La araña negra, t. 2. Ibanez Vicente Blasco

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La araña negra, t. 2 - Ibanez Vicente  Blasco

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que alargó instintivamente su fuerte diestra, y al pronunciar las últimas palabras, descargó un tremendo bofetón sobre Pepita.

      La fresca mejilla se amorató bajo tan fuerte golpe, la huella de la mano quedó marcada en la tersa tez, y la condesa, a pesar de ser fuerte y robusta, vaciló, llegando casi a doblarse sobre el asiento.

      Pepita, llevándose las manos a la parte dolorida, púsose a llorar silenciosamente, y el conde pareció que despertaba de un horrible sueño.

      Nunca Baselga se hubiese creído capaz de golpear a una mujer, y, al contemplar su obra, sintió tal desesperación que casi estuvo tentado de pedir mil perdones a aquella misma mujer que tanto le había ofendido.

      En uno de sus brutales arranques llevóse la diestra a la boca para morderla furiosamente, como en castigo a su desacato, y siguió paseando por el gabinete, mientras que la condesa lloraba con aire resignado, sin perjuicio de pensar en su interior que una bofetada era poca cosa si con ella sola lograba salir de tan tremenda situación.

      Por mucho tiempo permanecieron callados los dos esposos y paseando el conde agitadamente; fué borrándose poco a poco de su cerebro la expresión de lástima que le había producido su propio desacato, y nuevamente los celos y la indignación excitaron su carácter violento, hasta el punto de que volvió a reanudar el penoso diálogo con su esposa.

      – No llore usted. Las mujeres que faltan a sus deberes deben tener el suficiente valor para sufrir las consecuencias de sus crímenes, y, ya que son malvadas, que lo sean de veras sosteniendo toda la responsabilidad que sobre su conciencia se han echado.

      Luego añadió, riendo sarcásticamente:

      – Yo la creía a usted de más valor. Hasta hace poco estaba sometido a su voluntad, teniéndola por una mujer de gran entereza; pero ahora veo que es usted un tiranuelo sin energía, que ni aun tiene la grandiosidad de sostener sus crímenes. La creía a usted de más valor, y me alegraba. Quería ver si usted, defendiendo sus crímenes, mostraba gran energía, hasta el punto de fingir un ánimo varonil, para entonces hacerme yo la ilusión de que trataba con un hombre y exterminarla, que es lo único que usted merece.

      Al hablar de exterminio, Baselga se acercó a su esposa, y ésta incorporóse, asustada, gritando con temblorosa voz:

      – Fernando mío, ¡por Dios! Perdóname; piensa que tienes una hija y que yo soy su madre.

      Duró algunos instantes Baselga entre extender sus brazos contra aquella mujer ó separarse de ella, y, por fin, al oir que hablaba de su hija, prorrumpió en una interminable carcajada, de sonido tan raro, que crispaba los nervios.

      – ¿Conque yo tengo una hija? ¿Por ella te he de respetar?

      – Sí, Fernando mío; piensa en tu hija y en que yo soy su madre, y así me perdonarás. Te han engañado, han mentido para perderme… esa carta es falsa… yo no conozco a ese inglés… yo no conozco a nadie… ¿Quieres que traiga aquí a tu hija?

      – No la traigas – gritó con voz tonante el conde – . La pobre criatura es inocente y no debe pagar las faltas de nadie. Si la trajeras, sería capaz de estrellarla contra la pared, con toda tranquilidad, pues no hay en su sangre una sola gota de la mía.

      – ¿Que no es tu hija? – exclamó Pepita, con un asombro que le hubiera envidiado la más consumada actriz.

      – Mira, Pepita: no sigas mintiendo, o de lo contrario no respondo de mí. Te he dicho que lo sé todo, y así es la verdad. Esa criatura no es hija mía. Ahí está para atestiguarlo la mujer que te asistió en el parto, la cual confiesa que la niña nació dos meses después de la fecha que tú me anunciaste. Tú sabrás quién es su padre, pues no se habrá borrado aún de tu memoria el recuerdo del hombre a quien te entregaste después de mi partida.

