La araña negra, t. 3. Ibanez Vicente Blasco

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La araña negra, t. 3 - Ibanez Vicente  Blasco

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que no respetaba al representante de una de las casas nobles más antiguas de España, y que quería que todas las cosas del Cuerpo marchasen con la regularidad de un reloj aunque para ello tuviera que arrestarse a sí mismo.

      La desesperación del alférez obedecía, principalmente, a la soledad en que estaba y que tendría que sufrir hasta las seis de la tarde, hora en que terminaba el arresto.

      El capitán de guardia era el único que le acompañaba, y éste era un pobre hombre taciturno, incapaz de ensartar seis palabras seguidas y que no tenía otro tema de conversación que las costumbres de Filipinas, donde había estado muchos años.

      Tendido en un sofá, con trágica desesperación, y entreteniéndose en contar las pulsaciones del tiempo que marcaba la péndola del reloj, el alférez pasaba las horas aguardando, como quien espera la más suprema felicidad, la llegada de algún oficial joven que, por la fuerza de la costumbre, fuera a pasar un rato en el cuarto de banderas.

      Justamente, en todo el regimiento Alvarez era el único que escuchaba las sandeces del alférez sin burlarse de ellas de un modo cruel; bien es verdad que el capitán se divertía oyendo los razonamientos de aquel ser superficial e insignificante, pero el vizconde era lo suficientemente obtuso para no enterarse de que su compañero le consideraba como un objeto de risa.

      Alvarez aceptó el cigarro que le tendía el vizconde, y se sentó a su lado.

      – Chico – dijo éste – . No puedes figurarte cuánto te agradezco tu visita. ¿Vienes a acompañarme, verdad? Estoy aburridísimo y te aseguro que si me arrestan otra vez, pido mi baja en el ejército. ¿Deseas algo? ¿Has almorzado ya? ¿Quieres tomar café u otra cosilla? Nos lo traerán del café cercano; tengo cuenta abierta.

      Esteban tuvo que hacer grandes esfuerzos para impedir que el alférez, deseoso de retenerle, le pidiera todas las bebidas del próximo café, y cuando el vizconde se hubo tranquilizado después de pedir a un ordenanza que trajese una botella de ron y copas, Alvarez abordó el verdadero motivo que le había llevado allí.

      – Oye, Lindoro – dijo el capitán Alvarez – . ¿No conoces tú a toda la aristocracia de Madrid?

      – Sí, querido – contestó el alférez con fatua complacencia, pues su mejor gusto era ostentar las ventajas sociales que le daba su nacimiento – . Conozco todo el mundo elegante de la corte y no hay casa de algún ilustre que yo no visite. Ya ves que con mi nombre y mi fortuna bien puede uno gozar alguna consideración en la alta sociedad.

      – Tengo que solicitar tu ayuda para una noticia que me interesa adquirir.

      – Habla, que yo te contestaré, si es que puedo.

      – ¿Tratas alguna familia que viva en la calle de Atocha?

      – Dos hay que yo conozco. ¿Sabes el número de la casa?

      – No he podido fijarme en él, pero te daré las señas. Es un edificio de reciente construcción que está a la derecha, subiendo por la parte de…

      – Basta; no sigas. Ya sé qué casa es. En ella vive el conde de Baselga, un señor millonario, algo retirado del gran mundo y que sólo asiste de tarde en tarde a las fiestas de palacio. Tiene una hija muy hermosa.

      – Eso – dijo Alvarez con satisfacción.

      – ¿La conoces, acaso?

      – La he visto una vez nada más.

      – Y te gusta, ¿eh?.. Chico, tienes buen gusto, pues la muchacha no puede ser más linda. Aquí, para entre nosotros, debo manifestarte que yo he tenido mis proyectos sobre ella. Me gustaba su hermosura y más aún los millones de su padre.

      – ¿Y qué has alcanzado? – preguntó Alvarez con ansiedad mal disimulada.

