El idilio de un enfermo. Armando Palacio Valdés

Чтение книги онлайн.

Читать онлайн книгу El idilio de un enfermo - Armando Palacio Valdés страница 9

El idilio de un enfermo - Armando Palacio Valdés

Скачать книгу

su lecho dejábanse ver con toda limpieza, y hasta en los pozos más hondos, labrados al borde de alguna peña, exploraban los ojos todos los secretos del fondo… Las montañas a veces se levantaban sobre él a pico, y eran blancas y coronadas de vistosa crestería, entre cuyos agujeros se mostraba el azul del cielo. El musgo formaba en ellas grandes machones de un verde oscuro, que resaltaban gallardamente sobre la blancura de la caliza. Muchedumbre de arbustos, y en ocasiones árboles, metían las raíces dentro de sus grietas y aparecían como colgados en retorcidas y fantásticas posiciones sobre el río.

      La voz del seminarista, entonando sin cesar sus groseras anacreónticas, resonaba formidablemente entre las peñas.

      Andrés callaba ya como un mudo. Se hallaba sobrecogido de respeto y emoción ante aquella vigorosa naturaleza, que no había visto más que en los paisajes al óleo o a la aguada.

      – ¿Estamos muy lejos de Riofrío, amigo?

      – No, señor; ya hemos entrado en el concejo de las Brañas. Riofrío, que es la capital, está en el centro mismo. En cuanto salgamos de esta apretura y subamos un repechito corto, lo veremos. A usted no le gustarán estos peñascotes, ¿verdad? acostumbrado a vivir en las ciudades…

      – Al contrario, me encantan: esto es hermosísimo.

      El seminarista volvió su rostro inflamado por la ginebra, temiendo que Andrés bromease; pero viéndole muy serio, hizo una leve mueca de sorpresa, y arreando al caballo con la vara de avellano que empuñaba, tornó a coger el hilo de su canción favorita.

      «La mujer que es gorda y tierna

      Y tiene buena pierna…

      Y al cura hace pecar,

      Mereciera ser condesa, marquesa, duquesa

      Y el cura cardenal.»

      Y no dio paz al cántico hasta que divisó a una muchacha que llegaba con un cesto sobre la cabeza.

      – Hola, Telva, cuerpo bueno: ¿adónde te vas a estas horas, chiquirritilla? Supongo que no será a Lada…

      Al mismo tiempo le cerraba el camino con el caballo y le aplicaba golpecitos en las mejillas con la vara.

      – Pues a Lada me voy.

      – ¿Y si te comen los lobos?

      – Poco se perdería.

      – Se perdía una moza como un sol.

      – ¡Sí, del mediodía! Déjame pasar, Celesto.

      – En seguidita; pero antes vas a decirme adónde vas.

      – A Lada, ¿no lo sabes?

      – Eso no es verdad: tú te vas a Marín a llevar fruta a tu tía, y de camino a ver a tu primo.

      – ¡Buena gana tengo yo de ver a primos ni a tíos! Vamos, déjame paso, que llevo prisa.

      Andrés había seguido caminando, en la sospecha de que la conversación iba a ser larga y no muy divertida (para él al menos).

      Subió el repechito de que había hablado Celesto, avanzó algo más, y al dar vuelta a un recodo del camino, ofreciose de improviso a su vista un espectáculo que le dejó suspenso. A sus pies, allá en el fondo, se columbraba un vallecito ameno y virginal, surcado por un riachuelo cristalino que hacía eses, dejando a entrambos lados praderas de un verde deslumbrador. Cerraban este valle algunas colinas pobladas de árboles de tono más oscuro. Por detrás de las colinas, en segundo término, alzaban su frente altísimas montañas de piedra blanca; más allá de éstas alzábanse otras aún más altas; después otras más altas todavía, y así sucesivamente una serie indefinida de peñascos, apoyándose los unos sobre los otros, cual si se empinasen para echar una ojeada a aquel rinconcito fresco y deleitoso.

