La araña negra, t. 3. Ibanez Vicente Blasco
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Gran trabajo costó al teniente disuadir a su madre del empeño que mostraba en seguir al regimiento. La valerosa navarra sentíase halagada por la idea de asistir a una campaña en país tan extraño y contra enemigos a los que ella odiaba como buena católica; pero su hijo le expuso razones que le hicieron desistir y la obligaron a conformarse con la tristeza que le causaba no poder presenciar aquella guerra en la que iban a perder sus vidas muchos miles de moros dignos de la peor de las suertes por poner a Mahoma a más nivel que Jesucristo y no prestar acatamiento al Papa.
Doña Balbina fuése a vivir con sus parientes de Pamplona, y Esteban, libre de toda carga, partió con su regimiento contento con la fortuna que le deparaba una verdadera guerra donde poder lucir su valor y conquistar algo de aquello que su ambiciosa imaginación soñaba.
Apenas si en el viaje, ni durante la campaña, echó de menos a su madre en punto a cariñosos cuidados. Llevaba como asistente a un mocetón aragonés, despierto de entendimiento y servicial y fiel como un perro, que miraba al “señorito” con tanto respeto como a su padre y con igual cariño que si fuese un hermano.
En todo el regimiento se hacían comentarios sobre la indestructible armonía que reinaba entre el oficial y el asistente y la facilidad con que éste cumplía sus menores indicaciones.
Entre el teniente Alvarez y su asistente Perico, apenas si mediaban al día media docena de palabras, y, sin embargo, todo se hacía a gusto del primero, sin que tuviera el menor motivo de queja.
En la más leve mirada adivinaba el soldado los deseos de su superior y se apresuraba a realizarlos sin romper el mutismo a que tan aficionado se mostraba su amo.
Perico, aunque aragonés, era tan hiperbólico como un andaluz cuando en las reuniones con los demás asistentes del regimiento surgía en la conversación el nombre de su amo.
Para él no admitía duda que todo el mundo estaba convencido de lo mucho que valía su señorito y que desde O’Donnell al último soldado se tenía como artículo de fe que el teniente Alvarez era el oficial más valiente y más sabio del ejército español.
Cuando le oía hablar con otros oficiales quedábase en ademán estático y con la boca abierta asombrado ante aquellos nombres extraños que su amo mezclaba en la conversación, y algunas veces hubo de reñirle Esteban en Zaragoza porque se arrimaba irrespetuosamente a la puerta del cuarto de banderas tan sólo por escuchar cómo el teniente discutía con los compañeros, aprobando enérgicamente con movimientos de cabeza todo aquello que su amo decía y que él estaba muy lejos de entender.
Tanta influencia ejercía el oficial sobre su asistente, que éste tenía ya adoptada una formal resolución sobre su porvenir. Nunca se separaría de aquel hombre al que estaba ligado por el respeto y el cariño.
Se encontraba casi solo en el mundo, carecía de padres a cuyo sustento atender y no tenía más pariente que su tía Tomasa, una hermana de su padre, que muy joven fué a París a servir a unos señores y que ahora estaba en Madrid en casa de un conde como ama de gobierno y doméstica de cierta autoridad. Esta tía era un verdadero tesoro para Perico, que como único sobrino era el verdadero dueño de su afecto y recurría a ella con éxito en todos sus apuros.
La tía le enviaba todos los meses algunos duros para sus vicios, y como Perico no los tenía, de aquí que emplease tales cantidades en beneficio de su señorito, el cual no podía explicarse al sentarse a la mesa cómo con tres pesetas que diariamente entregaba a su asistente, comía casi con tanto regalo como el coronel del regimiento.
Aquel Perico era de oro, según la expresión de todos los oficiales, y lo más notable en él resultaba la fidelidad, pues desechó las proposiciones de varios compañeros de su amo que querían llevárselo a sus casas con el deseo de tener un sirviente tan atento y puntual.