      – Nada, chico. La muchacha es algo tonta y se rió de mí en un baile de Palacio, donde entre los rigodones le espeté mi declaración. Ya ves que esto supone cierto grado de imbecilidad: burlarse de un muchacho como yo, que, aunque no soy muy rico, tengo un título respetable como pocos y una figura no despreciable. Lo único que se me puede censurar es mi cortedad de vista, pero los lentes dan siempre cierto “chic” que hacen a un hombre interesante. ¿No es verdad, Esteban?

      El capitán contestó con una débil sonrisa.

      – Quisiera – continuó el alférez – que tú probases a rendir esa beldad que tiene el corazón no de mármol, como dicen los poetas, sino de alfarería. Tal vez seas más afortunado, y cree que harías un negocio redondo si lograbas casarte con ella, pues el viejo don Fernando, su padre, debe tener enterradas a montones las peluconas. Vaya, animate y a ver si consigues dejar pronto esta endiablada profesión militar para convertirte en millonario.

      Alvarez permaneció silencioso algunos instantes, y al fin preguntó a su amigo:

      – ¿Quién es la señora que acompaña a la condesita? ¿Es su madre?

      – El conde es viudo. Ha sido casado dos veces y su segunda esposa murió hace ya bastantes años, dejando dos hijos: un niño enfermizo, al que veo pocas veces, y esa muchacha que tanto te gusta. La señora de que hablas debe ser una hija que tuvo el conde de su primer matrimonio, y de la que se cuentan ciertas historias. ¿Cuáles son sus señas?

      El capitán describió a su modo la figura rígidamente majestuosa y el rostro avinagrado de la señora que tan furibundas miradas le había lanzado aquella mañana, y el vizconde se apresuró a contestar:

      – Sí; eso es. Describes muy bien el gesto de pocos amigos que eternamente lleva en su rostro doña Fernanda, la baronesa de Carrillo. Es una solterona que aborrece al mundo, odia a la juventud y se dedica a la devoción, entregada en cuerpo y alma a los jesuítas, lo que le consuela de no haber encontrado en su juventud un hombre que quisiera hacerla su esposa. Cree que la tal señora es un basilisco, y que es muy peligroso hacerle el amor a su hermanastra, sólo porque ha de rozarse uno con ella. Es un manojo de espinas custodiando a una rosa. ¿Eh?, ¿qué tal te parece la frasecilla?

      – Muy bien – dijo Alvarez, sonriendo con toda la bondad que merecía aquel imbécil – , ¿y quién es la rosa?

      – ¿Quién ha de ser? Enriqueta.

      – ¡Ah! ¿Se llama Enriqueta la hija del conde de Baselga?

      – Sí, hijo mío. Enriqueta Baselga de Avellaneda, y será condesa si se muere su hermano, como es de esperar en vista de sus continuas dolencias, o si se hace cura, lo cual es aún más probable en vista de las aficiones que le ha inculcado la santurrona de su tía.

      El alférez Lindoro se entusiasmaba hablando de aquella familia, que era muy rara, sí, señor, una de las más raras de la corte. Según él, el padre era un hurón, siempre metido en su casa, refractario a toda diversión y sin otro placer que una excursión en verano a sus posesiones de Castilla, donde hacía la vida de un modesto agricultor. En cuanto a la baronesa de Carrillo, era la primera beata de la corte, el brazo de que se valían los jesuítas para mover la aristocracia devota en favor de lo que a ellos les convenía, y los dos muchachos, hijos del segundo matrimonio, el enfermizo Ricardito y la hermosa Enriqueta, no pasaban de ser dos monigotes sin voluntad, que maldito el papel que harían en el mundo.

      El vizconde se expresaba de este modo, y Alvarez escuchaba con gran atención todas sus palabras deseoso de conocer a fondo la familia de la que formaba parte aquel hermoso ser que tanto le interesaba.

      – El conde, créelo

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