Oriente. Ibanez Vicente Blasco
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Si de la noche á la mañana los suizos se convirtiesen en franceses, una parte de la población fijaría su entusiasmo en el coronel Tal ó Cual, viendo en su rostro los rasgos de un Bonaparte; se enardecería con el redoble de los tambores, creyendo que el ejército helvético estaba llamado á grandes glorias, y en odio á la variedad y el fraccionamiento, borraría cantones, unificando la nación como bajo un rasero, y convirtiendo á Berna en un París, depositario de toda la vida suiza.
Que los suizos se convirtiesen en españoles, y antes de un mes los católicos de Friburgo, cantón que tiene más conventos y más frailes de todos colores que cualquiera ciudad nuestra, declararían deshonroso para su cuerpo y peligroso para su alma el hacer vida común con los cantones que son protestantes, y las plácidas montañas verdes se llenarían de partidas capitaneadas por curas, y la causa del Dios verdadero intentaría convencer á tiros á los herejes para que no persistiesen en el error.
Que fuesen italianos todos los habitantes de la libre Helvecia, y sin perjuicio de atraer y desvalijar en sus hoteles á los extranjeros, los insultarían con su desprecio de pueblo escogido, llamándolos barbari.
Pero los habitantes de Suiza son suizos, «están bien donde se encuentran», reconocen como muy aceptable su vida presente, y no piensan nada nuevo ni se sienten agitados por originales aspiraciones.
Viendo de cerca á Suiza, hay que decir: «¡Benditos los pueblos que carecen de imaginación! ¡De ellos serán la tranquilidad y las virtudes vulgares!» La falta de individualidad permite mantener á los hombres en el goce de sus completas libertades, sin miedo á que abusen de ellas saliéndose del nivel común. La carencia de imaginación evita el peligro de que los más inquietos y audaces tiren impacientes de las riendas de la ley, turbando la marcha lenta, ordenada y mecánica de este pueblo, que por su carácter monótono ha hecho de la relojería un arte nacional.
Todas sus aspiraciones hacia lo desconocido, lo inesperado y novelesco, se cifran en la servidumbre. En otro tiempo se vendían como soldados á los reyes de Europa, y los hijos de la libre Helvecia formaban los regimientos suizos, favoritos de las cortes, que se encargaban de acuchillar á los pueblos para que se mantuviesen por el miedo sometidos á los déspotas. Verdaderos mercenarios, pasaban del servicio de unos Estados á otros, y esto hacía que en los combates se batiesen sin entusiasmo, con ciertos miramientos, convencidos de que en las filas enemigas figuraban hermanos suyos igualmente á sueldo.
Ahora se dedican á fondistas y cafeteros, y corren el mundo para servir platos ó bocks, lo mismo en California que en Australia ó el Cabo, pero siempre con el pensamiento fijo en las verdes montañas y los azules lagos, imágenes que les siguen en su peregrinación, sin que logren borrarlas nuevos espectáculos.
Yo creo que ningún suizo sueña cuando duerme. Su obligación al cerrar los ojos es dormir: un ensueño sería un desorden inútil de la «loca de la casa», que no tiene aquí amigos ni adeptos.
En Ginebra he comido todos los días en un modesto restaurant, donde entré casualmente al llegar á la ciudad. Una irresistible simpatía me atrajo á este establecimiento.
El reloj, una soberbia pieza con la hora de París, la hora de la Europa Central y todas las horas del mundo, estaba siempre parado.
¡Un reloj parado en Ginebra, la Salamanca del muelle real, la Sorbona de la rueda catalina!.. ¡Un suizo á quien no importa saber qué hora es, ni se preocupa del buen orden de su vida!
Me he ido de Ginebra sin conocer al dueño del restaurant, pero estoy convencido de que es un poeta que se pierde Suiza.
