Transfusion. Enrique de Vedia
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– ¿Yo?… ¡nada! ¿qué quieres que diga?
– ¡Quiero que hables! ¿oyes? que te dispongas a revivir y que no olvides lo que te decía anoche tu madre.
– ¡Mi madre!…
– Sí, tu madre, ¿pues qué?
– Mi madre ha sido feliz toda su vida.
– ¿Y tú, no?… ¡Qué rico tipo!… Mira, así— y reunía en un haz las yemas de sus dedos,– así, ¿ves?… así hay consuelos para cada dolor.
– Es posible.
– No; es exacto y sólo un niño, y un niño pavo, llora porque no le dan un juguete.
– ¡Un juguete!…
– ¿Y a qué hora llegamos a Trenque Lauquen?– interrumpió Lorenzo.
– A las cinco; pero tenemos que pasar allí la noche para salir mañana a la madrugada, bien temprano, camino de la «Celia».
– ¿Y a la estancia?– insistió Lorenzo.
– Si los caminos están buenos, de 5 a 6 de la tarde.
– ¡Todo el día en coche! ¡Qué horror!
– No; se hace una parada para almorzar y… sestear en la posta del «Paso»… ¿Qué te parece, Ricardo, una siesta en pleno campo?
– ¿El qué?…
– ¡El qué!… ¿Estás dormido?
– Estaba distraído.
– Bueno, ya llegamos; ahora en el tren te repetiré el caso.
En la estación les esperaba el sirviente de la familia de Fraga, Rufino Mejía, uno de esos tipos criollos, sanos de cuerpo y de alma, que tenía en la casa sueldo de gran sirviente y prerrogativas de patrón, bien merecido todo en quince años de leales servicios, durante los cuales no había podido convencerse de que Lorenzo los había vivido también.
– Los equipajes ya están cargados, niño; pero, ¿sabe?… el baúl grande no puede ir en este tren; pero va más tarde.
– ¿Por qué?
– No sé qué me dijo el jefe, de que no hay furgón de encomiendas, porque dice que es rápido de pasajeros. Traiga la valijita.
– Toma, ¿y dónde está Melchor que no lo veo?
– Ahí viene con D. Ricardo.
Por entre la multitud de pasajeros, empleados y changadores que llenaban el andén, apareció Melchor acompañando a Ricardo.
– ¿En qué andan?
– Este, que quería comprar La Nación y La Prensa, a pesar de que yo los llevo.
– Y yo también.
– No importa— replicó Ricardo;– yo no puedo pasarme sin los diarios.
– ¡Pero si los teníamos!
– Bueno, déjalo— dijo Melchor, en tono de broma,– cada loco con su tema… y ya no faltan más que cinco minutos… ¿cargaron todo?
– Todo, sí, señor— contestó Rufino.
– Ché, ¿y las boletas?
– Aquí están, niño.
– ¡Bueno, andando!– dijo Melchor.
El grupo se dirigió al sitio que tenían tomado en el tren y que Rufino había arreglado y elegido convenientemente al lado del coche-restaurant.
– Este asiento para ti, Ricardo, y éste para ti, Lorenzo; así van a ir más cómodos.
– ¿Y tú?
– Yo… ¡aquí!– dijo Melchor dejándose caer en el asiento, con estrepitosa satisfacción.
– ¿No te molesta ir dando la espalda a la máquina?
– No; y así les veo a ustedes las caras y aprecio la impresión que el viaje les hará.
Sonó en ese instante la campana de partida; se oyó en toda dirección despedidas en voz alta; la máquina contestó: ¡lista! con su ronco silbato y en seguida resoplaron los cilindros y las bielas iniciaron el movimiento propulsor de las ruedas y el tren, pesado y largo, empezó su suave deslizamiento…
– ¡Adiós, adiós, Rufino!– exclamaron los viajeros asomados a las ventanillas del coche.
– ¡Adiós! Adiós, don Ricardo, adiós, don Melchor, adiós, niño y cuídese ¡eh! y a ver si vuelve sano y contento.
– ¡Sí, Rufino, adiós!… ¡Que escriban!
Buenos Aires inicia su despertar con roncos e incoherentes movimientos de dormido.
Hacia el oriente la vaga y tenue coloración auroral frente a la que las sombras de la noche huyen como arreadas por las guías curvas de una amarillenta luna en su último menguante.
Los faroleros realizan a la carrera una tarea de resultados extraños, pues al apagar la luz de los faroles entregan el campo a la más franca irradiación de la indecisa luz con que el día se anuncia.
Entre ella se destacan, como orugas luminosas, los primeros tranvías conductores de semidespiertos obreros que se dirigen a sus tareas y a intervalos se oye el seco trac-trac de los pequeños carritos que, al salir del conventillo, caen del umbral a la acera y de ésta a la calle, conducidos por el ambulante vendedor de verduras, que se dirige veloz hacia el mercado de Abasto en busca de la enormemente copiosa provisión de hortalizas con que hace un nutrido «agosto» en el breve espacio de cada mañana.
La claridad avanza, hundiéndose en la sombra a lo largo de las calles y haciendo surgir la silueta de los vigilantes escalonados en la calzada, mientras los noctámbulos pasan como espectros, bajo esa luz cuyos tintes blanquecinos aumenta la lividez de sus rostros trasnochados.
Como la más limpia nota de la aurora repiquetean campanas cuyo ritmo, de lenta isocronía, parece bajar de planos más altos aún que los altos campanarios, mientras— como surgiendo de entre las apretadas piezas del entarugado— pasan veloces los carros que llevan a domicilio «el pan nuestro de cada día»…
Pausados, desfilan, entre el crepitar eclosionante de la madrugada, los «nocheros» de plaza, cuyos jamelgos balancean la cabeza en oscilaciones que parecen exteriorizar ideas de infinitas y melancólicas nostalgias.
De todo rumbo surge el vibrante grito de los vendedores de diarios que pululan llenando las calles— como esas bandadas de avecillas que en el bosque cantan cuando el día llega,– y es de admirar el contraste que ofrecen esos pilluelos diligentes y honrados, que a pulmón lleno proclaman su luminosa mercancía, pasando rápidos y sonoros por el lado del «repartidor de diarios» que, silencioso y grave, va echando por entre buzones, celosías y rendijas