El Cuarto Poder. Armando Palacio Valdés
Чтение книги онлайн.
Читать онлайн книгу El Cuarto Poder - Armando Palacio Valdés страница 4
– Fué Pepe de la Esguila.
Las miradas del público se dirigieron hacia este menestral, que se hizo el distraído sacando la boquilla del cornetín y sacudiéndola; pero estaba cada vez más colorado.
– Si no sabe tocar que se vaya a la cama— gritó la misma voz.
Entonces el corrido y avergonzado Pepe de la Esguila montó en cólera de pronto, dejó el instrumento en el suelo, y alzándose del asiento con los ojos encendidos y agitando los puños frente a la cazuela, gritó:
– ¡Ya te arreglaré en cuanto salgamos, Percebe!
– ¡Chis, chis! ¡Silencio, silencio!– exclamó todo el público.
– ¡Qué has de arreglar, morral! Anda adelante y toca mejor la trompeta.
– ¡Silencio, silencio! ¡Qué escándalo!– volvió a exclamar el público.
Y todos los ojos se volvieron hacia el palco del alcalde.
Era éste un hombre de sesenta, a setenta años, bajo de estatura y muy subido de color, el pelo bien conservado y enteramente blanco, las mejillas rasuradas, la nariz borbónica, los ojos grandes, redondos y saltones. Parecía un cortesano de Luis XV o un cochero de casa grande.
Don Roque, que así se llamaba, se revolvió en el asiento y dió una voz.
– ¡Marcones!
Un alguacil octogenario se acercó al respaldo del palco con la gorra azul de grande visera charolada en la mano. El alcalde conferenció con él algunos momentos. Marcones subió a la cazuela bajando poco después con un joven en traje de marinero, agarrado del brazo. Ambos se acercaron al palco presidencial.
Don Roque comenzó a increparle procurando apagar la voz y consiguiéndolo a medias. Se oía de vez en cuando:– «¡Zopenco!»… «no tenéis pizca de educación»… «animal de bellota»… «¿Te figuras que estás en la taberna?» El marinero aguantaba la rociada con los ojos en el suelo.
Una voz gritó desde el patio:
– Que lo lleven a la cárcel.
Pero desde la cazuela contestó otra al instante:
– Que lleven también a Pepe de la Esguila.
– ¡Silencio! ¡Silencio!
El alcalde, después de haber reprendido y amenazado ásperamente a Percebe, le dejó volver otra vez a su sitio, con gran satisfacción de la cazuela, que lo recibió con hurras y aplausos.
La orquesta, callada un instante, tornó a su infernal preludio. Antes que éste se terminase, comenzaron a salir por las trampas del escenario hasta una docena de diablos con sendas y enormes pelucas de estopa, el rabo de etiqueta, y teas encendidas, en las manos. Así como se hallaron sobre el entarimado y cerradas convenientemente las trampas, dieron comienzo, como es lógico, a una danza fantástica; pues bien sabido es de antiguo que no pueden estar juntos cuatro demonios sin entregarse con furor al baile. Los espectadores seguían con extremada curiosidad sus vivos y acompasados movimientos. Un chiquillo lloró. El público obligó a su madre a que lo sacase.
Mas hete aquí que con tanto ir y venir, pasar y rozarse los ministros de Belcebú en aquel no muy amplio recinto, una tea llegó a prender fuego a la peluca de uno de ellos. El pobre diablo, sin darse cuenta de ello, siguió bailando cada vez con más infernal arrebato. El público reía a carcajadas esperando el próximo desenlace de aquel incidente. En efecto, cuando sintió caliente la cabeza más de la cuenta el espíritu maligno, se apresuró a arrancarse la peluca, y la careta, quedando al descubierto el rostro de Levita, donde se pintaba el terror.
– ¡Levita!– gritó el público alborozado.
El granuja que tenía este apodo, privado de sus atributos infernales, confuso y avergonzado, se retiró de la escena.
Al poco rato empezó a arder otra peluca. Nuevos murmullos y mayor ansiedad por ver la metempsícosis de aquel ángel exterminador. No se hizo esperar. Al cabo de pocos minutos la peluca y la careta volaban por el aire como encendido cometa.
– ¡Matalaosa!– gritaron todos. Una inmensa carcajada sonó en el teatro.
– Mátala, no te descubras que te vas a constipar— dijo uno desde la cazuela.
Matalaosa se retiró avergonzado como su compañero Levita.
Todavía ardieron otras dos o tres pelucas, poniendo a la vergüenza a otros tantos pillastres de la calle que servían de comparsas en el teatro. El baile se terminó al fin sin más incendios.
Una vez sepultados de nuevo en el Averno los demonios que se habían salvado de la quema, se presentaron en la escena un gallardo mancebo, de oficio pastor, a juzgar por el pellico que le tapaba la espalda, y una hermosa doncella de idéntica profesión. Los cuales, en el mismo punto, siguiendo el antiguo precepto que obliga a todo pastor a estar enamorado y a toda pastora a mostrarse esquiva, comenzaron su diálogo, donde las quejas amorosas y los tiernos lamentos de él contrastaban con las indiferentes carcajadas de ella. Alegres y regocijados se hallaban todos, lo mismo los del patio que los de la cazuela, con las sabrosas razones que pasaban en la escena, cuando a la puerta del teatro se oyó una gran voz que dijo:
– Don Rosendo, está entrando la Bella-Paula.
El efecto que aquel inesperado grito produjo, fué inexplicable. Porque no sólo don Rosendo se levanta como impulsado por un resorte y se apresura con mano trémula a ponerse el abrigo para salir, sino que por todo el concurso se esparció un fuerte rumor acompañado de viva agitación que estuvo a punto de interrumpir el diálogo pastoril. Los menestrales del patio lanzáronse acto continuo a la calle. De la cazuela bajaron con fuerte traqueteo casi todos los marineros que allí había. Y de los palcos y butacas salieron también numerosas personas. A los pocos minutos no quedaban apenas en el teatro más que las mujeres.
Cecilia se había quedado inmóvil, pálida, con los ojos clavados en la escena. Su madre y hermana la miraban en tanto con semblante risueño.
– ¿Por qué me miráis de ese modo?– exclamó volviéndose de pronto. Y al decir esto se puso fuertemente colorada.
Doña Paula y Venturita soltaron una carcajada.
II.
del feliz arribo de la «bella-paula»
El pelotón de espectadores corrió por las calles en dirección al muelle. Delante, rodeado de seis u ocho marineros, de su hijo Pablo y algunos amigos, iba don Rosendo, silencioso, preocupado, escuchando los comentarios de sus acompañantes, que los pronunciaban con la voz entrecortada por la fatiga.
– Tiene suerte don Domingo; llega con más de media marea— dijo un marinero aludiendo al capitán de la Bella-Paula.
– ¿Qué