Los Argonautas. Vicente Blasco Ibanez

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Los Argonautas - Vicente Blasco Ibanez

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abundancia tal vez que en su tierra, y cantan y sueñan porque van hacia la esperanza. Y bajo de ellos, máquinas que encadenan y obligan a trabajar a las fuerzas misteriosas y malignas; almacenes de víveres como los de una ciudad que se prepara a ser sitiada; depósitos de mercaderías, fardos de telas, maquinarias agrícolas, artículos de construcción, riquezas de la moda; todo lo que necesitan los pueblos jóvenes para el desarrollo de su adelanto vertiginoso. Y esta grandeza de hotel monstruo, de caravanserrallo, de pueblo flotante, infundía a todos los pasajeros un sentimiento de seguridad, como si estuviesen en tierra firme. ¿Quién podría destruir los gruesos muros de acero, las ventanas sólidas, los muebles pesados, las maquinarias de arrolladores latidos? Nada importaba que el suelo se moviese; esto no podía disminuir su confianza: era un incidente nada más. Vivían de espaldas al Océano y sólo tenían ojos para los grandes inventos de los hombres. Todos acababan por olvidar el abismo que estaba debajo de sus pies y hacían la misma vida que en tierra. Únicamente cuando en sus paseos llegaban a la proa o la popa y se encontraban con el mar inmenso, sentían la impresión del que despierta tendido junto a un precipicio. ¡Nada! Nada más que un azul intenso hasta la raya del horizonte y un azul más claro en el cielo. Algunas veces, allá en el fondo, un punto negro casi imperceptible, un jironcito tenue de vapor, un buque igual al otro, tal vez más grande…

      – Y sin embargo – continuó Maltrana – , con menos valor que una hormiga en medio de las llanuras de la Mancha… Las máquinas, los salones, las murallas de acero, nada, absolutamente nada ante la inmensidad del majestuoso azul. Un simple bufido suyo, y se nos sorbe… Y para evitarnos esta mala impresión, cesamos de mirar el Océano y nos metemos buque adentro a oír música en los salones, a tomar cerveza en el café, a escuchar chismorreos de los que parece que depende la suerte del mundo. ¡Qué animal tan interesante el hombre, amigo Ojeda!… Como bestia de razón, conoce la enormidad del peligro mejor que las otras bestias; pero vive alegre, porque dispone del olvido, y tiene además la certeza de que existe una Providencia sin otra ocupación que velar por él.

      Contemplando otra vez las enormes proporciones del buque, pareció arrepentirse de sus palabras.

      – A pesar de la grandeza del mar, esto también es grande. Nuestras apreciaciones son siempre relativas; nunca nos falta un motivo de comparación con algo mayor para humillar nuestra soberbia. La tierra es grande, y los hombres, para perpetuar su recuerdo en ella, llevan miles de años degollándose, inventando nuevas maneras de entenderse con los dioses o escribiendo en tablas, pergaminos y papeles para que su nombre quede con unas cuantas líneas en el libraco que llaman Historia… Y la tal tierra es en el mar del espacio menos, mucho menos que el Goethe en medio del Océano; menos que un grano de carbón perdido en las tres mil toneladas de hulla que pasan por sus carboneras. Más allá del forro de la atmósfera nos ignoran, no existimos. Y planetas cien veces, mil veces más grandes que la tierra, son ante la inmensidad una porquería como nosotros; y el padre sol que nos mantiene tirantes de su rienda, y al que bastaría un leve avance de su coram-vobis de fuego para hacernos cenizas, no es más que un pobre diablo, uno de tantos bohemios de la inmensidad, que a su vez contempla otro planeta reconociéndolo por su señor… Y así hasta no acabar nunca.

      Calló Isidro unos instantes, como si reflexionase, y luego añadió:

