La araña negra, t. 3. Ibanez Vicente Blasco
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Era una continua obsesión la que ejercía el recuerdo de Enriqueta en el capitán Alvarez.
Aquellos ojos negros brillando bajo el encaje de una capota blanca, eran una imagen fantástica, una eterna aparición que turbaban la santa tranquilidad en que hasta entonces había vivido el capitán.
No podía ver en la calle un sombrero femenil como el de Enriqueta, o un traje semejante, o una mujer que, mirada por la espalda, presentase un aspecto parecido, sin que al momento corriese en su seguimiento para sufrir después una dolorosa decepción que le ponía triste y malhumorado durante algunas horas.
Un día, a la puerta de la iglesia de San José, encontró a la baronesa de Carrillo, con su traje negro y su majestuoso aspecto de beata elegante. Iba sola, pero a pesar de esto, Alvarez, por un irreflexivo instinto, la siguió como si fuese su hermanastra, y únicamente cuando la baronesa, después de un paseo de algunas horas por las calles de Madrid, entró en su casa, no sin antes lanzar a su perseguidor unas cuantas miradas de ultrajante orgullo, fué cuando comprendió el capitán que había hecho una barbaridad.
Conforme avanzaba el tiempo y transcurrían los días sin ver a aquella joven que tanto le había impresionado en el Retiro, Alvarez sentíase más tenazmente dominado por aquella pasión, y dedicaba a ella toda su existencia.
El que era citado en el regimiento como modelo de oficiales puntuales comenzaba a descuidar los actos del servicio y se mostraba distraído hasta el punto de que algunos compañeros lo sorprendieron en el cuarto de banderas rasgueando al dorso de los partes de los subalternos letras enrevesadas y fantásticas que, unidas, formaban un nombre: Enriqueta.
Las noches que llovía, el capitán volvía a casa calado hasta los huesos, ni más ni menos que un paciente mozo de cuerda que espera en la esquina quien le dé trabajo, lo que obligaba a su fiel asistente Perico a hacer mil conjeturas, todas a cual más disparatada.
Para el asistente no pasaba desapercibido que su amo sufría un trastorno que turbaba su vida, hasta entonces tan regular y monótona, y con el picaresco olfato adquirido en el roce con las gentes de su clase, adivinaba que en todo aquéllo "había faldas de por medio".
Una circunstancia le afirmaba cada vez más en esta creencia, y era que algunas mañanas, al limpiar el cuarto de su señor, encontraba sobre la mesa pliegos de papel cubiertos de renglones desiguales que el asistente, con la torpeza propia del que en su niñez sólo llegó a adivinar en la escuela lo que podía ser la lectura, iba descifrando. De este modo supo Perico que su amo pasaba las noches haciendo versos y que éstos siempre iban dirigidos a una tal Enriqueta, nombre que el asistente no adivinaba a quién pudiera pertenecer por más que repasaba en su memoria todas las señoritas cursis, hijas de pupileras y modistillas con quienes el capitán había distraído el tedio de la vida de guarnición.
Efectivamente, Alvarez combatía la tristeza que de él se apoderaba apenas se encerraba en su habitación, escribiendo versos a la hija de Baselga, a quien sólo una vez había visto, y cuando no desahogaba de este modo su fiebre amorosa, iba a situarse en la calle de Atocha, y transcurrían para él las horas paseando la acera de enfrente de la casa del conde, siempre acechando una ocasión para contemplar el rostro de Enriqueta.
El carácter tenaz e impresionable de Alvarez se revelaba en aquella ocasión en toda su plenitud.
Ni las lluvias, ni el frío, ni la insolente curiosidad de los vecinos, conseguían apartarle de aquella continua observación, de aquel implacable acecho llevado a cabo sin ningún plan ni propósito fijo.
Todo lo que las curiosidades de los transeúntes y las furibundas miradas del grueso portero de la casa de Baselga lograron de la tenacidad del joven capitán, fué que éste se despojase de su uniforme para ser menos notado, y que, vestido de paisano, siguiese paseando la calle con todo el aspecto de un poeta bohemio a quien le sienta mal la ropa.
