Oriente. Ibanez Vicente Blasco

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Oriente - Ibanez Vicente  Blasco

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de dominicos, cuyas ruinas se han utilizado para el hotel en que vivo, todo recuerda la gran gloria y la gran vergüenza de la tranquila ciudad: el famoso Concilio que lleva su nombre y el suplicio de Juan Huss con su compañero Jerónimo de Praga.

      Cuatro años duró el tal Concilio. Nunca atravesó el cristianismo una crisis tan ruidosa y aguda. Tres papas tenía á un tiempo la Iglesia: uno, vagabundo por Cataluña, Aragón y Valencia, el testarudo español Luna; otro, en Italia; otro, en Alemania, y de continuar la anómala situación, los sumos pontífices iban á multiplicarse hasta el punto de que el Espíritu Santo, con toda su divina sapiencia, no podría bastarse para atender á la tarea de tan numerosas inspiraciones.

      De 1414 á 1418 duró la gran reunión de autoridades eclesiásticas y laicas, convocada en Constanza para poner remedio á tales males. El emperador Segismundo, primer soberano de la tierra en aquellos tiempos, y gran métomentodo de la época (algo semejante al kaiser actual), presidía el Concilio, rodeado de toda la pompa de su majestad: guerreros bigotudos de Bohemia, rubios barones alemanes, feudatarios cubiertos de hierro, de la Europa Central. Frente á su trono, guardado por los cuatro grandes dignatarios, uno con la corona en un almohadón, otro con el cetro, el de más allá con la espada y el último con el globo de oro, símbolo de universal grandeza, alineábanse los cardenales, vestidos de rojo, con su perfil de pájaro sombreado por el ancho sombrero escarlata de pendiente borlaje; los prelados venidos de todas las naciones cristianas y los frailes multicolores, que leían horas y horas interminables rollos de pergamino ó peroraban en latín, con una facundia pesada, para sostener las pretensiones de sus respectivos partidos. Cada personaje llevaba detrás un séquito interminable. El emperador traía con él un verdadero ejército y todo cardenal arrastraba tras su cola roja un pequeño pueblo de familiares, pajes, cocineros y reposteros, caballos y acémilas. Los príncipes de la Iglesia, rivalizando en lujo, habían acudido á la cita seguidos de interminable mesnada, y la pequeña Constanza no sabía cómo contener y guardar todas las grandezas terrenales, llegadas á su seno para examinar y fallar el gran pleito surgido en el arreglo de la herencia de Cristo.

      Un vasto campamento rodeaba la ciudad. Miles de caballos agitaban por las mañanas las riberas del lago al bañarse en sus aguas; las barcas, cargadas de víveres y forraje, iban en interminable rosario de una orilla á otra; en las calles, repletas de gentío, sonaban todos los idiomas de Europa, y cada semana se veían llegar nuevas gentes de países lejanos: frailes de España, venidos á pie de convento en convento, para sostener las pretensiones de su pontífice; sacerdotes procedentes del fondo de la Bohemia ó de las lejanas riberas del Báltico, que parecían traer con ellos un olor de herejía y eran los precursores de la Reforma, á la que sólo le faltaba un siglo para nacer.

      Transcurría el tiempo, y el concilio no adelantaba en sus decisiones. Todo acuerdo exigía una información en lejanos países ó provocaba protestas, y mientras tanto, el pequeño mundo aglomerado en Constanza se aburría, sumiéndose en los mayores pecados por culpa del tedio. Los mercenarios del emperador correteaban á las muchachas en los bosquecillos inmediatos al lago; la cerveza y el vino del Rhin rodaban á torrentes; los santos cardenales cerraban bajo llave á los pajecillos italianos, para librarles de incurrir en pecado con gentes que no fuesen eclesiásticas, y para general distracción y derrota del diablo tentador, se organizaban procesiones ostentosas, amenizadas con la quema de algún que otro miserable judío.

      He visitado el Kaufhaus, enorme edificio, vecino al puertecillo actual, en el que se celebraron las sesiones del Concilio. Es un caserón de piedra, con las puertas negruzcas, de ojiva chata, rematadas por groseros relieves góticos. El último piso, de madera carcomida, está rematado por un techo de barraca, de ruda pendiente, igual al usado en todos los países donde abunda la nieve.

