La araña negra, t. 2. Ibanez Vicente Blasco

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La araña negra, t. 2 - Ibanez Vicente  Blasco

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nueva orden de detención, sin que en su rostro se notara la menor impresión producida por tan estupendas arbitrariedades.

      – Ya está, reverendo padre – dijo a su superior.

      – Bueno; ahora toma nota de otra comunicación, que enviarás al mismo tribunal, pidiendo el procesamiento y el envío a la galera, por unos cuantos años, de una partera de esta capital, llamada Manuela Gómez.

      Entonces el secretario no permaneció impasible, pues su rostro palideció hasta tomar un tinte amarillento y miró con asombro y alarma a su superior.

      – Escribe – dijo éste con tono imperioso – . ¿Qué es lo que te detiene?

      – ¡Padre mío! – exclamó el "socius" con trémula voz – . ¡Esa mujer es mi madre!

      – Un jesuíta no tiene más madre que la Orden.

      – Es el ser que más ha hecho por mí en el mundo. ¡Perdón para ella, padre mío! ¡Perdón para mi madre!

      – Tú lo has dicho no hace mucho rato; Hay que ser inexorable y castigar con mano ruda a todo el que estorbe y desbarate los planes de la Compañía. Esa mujer, con sus revelaciones, ha producido la tragedia de ayer y es preciso castigarla. Sé, pues, consecuente, y obedece.

      El miserable "socius" causaba lástima.

      Aquel canalla de sotana mugrienta, por lo regular tan repugnante y antipático, estaba transfigurado con el cariño filial. Nunca había amado gran cosa a su madre y ésta había sufrido continuos desdenes del sér criado a costa de tantos sacrificios; pero en aquel momento, al verla en peligro, el instinto filial se sublevaba momentáneamente en su conciencia, borrando, aunque sólo por un instante, las criminales aficiones que le dominaban.

      Con el rostro pálido, la vista extraviada y el ademán suplicante, el hermano Antonio parecía implorar compasión de su superior, que le contemplaba sonriente afectando no comprender la causa de tal situación.

      Hubo un instante en que el "socius" pareció dispuesto a arrodillarse ante el padre Claudio, pero se detuvo al ver que éste le dirigía una mirada fría y desdeñosa.

      – Hermano Antonio – dijo el jesuíta con altivez y lentitud – , sois mi secretario y tenéis el deber de hacer cuanto yo os diga. Si es que no estáis dispuesto a obedecerme, libre encontraréis la puerta. Ni la Orden ni yo necesitamos hombres ligados al mundo por fútiles preocupaciones. Veo que me he engañado y que no sois lo que yo creía.

      El espíritu de maldad que encerraba el cuerpo del "socius" se agitó furiosamente al contacto de tal latigazo y todo el afecto filial se desvaneció rápidamente.

      La diabólica ambición resucitó en el hermano Antonio, sus ojos brillaron, y agitando la cabeza como para arrojar muy lejos tristes y abrumadores pensamientos, púsose a escribir.

      El padre Claudio miró por encima de los hombros de su secretario lo que éste escribía, y al ver que anotaba la orden para enviar a su madre a la cárcel, sonrió con expresión mefistofélica y dijo, al mismo tiempo que golpeaba amistosamente su espalda:

      – Estoy satisfecho. Tú irás muy lejos, pues eres de la pasta de los grandes hombres. Dentro de poco harás el cuarto voto y la Compañía reconocerá en ti un modelo de jesuítas.

      TERCERA PARTEbr /> EL SEÑOR AVELLANEDA

      I

      El hombre de la rue Ferou

      Todos los vecinos del barrio de San Sulpicio, el distrito levítico de París, conocían en 1842 al extranjero que habitaba en la rue Ferou, casi desde tiempo inmemorial.

      Largos años de residencia en la misma calle le habían dado en el barrio el carácter de una institución, y lo mismo las porteras y las vendedoras de esquina que los cocheros de punto en la plaza de San Sulpicio y los traficantes en imágenes y objetos de culto, conocían perfectamente a "monsieur l’espagnol" y podían dar cuenta de todo lo que hacía al día, pues su existencia, a través del tiempo, se desarrollaba con la impasible y mecánica exactitud de un reloj.

      A pesar de esto, en los primeros años nadie sabía en el barrio a ciencia cierta el porqué de la estancia de aquel extranjero en París; pero todos presentían que aquella residencia en extraño suelo era forzosa y que algo había en su patria que se oponía a su paso y le cerraba las puertas de la frontera.

      Como dice Víctor Hugo, "los volcanes arrojan piedras y las revoluciones hombres".

      Aquel hombre era una piedra que las convulsiones de España habían arrojado de su seno, y que errante por el espacio, fué a caer en París.

      Nada más metódico que su vida.

      A la una de la tarde remontaba con paso tardo, el cuerpo algo encorvado, las manos a la espalda y el aspecto meditabundo, la estrecha calle Ferou, no parando hasta el jardín del Luxemburgo, en una de cuyas alamedas más solitarias tomaba asiento en un banco y allí, arrullado por el susurro del ramaje, el piar de los pájaros, los gritos de los niños que en las inmediatas plazoletas se entregaban a sus juegos, el monótono redoble del tambor de los teatrillos mecánicos y el rumor de la gran ciudad que semejaba el cansado resuello de un lejano monstruo, se dedicaba a la lectura de periódicos o permanecía horas enteras abstraído y meditabundo, siguiendo con vaga mirada los caprichosos arabescos que el sol, filtrándose a través del movible follaje, trazaba sobre el suelo.

      La tarde entera permanecía el viejo en el Luxemburgo, y al llegar la noche volvía, siguiendo el mismo camino, a su vivienda de la rue Ferou, enorme caserón perteneciente en otros tiempos a un cortesano de la antigua nobleza, pero que en tiempos de la Revolución había venido a ser propiedad de un especiero.

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