      La tarde fenecía y comenzaba el crepúsculo. Andrés quedó en éxtasis ante aquel semicírculo inmenso de montañas, que parecían los escaños vacíos de un congreso de dioses. En los más altos tocaban casi las nubes rojas que acompañaban al sol en su descenso. Desde las colinas a los más bajos mediaba cortísima distancia, aunque la vista suele engañar en tales casos. Manchando de blanco el verde oscuro de las colinas, aparecían sembrados, o mejor, colgados sobre el valle algunos caseríos. En lo más hondo se percibía uno mayor que los otros, descansando entre el follaje de una vegetación soberbia.– Aquél debe de ser Riofrío— se dijo Andrés poniéndose la mano por encima de los ojos, a guisa de pantalla, para examinarle con más comodidad. Mas la gentil aldea se resistía a la inspección, ocultándose a medias detrás de los árboles, que le servían en toda su extensión de poético baluarte. No podía darse nada más bello. El río, iluminado por los rayos oblicuos del sol, era un cinturón de plata bruñida que lo aprisionaba. Nuestro viajero experimentó la dulce sorpresa del que tropieza con un tesoro. Recordó los valles vírgenes de las novelas por entregas, y convino en que nunca se había imaginado cosa tan linda y recatada. Dichoso, pensó, el que haya nacido en este apartado retiro y nunca lo perdió de vista. Al mismo tiempo vino a su mente un tropel de tristes reflexiones, inspiradas en parte por su lastimoso estado, en parte también por la amargura de los escritores románticos, de los cuales estaba saturado.

      Mas cuando se hallaba por entero embebido en ellas, he aquí que un caballo, enjaezado y sin jinete, llega y cruza velozmente. Reconoció al punto el jamelgo de Celesto.– ¡Canario! ¿Qué habrá sucedido? ¡Si lo habrá matado!– Y a toda prisa dio la vuelta y bajó hacia el sitio donde lo dejara. Celesto se encontraba en situación apuradísima. Encogido, doblado, hecho un ovillo, yacía al pie de una de las paredillas del camino, mientras Telva se erguía un poco más arriba, en actitud airada, los ojos centelleantes, las mejillas pálidas, arrojándole sin piedad todos los pedruscos que hallaba a mano. Y la lengua la movía con igual celeridad que las manos.

      – ¡Desvergonzado! ¡Puerco! ¡Eso te enseñan en el seminario, gran tuno! ¡Malos diablos te lleven a ti y a todos los capellanes! ¡Ven acá, ven otra vez y verás cómo te arranco esas narizotas podridas!

      Andrés se interpuso y logró que la moza no arrojase más guijarros sobre el desdichado seminarista, que estaba a punto de pasarlo muy mal si uno de ellos le acertaba; mas los denuestos continuaron a más y mejor, mientras se iba aplacando lentamente la cólera.

      – ¡El demonio del capellanzote!… ¡Si pensará que está tratando con alguna pendanga!… ¡Sucio! ¡sucio! ¡suciote!… Ya se lo diré a tu madre, que cree que tiene un santo en casa… ¡Anda, anda con el santo! ¡No, las misas que tú digas que me las claven aquí!

      De esta suerte prosiguió vociferando y alejándose poco a poco, mientras Andrés levantaba del suelo a la víctima y la sacudía con la mano el polvo. Celesto se tocó por todas partes, a ver si tenía algún paraje del cuerpo magullado, y dijo exhalando un suspiro:

      – ¡Qué gran yegua!

      – Yo pensé que le había tirado a usted el caballo, porque pasó delante con gran rapidez…

      – Sí, como huele cerca la cuadra no ha querido esperar. Monte usted, D. Andrés.

      – ¿Y usted?

      – Yo voy perfectamente a pie.

      Así se hizo. Celesto estaba un poco avergonzado.

      – Por supuesto, D. Andrés, que todos estos líos concluirán el día que tome las órdenes mayores— dijo después de caminar un rato en silencio.

      – Tiene usted razón— repuso

Скачать книгу