La araña negra, t. 2. Ibanez Vicente Blasco

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La araña negra, t. 2 - Ibanez Vicente  Blasco

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fué cuando llamé a los criados. Estos se hallaban en la antesala, confusos y alarmados, pues ya momentos antes había yo salido para manifestarles que su señora estaba muy grave y enviar a uno de ellos a la botica con una receta que a toda prisa escribió Rodríguez, y en la cual pedía los primeros medicamentos que se le ocurrieron. Cuando manifesté a toda aquella chusma que su dueña acababa de morir y les mostré su cuerpo en la cama, hubo los llantos y lamentaciones propios del caso; pero yo no les dejé mucho tiempo entregados a los arranques de mercenario dolor, pues fuí enviando a cada uno a cumplir las comisiones necesarias en aquella situación. Al poco rato las campanas de la parroquia tocaban a muerto, en Palacio se sabía ya por orden mía el inesperado fallecimiento de la condesa de Baselga, víctima de una congestión cerebral, y teníamos ya en la casa un lujoso ataúd, un hábito y todo lo necesario para el tocado fúnebre de la difunta. Mientras todo esto se hacía por mis disposiciones, Rodríguez lavaba al conde la sangre que aún tenía en el rostro, hacía desaparecer de éste los arañazos que le había hecho Pepita y extendía la partida de defunción con todos los requisitos de legalidad.

      – ¿Y quién amortajó a la condesa?

      – El doctor y yo. Llegaron al poco rato a la casa gentes encargadas del fúnebre servicio, pero yo, tanto a ellas como a los criados, los despedí diciendo que la condesa, momentos antes de expirar, se había confesado conmigo, manifestándome con gran empeño que no quería que su cuerpo fuese profanado por manos mercenarias, por lo que rogaba al doctor y a mí que la vistiéramos el hábito de religiosa de la Virgen de la Merced y la colocásemos en el ataúd.

      – Admiro el talento de vuestra paternidad.

      – Vestimos al cadáver el tal hábito, cubrimos su cabeza con la blanca toca, y cuando lo colocamos en el ataúd presentaba un aspecto tal, que el más hábil observador no hubiese adivinado la terrible tragedia que se ocultaba bajo aquella fúnebre estameña. El cuello de la toca ocultaba las manchas amoratadas que la estrangulación había dejado en la garganta y la parte superior de la blanca caperuza, sombreando los ojos impedía fijarse en lo abultados que éstos parecían bajo los párpados. Al anochecer nuestra obra estaba concluída y habíamos borrado en aquella casa todo vestigio del crimen.

      – Y, aunque os parezca demasiado audaz mi curiosidad, ¿que hicisteis después, padre mío? ¿No había ya terminado vuestra misión?

      – ¡Oh, alma ignorante! ¿Y eres tú el que en ciertos momentos te atreves a darme lecciones? Imposible parece que a una penetración tan exquisita como quiere ser la tuya se le escapen ciertos detalles. Los vestigios del crimen se habían borrado ya en la casa, como te he dicho, pero estaban permanentes y acusadores sobre el cuerpo de la condesa. Figurate que durante la noche se le hubiera ocurrido a cualquiera de los encargados de velar el cadáver levantar un poco la toca o examinar el cuerpo de la difunta. Inmediatamente se habría descubierto la terrible verdad, y aunque nuestra Orden tiene medios para librarse de peligros aún mas grandes, no por esto se hubiera evitado el escándalo. Reconoce, pues, que yo obré sabiamente al permanecer toda la noche velando el cadáver y sin perder de vista a los que me acompañaban en tan santa operación. Así se ha podido lograr que prevaleciera el benéfico engaño y que nadie se acercara al cadáver de Pepita. De seguro que tú, soberbio fatuo, hubieras olvidado tan saludable precaución.

      El hermano Antonio hizo con la cabeza una señal afirmativa, aunque en su interior no consideraba al padre Claudio tan listo como él mismo se creía.

      Entre tanto, el hermoso jesuíta, sacando un bordado pañuelo de batista, se frotaba la cara con fruición, como si la frescura del trapo desvaneciese el ardor de su epidermis, y decía con voz lastimera:

      – ¡Si supieras cuán cansado estoy! Las agitaciones del día anterior y la contemplación del cadáver de Pepita, a quien ayer mañana vi rebosando salud y vida, no me han permitido cerrar los ojos en toda la noche, y a pesar de que soy fuerte como el hierro, como tú mil veces has podido apreciar, me siento quebrantado y necesito descansar inmediatamente.

