Oriente. Ibanez Vicente Blasco

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Oriente - Ibanez Vicente  Blasco

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el punto de que sólo queda erguida una sola admiración: Wágner y su obra.

      ¡Pobre Atenas germánica! De sus monumentos nada malo puede decirse. Son notables reproducciones del arte griego: la sabiduría artística luce en ellos, pero son fríos y repelentes como cuerpos sin alma. Es Atenas sin atenienses y sin el cielo de la Ática. En verano, el espacio se muestra azul y brilla un hermoso sol. Pero el invierno germánico, duro y cruel en Baviera, muerde con sus dientes negros estos monumentos que nacieron en la tibia atmósfera del archipiélago, favorable á la desnudez.

      El mármol en el país del sol se dora en el curso de los siglos, tomando el majestuoso matiz anaranjado del oro viejo. Aquí, en unos cuantos años, se ennegrece, con una opacidad antipática de ceniza de carbón.

      Los dioses olímpicos, los héroes coronados de laurel y ligeros de ropa, parecen temblar en pleno verano, recordando los largos meses de frío. El rojo griego del interior de las columnatas se destiñe con las lluvias. Los frescos se esfuman y desaparecen. Todo se vuelve gris y opaco.

      Sí; esta ciudad es una Atenas… Pero pasada por cerveza.

      IX

      El Festival Wágner

      Un periódico satírico de Munich publicaba hace cuarenta años una caricatura de Wágner, saliendo del hermoso palacete en que le tenía alojado el rey Luis II de Baviera.

      – Voy al teatro – decía el gran maestro – y de paso entraré en palacio á dar un golpe á la caja del amigo Luis.

      Nunca se ha conocido una protección tan generosa como la que el monarca bávaro dispensó á Wágner. La prodigalidad de Luis II tomó el carácter de una locura. Este rey virgen, que creaba en su palacio de la Residencia una galería de bellezas célebres, y sin embargo, prohibía que asistiesen damas á las fiestas íntimas de su corte, fué un Nerón, pero Nerón tranquilo, que construyó en vez de quemar, y semejante al déspota de Roma, puso sus amores musicales y poéticos por encima del orgullo de su majestad.

      Sus caprichos y aficiones costaron muy caros á Baviera, y sin embargo, el pueblo le recuerda y le respeta. Fué un monarca que, en fuerza de excentricidades, prestó un gran servicio al arte, logrando al mismo tiempo que la atención del mundo entero se fijase en Baviera.

      Por él vienen todos los años aquí, en artística peregrinación, los intelectuales de remotos países. Su retrato está en todas partes. Baviera le compadece con maternal ternura y guarda su memoria. También la tumba de Nerón, veinte años después del suicidio del imperial cantante, aparecía muchas mañanas cubierta de rosas, ofrenda del popular recuerdo.

      Famosa época la de la amistad de Luis II y Wágner. El monarca, llena la mente de los dioses germánicos y de los héroes cuyas hazañas ponía su amigo en rotundos versos, acompañándolos de prodigiosa orquestación, apartábase cada vez más de la existencia real, viviendo como un sonámbulo, en medio de legendarios ensueños. Odiaba el traje moderno y hasta sus uniformes á la prusiana, por parecerle vulgares y antiartísticos. Los cortesanos ocultaban su turbación al verse recibidos por él, vestido como un gran señor del Renacimiento. Las verdes aguas del lago Stanberg cruzábalas en barcas doradas, con ninfas y quimeras en la proa, y grandes paños de escarlata arrastrando sobre la estela. Durante las noches de invierno, corría los campos de nieve, en veloces trineos con luces eléctricas, pasando entre resplandores como una aparición fantástica. Una orquesta invisible sonaba en la famosa Gruta Azul del castillo de Linderhof, mientras Luis, vestido de Lohengrin, paseábase erguido sobre un esquife de nácar. Un día acabó este ensueño, ahogándose el simpático perturbado en una laguna del castillo de Bergi.

      El gran músico le había precedido algunos años en su salida del escenario mundanal; pero mucho antes de que Wágner muriese, ya había dado la generosidad de Luis todo lo necesario para la realización de los ensueños del maestro.

