La Fe. Armando Palacio Valdés

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La Fe - Armando Palacio Valdés

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de sitio ya varias veces: corriose hacia adelante, se fue después hacia un lado; todo inútilmente. Donde quiera que iba, sentía los pies de Osuna entre las enaguas. Y al sentirlos, una ola de rubor encendía sus frescas mejillas, se estremecía como una zagala de catorce años. En ninguna mujer se conservó nunca más delicado y vidrioso el pudor virginal. Algunas conversaciones, hoy corrientes, la ofendían: no se podía aludir en su presencia ni directa ni indirectamente a ciertos asuntos escabrosos. No decía nada, porque era la prudencia personificada y de tímido natural; pero se la veía ruborizada, inquieta, con ganas de retirarse. Tan limpia y tan pulcra era de cuerpo como de alma. Le gustaba vestir con elegancia y cuidaba con refinamientos, no usados en Peñascosa, de su persona. Los que la conocieron de niña, decían que no había sido bonita, sino pasable, y que ahora, con sus cabellos blancos, sus carnes frescas y mejillas sonrosadas, estaba más guapa que nunca, ¿Por qué se había quedado soltera D.ª Teodora, poseyendo una figura agradable y un regular caudal? Se decía que sostuvo amores muy finos y románticos con un teniente de Arapiles que pereció en la acción de Ramales. La víspera de la batalla se había despedido de ella, por medio de una carta escrita sobre un tambor: el corazón le decía que al día siguiente «una bala traidora cortaría el hilo de su existencia, pero que moriría con el nombre de Teodora en los labios.» Ésta conservaba la carta como preciosa reliquia y guardaba asimismo fiel su corazón a la memoria del valeroso y romántico teniente. Sin embargo, hacía muchos años que tenía un galán asiduo. D. Juan Casanova, aquel hidalgo de rostro aguileño y majestuoso de que hemos hablado, iba a su casa indefectiblemente todas las noches, de ocho a once. Esto bastaba para que en la villa se creyese, no que era su amante, que nadie dudaba de la castidad de D.ª Teodora, sino su enamorado platónico, y que más tarde o más temprano concluiría por casarse con ella. Tal fausto acontecimiento se estuvo esperando veinte años en Peñascosa. A la hora presente ya se dudaba bastante de que se realizase. Los futuros se iban haciendo demasiado viejos, sobre todo D. Juan, a quien costaba esfuerzos sobrehumanos subir a la casa, por el maldito reuma de las rodillas. Cada día que pasaba eran, pues, menos aptos para el cumplimiento de los sagrados fines del matrimonio. Además, últimamente, cierto suceso de que más adelante haremos mención turbó un poco las tranquilas y afectuosas relaciones del avellanado hidalgo y de la fresca jamona.

      Cuando el diácono cantó el Ite, misa est, aquella dio un suspiro de consuelo y se dispuso a levantarse y huir de los indecorosos pies que la perseguían. Pero era negocio más arduo de lo que se imaginaba. La iglesia estaba tan atestada de fieles que nadie podía revolverse. Todos pretendían besar las manos del nuevo sacerdote, o al menos presenciar la curiosa y tierna ceremonia. Bajó éste una escalera del altar y quedó inmóvil y de pie frente a la muchedumbre, derramando por ella una mirada vaga y sonriente. Hubo un fuerte murmullo que casi se convirtió en gritería, cuando D. Narciso empujó suavemente a la madrina para que tributase la primera su homenaje al oficiante. D.ª Eloisa hincó las rodillas delante de su ahijado y le besó las manos con visible emoción. Cuando se levantó, corrían algunas lágrimas por sus mejillas. Después tomó un frasco de agua perfumada, dio otro a D.ª Rita, y colocadas ambas a derecha e izquierda del presbítero, comenzaron a rociar a los que se acercaban a besarle las manos. Uno a uno, empujándose con prisa, fueron la mayor parte de los fieles rindiéndole este homenaje. Los hombres le besaban en la palma, las mujeres en el dorso, según estaba prevenido. Éstas se mostraban conmovidas, gozosas, riendo cuando D.ª Rita o D.ª Eloisa les arrojaban al rostro algunas gotas de colonia: después se retiraban para dejar paso a las otras; y de lejos seguían contemplando con afectuoso interés la faz pálida y delicada del sacerdote. Sonaba en la iglesia rumor alegre. El roce de las enaguas, el cuchicheo y las risas contenidas de las damas, producían un zumbido de colmena. El tañido de las campanas que el sacristán y algunos chicuelos repicaban alto en la torre, entraba vivo y gozoso por las ventanas. También penetraban algunos rayos de sol que se desparramaban por los altares, haciendo llamear sus dorados metales. Pero si en el camino tropezaban con alguna linda cabeza blonda, de las que tanto abundan entre las artesanas de Peñascosa, no tenían inconveniente alguno en detenerse a darla un beso de admiración.