No compensaba el éxito la tenacidad que en aquel asedio mostraba el capitán.
Algunas veces logró contemplar en uno de los balcones del piso principal, por muy breves instantes, a la hermosa Enriqueta vestida en traje de casa; pero estas apariciones fueron poco frecuentes, y, en cambio, todas las tardes veía pasar, tras los cristales de alguna ventana, los coléricos ojos de la baronesa y su boca contraída por un gesto de rabia.
Otro ser llamaba también la atención del enamorado capitán, y era un muchachuelo como de trece años, alto, flacucho, de constitución anémica, de rostro pálido mate, pero con ojos vivos y hermosos que recordaban los de Enriqueta.
Era el hermanito; aquel ser débil y fanatizado que, según las revelaciones del alférez Lindoro, estaba destinado a servir a la Iglesia.
Alvarez, plantándose audazmente frente al balcón, le miraba con aquella simpatía que le inspiraban todos los seres que rodeaban a la mujer amada; pero el muchacho fijaba en él los ojos con aire de extrañeza, y al fin se retiraba con el mismo aire de una niña que se ve contemplada con curiosa insolencia.
Una tarde, a la misma hora en que Alvarez, puesto de uniforme y cubierto de polvo del campo de maniobras, en que había hecho ejercicio su regimiento, volvía con el propósito de pasar una sola vez por la calle de Atocha, animado por la vaga esperanza de ser más afortunado que otras veces y contemplar a Enriqueta, vió salir del portal de la casa de Baselga dos briosos caballos montados por una airosa amazona y un señor de marcial figura y pelo cano.
Eran Enriqueta y su padre que se dirigían a la Castellana.
El conde de Baselga estaba algo maltratado por la edad, pero no había perdido su antiguo aspecto. Su rostro, a fuerza de estar curtido, tenía un tinte cobrizo; sus patillas eran canas, y su abdomen demasiado prominente para un gallardo jinete; pero a pesar de esto, todavía resultaba una hermosa figura moviéndose al compás del paso de su cabalgadura.
Junto a él, con el rostro grave y sin que entre ambos se cruzara la más leve palabra, iba la hermosa Enriqueta, a cuya figura daban aún más realce la negra amazona que marcaba todas las líneas de su busto escultural, y el gracioso sombrerillo del que colgaba el blanco velo que envolvía, como una nube, su rostro.
Baselga marchaba al lado de su hija en actitud rígida e indiferente, pero de vez en cuando la examinaba con rápida mirada, y en su rostro marcábase una expresión momentánea de satisfacción.
En aquel hombre notábanse dos orgullos satisfechos: el de padre y el de viejo soldado, y al par que admiraba la gracia de la hija, mostrábase contento por la pericia de aquella discípula que hacía honor a sus lecciones manejando el caballo de un modo magistral.
Cuando los dos jinetes pasaron cerca del capitán, el conde le miró con esa instintiva y rápida atención que merecen los oficiales jóvenes a todo militar viejo, y Enriqueta, al conocerle, volvió rápidamente la cabeza, como si quisiera evitar la indiscreción de una mirada.
De poder realizar sus deseos, el capitán hubiera seguido a los dos jinetes, que se alejaban; pero le era imposible encontrar inmediatamente otra cabalgadura, y en aquel momento se propuso cumplir los consejos del alférez Lindero, y juró que desde el día siguiente se presentaría a caballo todas las tardes en la Castellana, a pesar de que montaba muy mal.
Cuando aquella noche su asistente Perico recibió la orden de tener preparado para el día siguiente, a las tres de la tarde, un buen caballo, el pobre muchacho abrió los ojos desmesuradamente en señal de extrañeza, y se afirmó en su creencia de que al señorito le sucedía algo gordo. Sabía él que el capitán no era un modelo de jinetes, y no podía explicarse su repentino deseo de exhibirse en las calles de Madrid montado en un rocín de alquiler.
Pero