VII
El lago y el Concilio
Escribo junto á una ventana, por cuyo amplio rectángulo se ve, en primer término, el follaje de los árboles y la saliente redondez de un pequeño torreón; más allá una superficie azul, tranquila y tersa, que se pierde hasta juntarse con el cielo, y en esta línea indecisa del horizonte, una bruma que no consiguen disipar los rayos del sol de la mañana, y en la que se dibujan vagamente obscuras siluetas, que tan pronto parecen nubes rastreras como altivos montes.
La ventana es del Insel Hôtel, antiguo y famoso convento de dominicos, situado en una isla, entre soberbios jardines, y convertido por los artistas alemanes en uno de los más hermosos hoteles del mundo; la torrecilla es la prisión en la que vivió Juan Huss antes de ser conducido á la hoguera; la inmensa extensión azul, el tranquilo lago de Constanza, límite entre Suiza y Alemania, y los obscuros perfiles esfumados por la niebla, los lejanos Alpes del Tirol.
Hace unas horas he abandonado la tranquila, burguesa y antipática Zurich, convertida, por las maniobras militares de verano, en una ciudad belicosa, con las calles llenas de suizos uniformados, arrastrando el sable; me he detenido en Schaffhouse para ver el Rheinfall, la prodigiosa caída del Rhin, dividiéndose en dos soberbias cascadas al chocar con una isleta saliente, que parece imposible pueda resistir el ímpetu de las espumas hirvientes y ruidosas, y después, saliéndome del camino que habitualmente siguen los viajeros, he venido á la tranquila ciudad de Constanza, penetrando en los dominios del gran duque de Baden.
Suiza acaba en la misma estación de Constanza. Para seguir el viaje á Munich hay que volver al territorio helvético, embarcarse en Romanzhon y atravesar el lago hasta Lindan, entrando de nuevo en Alemania. Cuatro aduanas, con otros tantos registros de equipaje en el transcurso de unas cuantas horas.
Constanza, antigua ciudad episcopal, venerable y plácida, fué libre durante muchos siglos. Los españoles la atacaron en el siglo XVI. Los austriacos la hicieron suya, matando la república protestante que se había organizado dentro de sus muros, y perteneció á los emperadores de Viena hasta 1806, en que entró á formar parte del gran ducado de Baden. Hoy es un resto de aquella Alemania anterior á los triunfos militares, pacífica, alegre y poética, con sus costumbres patriarcales y su tranquila libertad. Se ven pocos soldados en su recinto. Las calles venerables, con edificios de puntiagudos techos y puertas blasonadas, resuenan de tarde en tarde bajo los pasos de los transeuntes. En los muelles, limpios y sombreados por los tilos, pasean las muchachas de trenzas rubias, brazos sonrosados y ojos de un azul clarísimo. Á las puertas de las cervecerías, bajo la frondosa parra, apuran lentamente los ciudadanos el jarro de barro blanco chorreante de espuma.
Es una ciudad vieja, en la que la vida se desliza sin sentir, falta de intensas alegrías, pero limpia de grandes dolores. Los ciudadanos de Constanza hacen recordar la plácida existencia de El amigo Fritz, y es indudable que cuando sueñan bajo la parra, con el estómago lleno de cerveza, canta en sus cerebros la satisfacción de vivir, con una lentitud majestuosa, semejante á la del Himno á la alegría, de Beethoven. Es una de esas ciudades en las que se entra como en un lugar amigo que no se ha visto nunca, pero que evoca confusamente simpatías y familiaridades de una misteriosa existencia anterior. El viajero parte con pena, prometiéndose volver, y piensa en la felicidad de pasar en ella el resto de sus días, apartado del mundo, si las exigencias de la vida no le obligasen al movimiento, tirando de él hacia otro país.
Sin embargo, esta ciudad de vida placentera debe su celebridad á un gran crimen. Este paisaje sonriente, este lago tranquilo y casi desierto, con gaviotas que rizan bajo el contacto de sus plumas las tranquilas aguas, y bandas de gorriones que caen sobre las barcas solitarias, han presenciado uno de los conflictos que trajo más revuelta á la humanidad y fué motivo de guerra y otros males.