La araña negra, t. 3. Ibanez Vicente Blasco

Чтение книги онлайн.

Читать онлайн книгу La araña negra, t. 3 - Ibanez Vicente Blasco страница 10

La araña negra, t. 3 - Ibanez Vicente  Blasco

Скачать книгу

style="font-size:15px;">      Alvarez, aunque no fuera gran jinete, presentaba sobre el caballo una figura aceptable, y al pasar por la calle de Atocha consiguió que el portero de casa de Baselga le mirara con extrañeza, como si no comprendiera el motivo por el cual un oficial de infantería se convertía en plaza montada.

      La tarde entera pasó el capitán en la Castellana llevando su caballo unas veces al trote y otras al galope para distraer el tedio que de él comenzaba a apoderarse, y no vió entre la turba de paseantes un rostro amigo ni distinguió en los pelotones de elegantes jinetes a Enriqueta y su padre.

      Sin duda al conde de Baselga le había dado aquel día por no salir, o la baronesa se había empeñado en llevarse a Enriqueta a alguna junta de cofradía. Total: que la fatalidad se burlaba del capitán, el cual, por ver de cerca a la linda joven, se resignaba a galopar una tarde entera (diversión que le agradaba poco), por entre una turba de elegancias imbéciles que le miraban con extrañeza y parecían preguntarse con los ojos: ¿Quién es éste?

      No por esto se desalentó Alvarez; tenaz como siempre en sus propósitos, siguió alquilando un caballo todas las tardes, y con la, fatalista pasividad de un moro aguardó paseando por la Castellana la aparición de aquella mujer que parecía haber pasado tan sólo ante sus ojos para engendrar un indefinido deseo que fuese su tormento.

      Una semana después, en una tarde que nada tenía de hermosa, pues el cielo estaba cubierto de plomizos celajes y soplaba un viento frío con conatos de huracán, vió Alvarez a lo lejos venir hacia él, a todo el galope de sus briosos caballos, a Enriqueta y su padre.

      El capitán experimentó gran emoción, y tan turbado quedó, que por un movimiento instintivo detuvo su caballo.

      Plantando su cabalgadura en el centro del paseo, vió el capitán llegar a los dos hábiles jinetes, que pasaron por su lado con la violencia de una tromba.

      Estaba Alvarez en tan extraña actitud que forzosamente había de llamar la atención, y tanto el conde como su hija se fijaron en él, reconociéndolo inmediatamente.

      Para Baselga aquel joven capitán no era un desconocido ni resultaba ser casual aquel encuentro en el paseo, y buena prueba de ello fué que, al pasar cerca de Esteban y reconocerlo frunció el cano entrecejo, lanzándole una mirada fría y orgullosa. Sin duda su hija la baronesa le había dado cuenta de que un capitán, cuyas señas le detallaría, asediaba a Enriqueta ejerciendo una continua persecución amorosa que se estrellaba ante el retraimiento en que vivía la joven.

      Esta también se fijó en Alvarez, pero su presencia sólo le arrancó aquella mirada, mezcla de extrañeza e indiferencia, que era en ella peculiar.

      El capitán, repuesto inmediatamente de su impresión, lanzó su caballo en seguimiento de los dos jinetes, y así recorrió dos veces el paseo, llamando la atención de algunos transeúntes.

      Alvarez, ocupado en contemplar las espaldas de su amada y su hermoso talle lo más cerca posible, no pensaba en las conveniencias ni el disimulo que debe observarse en materia de amores y desconocía el efecto que causaban aquellas imprudencias.

      A Enriqueta no debía disgustarle del todo aquella adoración tan audaz y despreocupada, por cuanto varias veces volvió la cabeza y miró fijamente al capitán con aire entre ofendido y risueño; pero al conde, a quien no pasaban desapercibidas tales demostraciones, no le resultaban tan gratas las continuas audacias del militar, demostrándolo con rápidas ojeadas que lanzaba al insolente.

      Aún dieron otra vuelta por el paseo los dos elegantes jinetes, seguidos siempre por el amoroso apéndice. El conde esperaba que el militar se cansase de la persecución; pero en vista de su tenaz importunidad, comenzó a sentirse dominado por aquella cólera que tan terrible le hacía.