      Un día, el Concilio, reunido en el salón que ocupa todo el piso superior, vió comparecer á un sacerdote de gran barba rubia y ojos azules, vestido de raída sotana y cubriendo con un cuadrado bonete sus cabellos ensortijados. Era Juan Huss.

      Traía revuelta á Hungría con sus predicaciones. La muchedumbre marchaba tras sus pasos, y el sacerdote deteníase en los caminos, predicando al pie de los árboles sus nuevas doctrinas. La gran masa, ansiosa de rebelión, adoraba al profeta. El emperador Segismundo le había invitado á venir al Concilio, para explicar sus creencias, dándole un salvoconducto y empeñando su palabra imperial para convencerle de que su vida no corría peligro. La espada del Imperio velaba sobre él. Su existencia era sagrada.

      Al verle aparecer y escuchar su voz, corrió un estremecimiento por la santa asamblea, semejante al que agita á la jauría cuando huele la caza.

      Los hábitos negros y blancos de los dominicos palpitaron de emoción; las cabezas severas y duras de los frailes alemanes, intolerantes y rudos, y de los frailes españoles, sus discípulos y herederos, agitáronse con aullidos de muerte.

      El sacerdote bohemio se explicó tan claramente, que, á los pocos días, estaba preso, y para mayor seguridad, en el convento de los dominicos, en este torreón que puedo tocar con sólo extender el brazo fuera de mi ventana. El emperador se olvidó de él y de la palabra dada, ejemplo de villanía repugnante que no siguió Carlos V cuando un siglo después compareció Lutero ante la Dieta de Worms.

      La muchedumbre reunida en Constanza gozó al fin de una gran fiesta. Los padres del Concilio, que llevaban tanto tiempo sin hacer nada y se veían desobedecidos en sus acuerdos, pensaron satisfechos en que iban á hacer algo sonado.

      Una mañana, el prisionero del convento de la Isla fué sacado del torreoncillo, por cuyas estrechas ventanas contemplaba la extensión azul del lago buscando las montañas de su lejano país. Cruces en alto; blandones encendidos; largas filas de monjes encapuchados; un canto lúgubre, que contrasta con el piído de los pájaros y el susurro del lago al morir en la orilla. Como representantes del brazo secular, los barbudos lansquenetes, oliendo á cerveza, empujan al sacerdote, lo amarran, lo visten con una mitra y una túnica pintadas de diablos y serpientes y la procesión de muerte emprende el camino hacia el arrabal de Brülh, donde hoy se alza una roca cubierta de inscripciones en honor del mártir. Otra procesión igual surge en el camino conduciendo á Jerónimo de Praga, el fiel compañero y discípulo.

      La gloria de la cristiandad, lo más selecto é ilustre de la época, ocupa la llanura de Brülh. El emperador no ha osado contemplar su obra, pero allí están, junto al montón de leña seca, rematada por dos postes, los cardenales á caballo, con sus séquitos de príncipes; los nobles guerreros y las hermosas damas alemanas, rubias, blancas y pechonas, montadas en vistosas hacaneas y avanzando todo cuanto pueden para no perder nada del interesante espectáculo.

      ¡Prodigios de la fe! El inmenso montón de leña ha sido traído voluntariamente pieza á pieza, por la piedad de los fieles, por el buen populacho, que desea la quema de estos dos hombres, á los que no conoce, pero cuya maldad le parece indudable.

      Empiezan á crepitar las llamas, asomando sus lenguas rojas entre los leños. Surge el humo de las ropas carnavalescas que cubren á los condenados como un último insulto.

      De pronto se abren las filas de soldados sonrientes, y sonríen también las hermosas damas, los príncipes eclesiásticos y los jinetes de luciente coraza.

      Una vieja, arrugada y casi ciega, miserable andrajo humano, avanza, encorvada bajo un pequeño haz de sarmientos. Viene de muy lejos, y teme haber llegado tarde para depositar su ofrenda, perdiendo la ocasión de hacerse grata á Dios. Al arrojar su haz en la hoguera, suspira satisfecha, como si librase su alma de un gran peso.

      Juan Huss también sonríe. Sus ojos azules, de dulce profeta, lagrimeantes por el humo, miran al cielo. Su barba rubia, que empieza á chamuscarse, muévese á impulsos de una admiración lastimera.

      –¡Oh sancta simplicitas!– gime.

      Las últimas palabras del mártir fueron

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