      – Esta madrugada – continuó el jesuíta después de larga pausa – mi primera ocupación ha sido avistarme con el conde de Baselga. El dolor le había rendido y estaba inerte sobre un sofá de su cuarto, respirando angustiosamente. El conde debe de haber pasado una noche más dolorosa aún que la mía. Como comprenderás, convenía a los intereses de la Orden el que explorase nuevamente la voluntad de ese fiero, uniéndolo aún más estrechamente a nuestra santa Compañía. Te confieso que más que los peligros que pudiera proporcionarnos la inesperada muerte de Pepita, me preocupaba lo que diría ese león furioso al despertar de su delirio del día anterior y darse cuenta exacta de su situación examinando las cosas con frialdad.

      – La conversación sería larga.

      – Muy larga, hermano Antonio, y te aseguro que en los primeros momentos el conde me causó miedo. Las terribles impresiones y la dolorosa crisis que acababa de sufrir, habían cambiado su carácter y sus facultades hasta el punto de que yo quedé asombrado al oírle expresarse con una energía tan culta y un acento de tan dramática indignación, que me recordó a alguno de aquellos oradores liberales que alborotaba en las Cortes durante el maldecido período constitucional.

      – Eso es un milagro de Dios tratándose de un hombre tan rudo y poco ilustrado como lo es el señor conde.

      – El dolor y los terribles desengaños operan algunas veces en el hombre asombrosas transformaciones.

      – Realmente en el ánimo del conde debe de haberse efectuado una verdadera revolución.

      – Cuando yo comencé a dirigirle las primeras palabras de consuelo, Baselga pareció despertar. Cada una de mis expresiones fué desvaneciendo una parte de las nieblas que envolvían su cerebro y, al fin, como el ciego que de repente ve la luz, se pintó en su rostro una expresión de asombro y de sorpresa y dió un suspiro que tenía mucho de rugido. Acababa de darse cuenta exacta de su situación. Su figura nada tuvo de tranquilizadora cuando los recuerdos fueron agolpándose en su memoria. Paseábase furiosamente por la habitación y con voz entrecortada fué dando salida a los pensamientos que en tropel acudían a su memoria. ¡Cómo recordar yo ahora lo que allí dijo aquel infeliz para desahogar su furor! Habló hasta contra el mismo Dios; y al rey, a pesar de todas sus aficiones realistas, lo puso como un trapo, apurando todos los adjetivos malsonantes que había podido recoger en las cuadras de los cuarteles. Te digo que parecía un tribuno de aquella "Fontana de Oro", de triste memoria.

      – La verdad es que el señor conde tiene motivos sobrados para hablar mal de S. M.

      – Así es; pero si hubiera podido oírle Chaperón o cualquiera otro director del moderno Santo Oficio, te aseguro que Baselga, a pesar de todos sus servicios a la causa del absolutismo, estaría a estas horas en la cárcel y mañana patalearía en la horca de la plaza de la Cebada. Mira con qué calor hablaría, que hasta yo mismo me conmoví un poco. ¡Con qué acento tan lastimero declamaba contra el rey, en cuya defensa había derramado su sangre, y que correspondía a tan grandes servicios arrojando la deshonra sobre su cabeza! Dijo que los reyes eran todos iguales: bestias miserables que no reparaban en deshonrar a sus más fieles vasallos turbando la paz de sus hogares, y acabó en su furor hasta por decir que ya se iba convenciendo de que los revolucionarios tenían razón, y que los franceses del 93 habían obrado muy cuerdamente cortando las cabezas de los monarcas.

      – ¡Eso dijo! – exclamó el secretario con afectado asombro – . No cabe dudar de que el conde deliraba a impulsos del dolor. Esas palabras sólo se comprenden en un loco.

      – Has acertado; el conde estaba loco y aun me afirmo más en ello cuando recuerdo que habló de lo dispuesto que estaba a dar una puñalada al rey apenas lo viese, o al menos darle de latigazos así que encontrara ocasión.

      – Eso

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