      Gil estaba fuertemente conmovido; el corazón le saltaba dentro del pecho. Sentía impulsos de romper en sollozos: procuraba, no obstante, con esfuerzo reprimirse, y esto le causaba malestar. Aquellas muestras de veneración, aunque representaban una ceremonia usual, le avergonzaban. Al ver arrodillados a sus pies a todos los próceres y damas de la villa, que tanto respeto le habían infundido siempre, experimentaba confusión y desasosiego. Sus labios estaban contraídos por una sonrisa que revelaba más inquietud que placer. D.ª Eloisa y D.ª Rita consumieron varios frascos de esencia, haciendo copiosas aspersiones, sobre todo a sus amigas, a quienes bañaban el rostro en medio de una algazara, que no por ser reprimida, era menos sabrosa. Poco a poco la religiosa solemnidad se iba trasformando en una fiesta de carácter íntimo y familiar. Las amigas de la madrina y de las damas protectoras del joven presbítero se habían ido quedando detrás, formando en torno suyo un grupo pintoresco, mientras el resto de la gente desfilaba por las dos puertas de la iglesia. Un rayo de sol vino a dar sobre el preste: las ricas vestiduras de tisú de oro despidieron vivos destellos; su hermosa cabeza rubia semejaba la de un querubín. Las damas le contemplaban extasiadas.

      El párroco y D. Narciso, asistentes de la misa, se habían retirado para despojarse de sus ornamentos. No tardó el primero en volver provisto de sotana y bonete, debajo del cual se agitaban algunos pensamientos siniestros. La conducta de Lorito en lo concerniente a las babas de los cirios le había puesto pensativo y sombrío. Hacía ya algún tiempo que este joven personaje disfrutaba el privilegio de desazonarle. En una ocasión supo que se había encaramado sobre el tejado de la iglesia para apoderarse de algunos nidos de gorrión; en otra sospechó que le había robado las uvas que tenía la parra del corredor de la rectoral. Y aunque ya había procurado tranquilizar su espíritu por medio de algunos adecuados puntapiés, todavía lo sentía agitado y triste cada vez que el hijo de la Pepaina se ofrecía a su vista.

      Sin preocuparse poco ni mucho de la conmovedora ceremonia que se estaba realizando en el presbiterio, D. Miguel recorrió la iglesia a paso lento, escudriñando todos los rincones. Las personas que aún quedaban en el templo le abrían paso con más miedo que respeto. Penetró en todas las capillas y examinó minuciosamente el estado de los cirios que ardían en los altares. Alguna huella debió de reconocer en ellos del paso del vándalo, porque su rostro se fue encapotando cada vez más. Ya no fue un reconocimiento, sino una verdadera caza la que emprendió al través de todas las capillas. En la última de la izquierda, donde está la pila bautismal, olfateó al fin la pieza. Marchó con precaución, y asomando su enérgica nariz aguileña, pudo al fin columbrar la roma y barnizada de mocos del granuja, que en compañía de uno de sus más fieles discípulos se ocupaba en hacer crecer la inmensa bola de cera que había extraído de las velas. El párroco sintió el nervioso temblor de los gatos a la vista del ratón: se preparó como ellos rozando el suelo con los pies, y ¡zas! de un par de brincos cayó sobre los bárbaros. Pero Lorito no era un vándalo vulgar de los que se dejan atrapar como un ratoncillo inocente. Sin ver a D. Miguel sintió su hálito poderoso, y bajándose repentinamente al tiempo que aquél llegó a echarle la zarpa, consiguió que fallara el golpe y fuera a dar de bruces en el altar. Antes que el párroco pudiera revolverse, ya había emprendido la carrera hacia la puerta. Fue en vano. D. Miguel se apoderó rápidamente del Cristo de bronce que había sobre el altar, y se lo arrojó con tal ímpetu y certera puntería que le alcanzó en la cabeza y le hizo venir al suelo soltando chorros de sangre.

      Al grito del chico y al ruido que produjo su caída acudió la gente; le levantaron y le prestaron los primeros socorros, estancándole la sangre con telas de araña y poniéndole un pañuelo a guisa de venda. Mientras se llevaron a cabo estas operaciones, no dejó de murmurarse, aunque en voz baja, de la brutalidad del cura. Éste, perfectamente satisfecho de su obra, se retiró majestuosamente a la sacristía, no sin que tuviera ocasión antes de administrar dos patadas en el trasero al cómplice, que andaba por allí trémulo y abatido con la desgracia de su maestro.

      Pero es el caso que el glorioso progenitor de éste, Pepe el de la Pepaina, como le llamaban en la población, para distinguirle de los otros muchos Pepes que había, pescador de oficio y un bruto muy pacífico, que hablaría

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