      Wágner ansiaba un teatro suyo, con arreglo á su genio inventivo y revolucionario, el cual no sólo realizó innovaciones en la música, sino en la escenografía y en la construcción. El coliseo de Bayreuth fué su obra. Luego Munich, siguiendo los mismos planos, ha elevado el teatro del Príncipe Regente, dedicándolo á la representación de las obras de Wágner. Hoy el Prinz-Regenten-Theater, de Munich, celebra todos los años un Festival Wágner que atrae á una muchedumbre cosmopolita, y triunfa sobre Bayreuth por el esmero con que presenta las obras. Su maquinaria escenográfica es muy superior á la de los tiempos de Wágner, que aun funciona en el primitivo teatro.

      Gentes de todos los países de Europa y de mucha parte de América, se encuentran en Munich, con motivo del Festival. Inútil describir lo que es este teatro con sus novedades y misterios, pues todo el mundo conoce las innovaciones introducidas por Wágner en la representación de sus obras. La orquesta es subterránea é invisible, lo que llamaba el maestro «el abismo místico» de donde surgen las melodías como si viniesen de otro mundo, sin ver el espectador á los músicos, que sudan y gesticulan, y al director, que se mueve como un loco. El teatro está completamente á obscuras. Las puertas de los pasillos se cierran al empezar cada acto, sin que exista poder terrenal capaz de abrirlas antes de que aquél termine. La disciplina alemana reglamenta el curso del espectáculo; el programa marca las horas y minutos que se invertirán, tanto en el conjunto de la obra como acto por acto. Las trompetas, sustituyendo á los toques de campana, hacen correr á los espectadores lo mismo que reclutas que temen faltar á la lista.

      Las representaciones del Festival Wágner empiezan á las cuatro de la tarde y acaban á las nueve y media de la noche. El último entreacto es de media hora, para que el público pueda cenar en los grandes comedores del teatro. Una admirable igualdad reina sobre el público. Todos los asientos son iguales y cuestan lo mismo, veinte marcos (veinticinco pesetas). El teatro, aparte de los seis palcos del fondo, destinados á la familia real y á los potentados extranjeros, sólo se compone de butacas que se alínean en peldaños, subiendo desde la concha circular, que cubre el foso de la orquesta, hasta lo más alto de la sala. Todos ven el espectáculo de frente. Las dos paredes laterales son lisas, sin otros adornos que las portadas de salida y unas hornacinas con vasos griegos.

      ¿Á qué hablar de El anillo del Nibelungo?.. Wotan, Brunilda, Sigfrido, todos los dioses, los héroes, las beldades desventuradas, los gigantes espantosos y los nibelungos enanos, que figuran en esta serie de óperas, con su fantástica Historia Natural de dragones que cantan, pájaros que aconsejan y serpientes y osos, son personajes conocidos del público y no ofrecen ya novedad. La Walkyria y el Sigfrido los cantan en Munich lo mismo que en el Real de Madrid, ó tal vez un poco peor. Todos los artistas de lengua alemana tienen empeño en cantar en este Festival, porque da cartel. Algunos proceden de Nueva York, y creo que hasta después de trabajar gratuitamente, dan dinero encima.

      Además, en este teatro, donde no se admiten manifestaciones del público, el artista puede atreverse á todo, sin ese miedo que inspiran los espectadores exigentes de Italia y España, los cuales llevan á la ópera algo del espíritu de la gente que asiste á una corrida de toros. Total, que al lado de buenos artistas, encanecidos en el culto wagneriano, aparecen otros indignos de cantar en su compañía. Por fortuna, la orquesta, las maravillas del decorado y la escrupulosidad y atención en el juego escénico, justifican el largo viaje que ha tenido que realizar una gran parte de este público, híbrido en su aspecto exterior, y tan interesante casi como las obras de Wágner.

      La uniformidad militar del teatro contrasta con la variedad infinita de los espectadores. En lugar alguno de Europa puede encontrarse un público tan heterogéneo. Una amable libertad impera en el vestido. Las damas alemanas y algunas francesas se presentan en traje de ceremonia; los oficiales marchan tiesos, en sus apretadas levitas de alto cuello, arrastrando el sable; los herr germánicos llevan frac y se cubren la cabeza con fieltros de anchas alas; pero revueltos con estas gentes elegantes, pasan inglesas y americanas, vistiendo

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