      Pepita, al conocer que su esposo estaba tan bien enterado, experimentó mayor turbación, y sólo supo decir, con la inconsciencia de un autómata:

      – Mentira; todo lo que te han dicho es una falsedad. Alguien me quiere perder.

      – Sí; alguien te pierde, pero es tu misma desvergüenza. Mira esa carta que aún tienes sobre las rodillas, examina bien la letra, y después atrévete a negar que la has escrito tú misma para un amante que hace tiempo absorbe tus sentidos, hasta el punto de olvidarte de tu esposo y de tu hija.

      La condesa, no sabiendo qué contestar, apeló a la suprema razón de la mujer, y volvió a llorar, ocultando el rostro entre las manos.

      Mucho tiempo pasó Baselga paseando por la habitación con aire meditabundo, y, al fin, se paró ante su mujer, exclamando con voz cavernosa:

      – Señora: es necesario que esto concluya. Sé bien que ante los ojos de Dios, que es enemigo del pecado, tengo yo derecho a exterminar a la mujer que tan vergonzosamente ha mancillado mi honor, pero un valiente no se ensucia jamás con la sangre de un ser débil. Hace poco me sentía capaz de estrangularla entre mis manos, pero ahora me felicito de no haber adoptado tan extrema resolución, que vendría a añadir nueva vergüenza a mi deshonra. Otra será mi venganza y cual corresponde a un caballero que tiene derecho a llevar alta la frente.

      Dijo Baselga estas últimas palabras con tanta firmeza, que Pepita levantó, asustada, la cabeza y preguntó con ansiedad:

      – ¿Qué piensas hacer?

      – Hoy mismo, señora, quedaremos separados y buscaré a ese inglés, al que usted tanto ama, para cambiar algunas balas o darnos de estocadas; pero antes iré a Palacio, pues nuestro divorcio no ha de quedar en el misterio, ni un conde de Baselga ha de abandonar a su esposa sin que todo el mundo sepa la causa. Hablaré con la reina Amalia para que sepa la conducta de su esposo y la de una dama de su servidumbre de honor, y usted, señora, no podrá ya volver a Palacio y la alta sociedad le repudiará de su seno. Sé perfectamente que entre las gentes de Palacio hay muchas señoras que sólo de tal tienen el nombre y que proceden con sus maridos tan infamemente como usted con el suyo; pero eso no aminorará la pena que yo la destino, pues en ciertas esferas el escándalo es lo que mata, y las más culpables y dignas de castigo son las que más se apresuran a abrumar con su desprecio a la compañera de pecado que no ha sabido impedir que fueran conocidas sus faltas. Soy joven; hasta hace poco era un imbécil; pero el dolor y la venganza han operado en mí una transformación y hoy veo claro cuanto me rodea, y conozco que, para un carácter altanero y soberbio como el de usted, el peor castigo es verse abandonada de todos y despreciada por las mismas mujeres cuyos celos y envidias provocaba hasta hace poco. Todo Madrid sabrá que la baronesa de Carrillo es una prostituta sin vergüenza, una mujer infame, que su marido, el conde de Baselga, la ha abandonado por conservar limpio su honor, y quiere que todo el mundo lo sepa.

      Efectivamente; debía de ser para Pepita muy terrible el castigo que le prometía su esposo, por cuanto temblaba y mostraba más miedo que momentos antes cuando Baselga la golpeaba.

      Este miraba fijamente a su esposa, adivinando el efecto que en ella causaban sus palabras, y para hacer mayor su tormento, añadió con cierta complacencia:

      – Todo Madrid sabrá quién es usted y la escupirá en el rostro. Las altas damas de Palacio le negarán la entrada en sus casas, y cuando la encuentren en la calle, si se dignan fijar en usted sus ojos, será para dirigirla miradas de desprecio; los hombres, si la hablan, será para dirigirla palabras capaces de ruborizar a la pecadora más perdida; toda persona virtuosa y de honor huirá de usted, y hasta los buenos padres de la Compañía, esos santos varones que dirigían su conciencia, se negarán en adelante a ser el sostén de una ramera con título de baronesa.

      – ¡No! ¡Eso no!.. –

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