Transfusion. Enrique de Vedia

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Transfusion - Enrique de Vedia

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como temerosa de que la sorprenda el lechero, el vigilante, el repartidor de pan o el mucamo de enfrente…

      Desde cualquier sitio en que se mire a la distancia, vese la atmósfera de la ciudad densa y cargada, y sólo el punto en que el observador se coloca parece limpio y diáfano, ofreciéndose en el explicable fenómeno de sobresaturación atmosférica el más vivo remedo del que los más padecen al considerarse a sí mismos en el centro de la verdad luminosa, mientras ven o creen ver a los demás obnubilados por las sombras del desacierto.

      Ilusión de óptica en los dos casos, en que el vaho de la noche o del error nos envuelve…

      El sonrosado de la aurora se diluye gradualmente en la celeste diafanidad cenital, como si aquella coloración rojiza del primer instante hubiera sido absorbida por el mismo sol, de tal modo a su paso el rojo de su propia irradiación se desvanece y el contorno de la inextinguible hoguera se destaca nítido en la eucarística limpidez del cielo.

      Es la hora de las grandes honestidades…

      El que pasa la noche bajo las supremas angustias del juego— ése, para quien la acción y el fin de la vida están en las astucias del tapete y en sus éxitos repugnantes,– se alza bravamente ante los distinguidos tahures o «clubmen» que le rodean y palpitante de emoción o de angustia, proclama:

      – ¡Caballeros! ¡No juego más; ya es de día!

      Más allá, alguien— acaso en ausencia del que abandona la carpeta,– ha dicho también temblorosamente y en voz sibilante, como el vago chirrido de un puñal que sale de la herida:

      – Bueno, basta; ya viene el día…

      Mientras tanto, el jornalero, el honesto jornalero de brazo nervudo y de tórax fuerte y levantado como su conciencia, sale para el trabajo, dejando en su modesto hogar a la compañera en la sencilla labor de cada día, y, en el divino sueño de la infancia sana, los hijos de la salud y el amor.

      Y mientras el gran vaho nocturnal se disipaba en aquella mañana de enero, pudo oírse, a lo largo de las calles, el repiqueteo del cascabel y el firme trotar de la soberbia yunta de zainos que arrastran la victoria de Lorenzo Fraga, en el inusitado madrugón de aquel día.

      La victoria se detiene en la modesta casa de Melchor Astul, que desde horas antes se apercibe para el viaje proyectado, tarea en la cual han intervenido madre y hermanas, disputándose el éxito en los refinamientos de la previsión, pues en los últimos detalles de un trajín semejante es cuando se corre el riesgo de olvidar lo fundamental: el cepillo de dientes; las zapatillas; el sobretodo por si refresca; el abotonador; la pasta dentífrica; el betún, etc., etc.

      Nada se ha omitido, y sólo queda para mandar por encomienda el frac de Melchor, que no cupo en el baúl y que «es bueno tener a la mano— según lo aconsejó burlescamente su hermana mayor,– por si se daba algún baile en el pueblo».

      – Bueno: ¡otro adiós! adiós, mamá; adiós, muchachas; díganle a tata que no me despido otra vez por no despertarlo, y escriban, ¡eh! y no se olviden del frac— y luego, dirigiéndose al cochero:– vamos a casa de Merrick, ¿sabes? en la avenida.

      – El señor Ricardo está ya en casa; yo fui a buscarlo.

      – ¡Ah! entonces vamos allá.

      Los zainos batieron con sus cascos como el redoble de una diana al romper la marcha, que se hizo en seguida uniforme y firme, cual si la regulase el repiquetear del cascabel colgante en la punta niquelada de la lanza; pero a poco andar la victoria se detuvo por orden de Melchor, que con un pie en el estribo y medio cuerpo afuera llamó a un vendedor de diarios que descendía de un tranvía:

      – Dame Nación y Prensa…

      – …No tengo cobre…

      – Déjalos, no más. ¡Vamos!

      Y la victoria continuó su marcha con Melchor, que acababa de iniciarse en el día como de costumbre: con un acto de relativa previsión y otro de generosidad.

      Cuando el carruaje llegó a casa de Lorenzo, éste y Merrick esperaban en la puerta de calle.

      – Estábamos haciendo votos por la prolongación de tu tardanza.

      – ¿Por qué?

      – Porque así podríamos perder el tren y desistir de este viaje, para nosotros estéril y para ti penoso.

      – ¡No sean pavos! Subo a saludar a la familia y despedirme, Lorenzo; bajo en seguida.

      – Están en el balcón; nosotros ya nos despedimos.

      – Ya las he visto— dijo Melchor, mientras subía «de a cuatro» la amplia escalera, al terminar la cual fue recibido por la familia de Lorenzo que en coro le hizo una de esas recepciones íntimas en que el deseo de reír y de llorar se mezclan.

      La madre de Lorenzo, que se hallaba recostada en la puerta de la sala que daba acceso al vestíbulo, interrumpió los saludos dirigidos a Melchor diciéndole:

      – Venga para acá… venga el santo… el bueno…

      – ¡Señora!– exclamó Melchor dirigiéndose hacia ella, que lo recibió con los brazos abiertos exclamando:

      – Un abrazo… así… fuerte… ¡muy fuerte!– y rompió a llorar.

      Las hermanas de Lorenzo llevaron los pañuelos a los ojos y en medio de un silencio de sollozos el padre de aquél se dirigió pausadamente hacia el escritorio en el que penetró despacio…

      – ¡Sólo usted… sólo usted es capaz de este sacrificio!

      – Qué sacrificio, señora, si Lorenzo es para mí un hermano.

      – Y usted es para mí un hijo desde hoy.

      – Bueno, señora; es decir: bueno, «mamita», dejémonos de llantos para los que no hay motivo y ya verán ustedes cómo dentro de poco vuelve Lorenzo hecho unas pascuas— dijo Melchor sonriendo al dominar la intensa, la profunda emoción que sentía.

      – ¡Dios lo oiga!

      – ¡Y me oirá! ¡si yo estoy con Dios… así!…– repuso sonriendo al cerrar la mano con un enérgico gesto, y agregó:

      – ¡Bueno, adiós! que tenemos los minutos contados; adiós… «mamita», adiós, Sofía; adiós, Carmencita; ¡hasta pronto, señor!– dirigiéndose al viejo Fraga que salía del escritorio guardando el pañuelo entre el chaleco y su cuerpo, acaso porque no encontraba el bolsillo de su saco…

      – ¡Adiós, amigo, adiós! ¿y ya sabe, eh? cualquier cosa…

      – Sí, señor; pero no habrá necesidad de nada, ¡si llevamos provisiones para cien años!– repuso Melchor con su jovialidad habitual.

      Y bajó la escalera, enviando todavía un ¡adiós! a todos, entre los que dejaba una vez más el alivio moral que su carácter generoso y bueno derramaba en los espíritus atribulados o enfermos.

      – ¡Caramba, con tu despedida!

      – La señora me detuvo; pero estamos en tiempo, ¡vamos!

      – Al Once, ché— dijo Lorenzo al cochero y el carruaje partió.

      – Vamos

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