La araña negra, t. 3. Ibanez Vicente Blasco

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La araña negra, t. 3 - Ibanez Vicente  Blasco

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de la Guardia Real, después mandó en el Norte un regimiento de lanceros carlistas, estuvo emigrado en París y allí se casó por segunda vez con la hija de un afrancesado: una muchacha enfermiza que tenía los millones a puñados. Su primera esposa fué la baronesa de Carrillo, una locuela americana que conocía demasiado íntimamente al Fernando VII, y si alguien lo duda, ahí está, para atestiguarlo, la actual baronesa de Carrillo, que no es capaz de negar a su padre. ¿Te has fijado en aquella nariz? ¿No es verdad que da ganas de cantar aquello de "ese narizotas, cara de pastel" con que los rojos del tiempo de Riego daban serenata al padre de Isabel II?

      Alvarez sonrió ante la malicia del alférez, y repasando en su memoria el rostro de la baronesa, se convenció de que, efectivamente, algo había en él que recordaba la cara del rey chulo.

      – ¡Si supieras cuánto se ha hablado en la alta sociedad acerca del conde de Baselga! Se le atribuyen cosas estupendas, y hasta hay quien dice que mató a su primera mujer. No sé lo que pueda haber en esto de cierto, pero seguramente no merecía grandes cariños aquella buena pieza que, engañando a su marido, se acostaba con don Fernando para echar al mundo un nuevo ejemplar de su persona. Si el conde mató a su esposa, hizo muy bien; y prueba de ello es que, a pesar de lo que se murmura en la alta sociedad, lo reciben con grandes muestras de consideración, y los padres jesuítas se hacen lenguas de su piedad y de sus sentimientos caballerescos.

      Alvarez sentía cada vez mayor curiosidad por saber la historia de la familia de Enriqueta.

      – ¿Y con su segunda esposa – preguntó – , fué tan desgraciado el conde?

      – Todo lo contrario. Doña María Avellaneda era una mujer casi insignificante. Su modestia y su humildad formaban contraste con sus riquezas y su alta posición, pero era tan dulce y tan bondadosa, que Baselga se enamoró de ella como un loco. Recién casado vino a España acogiéndose a uno de los indultos que el Gobierno dió a los carlistas y estableció en su casa en la calle de Atocha, negándose a habitar la casa que en la calle del Arenal tenía su hija mayor, heredada de su madre, la baronesa de Carrillo. Como la fortuna de que disponían el conde y su esposa era grande, gastaron como unos príncipes, y durante sus primeros años de matrimonio asombraron con su lujo a todo Madrid. Las elegantes costumbres francesas que hoy seguimos en la alta sociedad, ellos fueron los primeros en generalizarlas, y la condesa, a pesar de su modestia y de que se preocupaba más de una visita a los pobres que de un baile, fué, durante mucho tiempo, la reina de la moda. Primero tuvieron una hija, esa muchacha que te ha vuelto los cascos la primera vez que la has visto.

      – Pero – interrumpió el capitán – , ¡si yo no he dicho que esté realmente enamorado de esa joven!

      – Bueno; pues lo estarás. Es una chica de la que se enamoran todos. Conste, pues, que estás prendado de ella… Como te iba diciendo, primero tuvieron a Enriqueta, y a los cuatro años de matrimonio a ese Ricardito que, a pesar de no abultar más que una mano de almirez, y de no servir para otra cosa que rezar de la mañana a la noche, costó la vida a la madre.

      – El conde sentiría mucho su segunda viudez.

      – Su dolor fué inmenso. Amaba de veras a su esposa, y, más que como marido, la lloró como un muchacho romántico a quien se le muere la novia. Estuvo más de un año sin salir a la calle, y hasta se susurró en Palacio que pensaba hacerse cura y entrar en la Compañía de Jesús. Afortunadamente, el amor a sus hijos pudo más que su pesar, y acabó por volver a hacer una vida normal, aunque mostrando gran repugnancia a asistir a aquellas fiestas en que tanto brillaban antes su esposa y él.

      – ¿Y su hija, vive también en tal retraimiento?