      Baselga apretaba nerviosamente su latiguillo y sentía tentaciones de revolver su caballo para ir a cruzarle la cara al insolente adorador. Con menos motivo había dado en su mocedad mayores escándalos; pero ahora se encontraba en una posición que exigía en él mayor prudencia, y reprimiendo su furor que ponía pálido su rostro e inyectados sus ojos, se decidió a abandonar al paseo.

      No quería que aquellos burgueses plebeyos que paseaban a pie por los andenes fijasen su atención en él y su hija en vista de la importunidad del capitán.

      El conde dijo rápidamente algunas palabras a su hija, e inmediatamente abandonaron la Castellana a todo galope, pasando como exhalaciones por entre los brillantes y blasonados carruajes, de cuyo interior les dirigían amistosos saludos.

      Alvarez, incorregible, y como si no comprendiese el enojo de Baselga, fué en seguimiento de éste y su hija, y no cesó en su estúpida persecución hasta que ambos jinetes desaparecieron en el portal de su casa de la calle de Atocha.

      Cuando el capitán, algunas horas después, se encontró solo en su habitación, se dió exacta cuenta de lo ridículo que había estado aquella tarde y del enojo que había provocado en Enriqueta y su padre.

      La más terrible desesperación se apoderó de él. Era un bruto, lo reconocía francamente, y ni a un aguador se le podía ocurrir hacer la corte de un modo tan extravagante, llamando la atención de los curiosos e irritando a la mujer amada. Enriqueta odiaría ahora a un hombre que parecía empeñado en ponerla en ridículo, y su padre, mejor que entregarle la mano de su hija, lo que haría el día en que se le presentase con tal pretensión (si es que llegaba), sería darle de bofetadas.

      La ofuscación sufrida durante el paseo se había desvanecido totalmente, y la realidad martirizaba ahora el ánimo de Alvarez.

      Aquella noche fué cruel, pues el peor tormento que podía experimentar el capitán era que una idea desagradable se fijase tenazmente en su memoria.

      Comió poco, riñó a su asistente, cosa que muy raras veces le ocurría, y durmió mal, viéndose atormentado en los instantes que lograba ser presa del sueño por terribles pesadillas, en que aparecían grotescamente mezclados el rocín de alquiler, las furiosas miradas de Baselga, los indiferentes ojos de Enriqueta y la facha ridícula de un maldito capitán que se parecía a él como dos gotas de agua y que hacía reír con ridiculeces grotescas a toda la humanidad.

      Aquella noche fué para Alvarez de las más terribles. Cuando se levantó de la cama, poco después de amanecer el día, pensó con envidia en las horribles noches pasadas en los campos marroquíes, en peligrosas escuchas, mandando un grupo de hombres rodeado de enemigos, a gran distancia del núcleo del ejército. Allí se corría el peligro de recibir a cada momento un balazo o sentir una gumía en la garganta; pero al menos se dormía bien siempre que lo permitían los moros, y no se soñaba en miradas de indignación ni en capitanes puestos en ridículo.

      Al entrar Alvarez pálido y ojeroso en el cuartel, le esperaba otro tormento. Allí se encontraba el alférez Lindero, que, como de costumbre, estaba al tanto de todo lo ocurrido el día anterior y conocía con todos sus detalles la ridícula persecución llevada a cabo por el capitán “Séneca”. Un “dandy” de su mismo fuste le había contado por la noche en el Casino las ridiculeces de un militar que parecía hacerle el amor a Enriqueta Baselga, y el vizconde adivinó que aquel ente extraño no podía ser otro que su amigo Alvarez.

      ¡Qué de estúpidas reconvenciones tuvo que sufrir éste, dichas con un acento paternal que movía a risa! ¡Cómo exageraba el vizconde, llevado de sus preocupaciones, la imprudencia del capitán!

      Este estuvo tentado de enviar a mala parte al lindo alférez; pero a pesar de esto, acabó por hacer caso e impresionarse con sus palabras, sintiendo aumentar el disgusto que le producía su conducta del día anterior.

      Tan avergonzado se mostró por esto, que se prometió

Скачать книгу