      – Pero todo es igualmente relativo si miramos hacia abajo. A este Goethe se lo puede tragar una tempestad, conforme; pero con su panza de acero y su triple quilla, es como una isla en medio de estos mares que hace menos de un siglo se llevaban lo mismo que plumas a las fragatas y bergantines en que fueron a América los ascendientes de los millonarios actuales. El buen Pinzón, arreglador de las famosas carabelas, se santiguaría con un asombro de marino devoto si resucitase en este buque y viese sus brujerías. Y él y los grandes navegantes de su tiempo, que avanzaron con los ojos en la brújula, podían reírse a su vez de los nautas fenicios, griegos y cartagineses, que no osaban perder de vista las montañas. Y éstos, a su vez, debieron mirar con lástima a los hombres desnudos y negros que en las costas africanas salían al encuentro de sus trirremes sobre canoas de cueros o de cortezas. Y el primero que a fuerza de hacha y de fuego vació el tronco de un árbol y se echó al agua en él, fue un semidiós para los infelices que habían de pasar ríos y estuarios nadando como anguilas… Miremos siempre abajo, amigo Ojeda, para tranquilidad nuestra, y digamos que el Goethe es un gran buque y que en él se vive perfectamente. Entendamos la existencia como una respetable señora que anoche, cuando más se movía el buque y en esta última cubierta había una obscuridad que metía miedo, chillando el viento como mil legiones de demonios, se escandalizaba de que muchos hombres fuesen al comedor sin smoking y las artistas alemanas fumasen cigarrillos en el invernáculo.

      Ojeda se complacía en escuchar la facundia exuberante de su amigo. Las novedades de aquella vida marítima le infundían una movilidad infatigable.

      – Es usted el duende del buque – dijo – . En pocos días lo ha corrido por completo, y no hay rincón que no conozca ni secreto que se le escape.

      Maltrana se excusó modestamente. Aún le faltaba ver mucho, pero acabaría por enterarse de todo: luengos días de navegación quedaban por delante. En cuanto a los pasajeros, pocos había que él no conociese. Luchaba en algunos con la falta de medios de expresión; ciertas mujeres sólo hablaban alemán, pero en fuerza de sonrisas y manoteos, él acabaría por hacerse comprender. De los que podían entenderle en español o francés – que eran la mayor parte – se tenía por amigo, pero amigo íntimo. Y Ojeda sonrió al oírle hablar con entusiasmo de esta intimidad que databa de tres días.

      – Conozco el buque mejor que la casa de doña Margarita, mi patrona, donde he vivido ocho años. Puedo describirlo sin miedo a equivocarme. Este hotel movible tiene diez pisos. Los tres últimos, los más profundos, están cerrados. Son las bodegas de transporte, donde se amontonan fardos voluminosos, pedazos de maquinaria metidos en cajones que bajan las grúas por las escotillas y se alinean como los libros de una biblioteca. Todas estas mercaderías ocupan dos secciones del buque a proa y a popa, y en medio se halla el departamento de máquinas. La luz eléctrica se encarga de iluminar este mundo, que puede llamarse submarino, pues se halla más abajo de la línea de flotación: los ventiladores que remontan sus bocas hasta aquí son sus pulmones… Luego viene lo que llaman cubierta principal, con los dormitorios de la gente de tercera: a proa unos cuatrocientos, a popa muchos más; y entre ellos los almacenes de ropa del servicio del buque y los depósitos de equipajes, la cámara fuerte para guardar paquetes y muestras, los camarotes del bajo personal, las cámaras frigoríficas, que son enormes y guardan gran parte de nuestra alimentación, y el depósito de la correspondencia, un almacén repleto de sacos que contienen… ¡quién puede saberlo! noticias de vida y de muerte (como diría usted en sus versos), riquezas, juramentos de amor, el alma de todo un continente que va al encuentro de otro continente…

      Se detuvo un momento para añadir con expresión de misterio:

      – Y además hay el cuarto del tesoro. Ahí no he entrado yo, amigo Ojeda. Es un cuarto blindado, en el que no penetra ni el comandante. Un oficial responsable guarda la llave. Pero he estado en la puerta, y le confieso que sentí cierta emoción. ¿Sabe usted cuánto dinero llevamos bajo de nuestros pies? Quince millones; pero no en papelotes, sino en oro acuñado y reluciente, en libras esterlinas y monedas de veinte marcos. Los embarcaron en dos remesas en Hamburgo y Southampton: es dinero que los Bancos de Europa envían a los de la Argentina para hacer préstamos a los agricultores, ahora que se preparan a recoger las cosechas. Y en todos los viajes de ida o vuelta nunca va de vacío el tal tesoro. Me han contado que los millones están en cajas de acero forradas de madera y con precintos, de lo más monas: quince kilos cada una; ochenta mil libras apiladitas en el interior… Diga, Fernando, ¿no le tienta a usted esta vecindad? ¿No le conmueve?…

      Ojeda hizo un movimiento de hombros, como para indicar la inutilidad de una respuesta.

      – Con mucho menos que tuviéramos – continuó Maltrana – , usted no se vería obligado a meterse en aventuras de colonización y yo viviría hecho un personaje. ¡Lástima que no

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