      – Vive con menos rigidez y sale bastante de casa, gracias a su hermanastra, la baronesa, que, aunque beata, es bastante andariega, y se pasa el día en juntas de cofradías y patronatos píos o haciendo visitas a los más elocuentes predicadores de la Compañía. Si quieres verla a menudo, hazte beato y visita las sacristías. Además, también asiste a los bailes de Palacio o a los que se celebran en casa de algún individuo de la antigua nobleza. En cuanto a las reuniones en los palacios de los banqueros o de esa aristocracia dorada cuyos ascendientes se pierden en las telarañas de un mostrador, no esperes encontrar allí a la familia de Baselga. El conde es inflexible y no quiere transigir con nada de lo creado por la revolución. Ya que asiste a pocas diversiones quiere que éstas no supongan una abdicación de sus arraigados principios.

      Y el alférez seguía relatando con abundancia de detalles la vida de la familia de Baselga, sus costumbres y las relaciones que más fielmente sostenía.

      – El conde tiene muy pocos amigos. En vida de su mujer daba fiestas a una sociedad muy escogida, en esa casa de la calle de Atocha que tú conoces; pero desde que aquélla murió, los salones han quedado cerrados y, muy de tarde en tarde, recibe alguna visita por puro cumplimiento. Quien más influencia tiene en aquella casa es un célebre jesuíta, el padre Claudio, que también es gran amigo de la familia. Yo pensé valerme de él para que me facilitara el ser novio de Enriqueta, y estaba muy confiado, pues el tal jesuíta es un casamentero de primera fuerza; pero en vez de ayudarme, lo que hizo, apenas le expuse mi pretensión, fué encajarme un sermón muy dulce, pero que me dolió en el alma, diciéndome que yo era hombre capaz de derrochar en unos cuantos meses la fortuna más grande del mundo, y que por esto no se hallaba él dispuesto a recomendarme a ninguna joven que apreciase. Si piensas intentar la conquista de Enriqueta, empresa que es difícil, procederías muy cuerdamente haciéndote amigo del padre Claudio, que manda en el conde, en la baronesa y en todas cuantas personas encierra aquella casa.

      El capitán acogió con sonrisas estas indicaciones del vizconde.

      – ¿Te ríes?, ¡eh! Pues no harás nada si dejas de seguir mis consejos. Soy hombre experimentado, aunque nadie lo quiere creer en el regimiento, y sé lo que debe hacerse en estos casos. Además, si quieres ver a Enriqueta, tal vez encuentres ocasión algunas tardes si vas a menudo al paseo de la Castellana. Algunas veces el conde de Baselga se acuerda de lo que fué, siente la nostalgia de sus buenos tiempos, cuando galopaba al frente de un escuadrón de la Guardia, y monta a caballo para acompañar a su hija, que es la muchacha que en Madrid mejor sabe manejar una yegua. En esto no desmiente su procedencia y demuestra que por sus venas corre la sangre de un hábil y valiente jefe de caballería. Yo en tu lugar alquilaría un caballo, aunque esto te lleve una parte importante de la paga, e iría todas las tardes a la Castellana. No sería difícil que de este modo consiguieses llamar la atención de Enriqueta, que admiraría más a un buen mozo, como tú lo eres, viéndolo sobre un brioso caballo.

      La conversación entre los dos militares comenzó a languidecer. El alférez, que tanta ansia sentía poco tiempo antes de desahogar el cúmulo de palabras almacenadas en su menguado cerebro, coronaba todos sus párrafos con una copita de ron, y al poco rato fué sumiéndose en una calma beatífica, de la que no le sacaba su compañero, el cual solamente contestaba con monosílabos y sonrisas.

      El vizconde acabó por extender sus piernas con estremecimientos voluptuosos, sobre el viejo sofá del cuarto de banderas, buscando la mejor posición para echar un sueñecito y que transcurrieran, aún más velozmente las horas que le quedaban de arresto.

      Alvarez sabía ya todo lo que deseaba, y, comprendiendo que su fatuo compañero no le diría más, se dispuso a salir.

      – ¿Te vas, chico? – dijo el alférez con voz indolente.

      – Sí. Te hago el favor de dejarte solo. Que duermas bien y no sueñes con el coronel.

      – Gracias. Y en cuanto a enamorarse de esa muchacha, piénsalo bien. Es una barbaridad de la que llegarás a arrepentirte; pero, en fin, si te empeñas en quererla y la cosa no tiene remedio, acuérdate de mi consejo. Hazte amigo del padre Claudio, que con su apoyo, hasta un barrendero podrá aspirar a la mano de una infanta de España.

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