Transfusion. Enrique de Vedia
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– ¿A pegar?…
– Yo no te pego; te hago una observación amistosa.
– Sí; a ti te pasa lo que a esos chicos a quienes se les ha dicho que no deben señalar con el índice y señalan con el anular o con el meñique; pero señalan con el dedo…
– ¡Boooletos!– gritó el jefe de tren, con innecesaria voz de trueno, cual si su autoridad se fundara acaso en eso, como la de los discutidores empedernidos que gritan demasiado, porque ignoran que no se gana la razón por la altura de la voz sino por la del concepto, como ignoraba aquél que para obtener las boletas pedidas le bastaba la gorra y el sacabocados.
– Me ha dejado aturdido el grito del guarda— dijo Lorenzo, por romper el silencio que siguió a la discusión que provocó Ricardo.
– ¡Realmente! ¡Qué pulmones!– repuso Melchor, agregando:– ¡Cómo se conoce que ese hombre vive viajando!
– ¿Y quién te dice que no vive en Buenos Aires?– replicó Ricardo.
– ¡Sus pulmones, el timbre de su voz y el color de su cara!
– Esas son preocupaciones, de que muchos participan; pero yo veo que todo el mundo vive sano y fuerte en la capital.
– ¡Sin duda! ¡Si Buenos Aires es una de las ciudades más sanas del mundo!; pero cómo vas a comparar la vida en ella y aquí no más; fíjate… mira qué maravillas de quintas.
– Sí; muy lindas…
– ¡Y qué ambiente!… ¡Qué diafanidad!… ¡Ya por aquí sólo se toma olor a flores, a yuyos, a campo, a naturaleza!
– ¿No se toma olor a ciudad? ¿Qué raro, eh?…– dijo riendo amablemente Ricardo.
– ¡Eso es! No se toma olor a ciudad; es decir, olor a bodegones, a cloacas, a hoteles, a multitudes.
– ¡A multitudes!… pero ¡qué buena observación! ¿Conque no hay multitudes en despoblado?
– Te digo multitudes, empleando una metonimia.
– Una… ¿qué?
– Una metonimia, de causa por efecto; y así te dije olor a multitudes por no decirte olor a sudor.
– ¡Qué porquería!
– ¡Eso es! Olor a porquería; tal es, precisamente, el olor a ciudad.
– Pero, ¡qué encono con la ciudad!– dijo Lorenzo, que parecía absorbido en la contemplación del paisaje, renovado caleidoscópicamente a favor de la marcha acelerada del tren.
– No hay tal; es justicia al campo.
– «Substituyendo cantidades iguales, Braulio eres», como en el cuento de Larra.
– No; de ninguna manera; mi entusiasmo por la vida del campo no importa una condenación a la vida en las grandes ciudades.
– Pero prefieres la primera.
– ¡Con toda mi alma!
– Luego no te gusta vivir en Buenos Aires.
– Que no me gusta…– replicó Melchor, subrayando las palabras,– tanto como eso… a mí me gusta Buenos Aires como el mar, al que se parece.
– ¿Que Buenos Aires se parece al mar?
– ¡Ya lo creo! Como el mar es inmenso, como el mar tiene tempestades, borrascas, abismos y movimientos arrolladores y hasta en sus grandes calmas se parece.
– ¿Y por eso no te gusta?
– Me gusta como el mar: para bañarme; pero no para quedarme en él; me gusta Buenos Aires para pasar breves temporadas; ¡pero me sofoca la vida entre más de un millón de personas que se agitan, hablan, se mueven, atropellan, contagian, pegan, muerden!
– ¡¡Luján!!– gritó en el andén la misma formidable voz de los «booletos».
– ¿Tendremos tiempo de bajar?– preguntó Lorenzo.
– Algunos minutos— repuso Melchor;– bajemos.
– ¡Cuánta gente baja aquí!– dijo Ricardo al pisar el andén.
– Son peregrinos en su mayor parte, devotos de la Virgen de Luján.
– ¡Pero cuántos! Fíjate… ¡Siguen bajando!
– Esto es muy frecuente; vienen no sólo de Buenos Aires, sino hasta del exterior.
– ¡Qué cosa bárbara!– exclamó Ricardo, agregando:– ¿Y todos éstos creerán?
– Si no creyeran— le contestó Melchor,– no vendrían a traer sus ofrendas y sus preces.
– Eso… no…– replicó Ricardo, como distraídamente.– ¿Vamos a ver?
– ¿A ver qué?
– A ver qué hacen… cómo se forman… adónde van…
– No hacen nada; no se forman, porque no vienen regimentados, y van, probablemente, a la basílica, cada uno por su cuenta o en grupos.
– ¿Van caminando?…
– ¿Y cómo quieres que vayan?
– Yo creía que irían hincados— dijo burlonamente Ricardo.
– Quizá no falten quienes vayan así, por alguna promesa o por fanatismo.
– Subamos, ché, que va a ser la hora.
De nuevo en sus asientos, Ricardo reanudó el tema, diciendo:
– Deben ser felices los que creen, ¿eh?
– Si la felicidad está en creer— repuso Melchor,– todos deben ser felices.
– Todos los que creen.
– ¿Y tú crees que haya excepciones?
– ¡Cómo no ha de haberlas! y de primera fuerza: pregúntaselo a Voltaire.
– ¿A Voltaire? ¡Qué mal ejemplo has presentado!…
¿Por qué?– repuso Ricardo, turbado visiblemente, pero dando a su voz una inflexión destinada a disimular la contrariedad de haber citado por oídas, ya que nunca había leído ni una línea del famoso escritor francés.
– Porque cuando Voltaire tuvo viruelas llamó al confesor.
– No lo recuerdo…
– Sí; lo llamó, y no debía ser tan descreído cuando ante la idea de morir quiso ponerse bien con Dios.
– ¿Es cierto eso, Melchor?– preguntó