considerarlas así y tomar ahora una revancha sangrienta.
– ¡Sangrienta!…
– Pues es nada: me dices mentiroso, hipócrita… casi apóstata.
– ¡Apóstata!… ¡qué gracioso!
– Advierte que el ateísmo y el panteísmo se dan la mano y que si me supones renegando de «mi» religión, me colocas en plena apostasía.
– ¡Es ir lejos!
– Tú me llevas…
– ¡Qué he de llevarte!… ¡Acaso explicablemente no he hablado nunca de religión contigo y al tocar incidentalmente el tema he creído ver confirmadas las mismas sospechas que me retrajeron antes, si alguna vez pensé hablarte de estas cosas.
– ¿Puedo saber de qué índole son esas «sospechas», señor médico?…
– ¡Qué tema tan aburrido!– interrumpió Lorenzo.
– ¿Aburrido?… ¿por parte de quién? ¿de Ricardo?… ¿o de mí?
– No he dicho que ustedes hagan aburrido el tema, sino que lo es en sí mismo.
– ¿Por qué?
– Porque hablarán todo el día y todo el mes sin arribar a nada.
– ¡Quién sabe!…
– Sí, ché… Lorenzo tiene razón; entre un materialista y un espiritualista como tú…
– O como tú…
– ¿Cómo yo?
– ¡Como tú y como todos! Yo sé que «viste mucho» eso de darse a filosofías spencerianas y diferir con los pobres de espíritu que creemos en Dios y sostener que descendemos del mono— aunque no sepamos de dónde desciende el mono,– y aunque se acabe por llamar al confesor en cuanto aparecen viruelas.
– Será así; yo me quedo con mis ideas evolucionistas.
– ¡Pero tu evolucionismo necesita un punto de partida, una base de evolución, un átomo de vida!
– Perfectamente.
– ¡Y bien: ahí, ahí está Dios!
– ¿Tan chiquito es Dios?
– Tan chiquito para caber en el átomo como grande para llenar el Universo.
– ¿También