En la campaña de Marruecos el asistente demostró hasta dónde llegaba su cariño al señorito, pues en vez de permanecer a retaguardia como los demás soldados de su clase, no dejaba el fusil de la mano, y sin desatender por esto sus obligaciones marchaba al lado del teniente Alvarez más atento a defenderle que a hostilizar al enemigo.
Por dos veces salvó la vida a su señor; pero éste le correspondió dignamente partiendo de un sablazo la cabeza de un marroquí que a quemarropa apuntaba a Perico con su espingarda.
Ganoso Esteban de conquistar aquella gloria tantas veces soñada, le pareció poco notable figurar en un regimiento que entraba en fuego lo mismo que los otros, y se presentó a Prim solicitando por sí y su asistente el ingreso en una de aquellas compañías de guías o exploradores, fuerza escogida que ocupaba siempre los puntos de mayor peligro y que continuamente se tiroteaba con los moros, siendo objeto de sorpresas y sosteniendo combates cuerpo a cuerpo.
En cien ocasiones viéronse amo y criado frente a frente con la muerte, y otras tantas se salvaron como si fuesen invulnerables. Las balas menudeaban; por tres veces la muerte se encargó de que fuese renovado el personal de la compañía, y a pesar de esto, ni el oficial ni su asistente, que eran los primeros en el ataque, sufrieron el más leve rasguño.
La heroicidad del teniente Alvarez no tardó en ser conocida y comentada por todo el ejército, y tanta fué su popularidad, que O’Donnell, a pesar de que no miraba con buenos ojos a tal oficial, por saber su procedencia progresista y la gran afición que mostraba a las doctrinas democráticas, entonces nacientes, se decidió, por evitar murmuraciones, a premiar sus esfuerzos y lo ascendió a capitán, concediéndole, además, la cruz de San Fernando, en juicio contradictorio. También Perico alcanzó la cruz por haber luchado a brazo partido con dos morazos que querían hacerlo prisionero, demostrando que a la sombra de la Torre Nueva se desarrollan tan buenos puños como en las laderas del Atlas.
Alvarez y su asistente fueron objeto de grandes demostraciones de simpatía, y si el teniente no pudo sacar de la campaña aquellas grandezas por él soñadas, al menos logró alcanzar una sólida reputación de soldado valeroso.
Al terminar la campaña, el capitán Alvarez y su asistente, incorporados a otro regimiento, regresaron a España, siendo destinados de guarnición a Madrid.
Las fatigas y los peligros experimentados en común y esa fraternidad que crea la guerra, habían estrechado los lazos de cariño que unían al oficial con su asistente.
III
La vi por vez primera…
En el invierno de 1862, el sol, faltando a su perversa costumbre, se portaba como un completo caballero con los habitantes de la coronada villa.
Los madrileños estaban en pleno mes de enero, y sin embargo, transcurrían semanas enteras sin que el aliento del coloso Guadarrama fuese frío y punzante, y el sol, desde las ocho de la mañana, esparcía en las calles un ambiente tibio que, a despecho de la estación, hacía recordar la primavera.
La nieve era en aquel año cosa desconocida, y las lluvias invernales habían quedado reducidas a unos cuantos chaparrones que prestaban al Ayuntamiento el gran servicio de limpiar las calles, siempre sucias.
Aquella benignidad de la Naturaleza tenía asombrados a los habitantes de la corte, y uno de los que se mostraban más agradecidos era el capitán Alvarez, que, como criado en la costa del Mediterráneo y en una de las ciudades más risueñas y de temperatura dulce, odiaba los días nebulosos y experimentaba una alegría casi infantil cuando la Naturaleza ostentaba todos sus esplendores a la luz del sol.
En una de aquellas mañanas que parecían de primavera, el capitán, viendo el rayo de sol que se filtraba en su habitación por la ventana que el fiel Perico acababa de abrir, se levantó de muy buen humor, dispuesto a