En viaje (1881-1882). Miguel Cane
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Nosotros, ¿qué sabíamos? Difícil es hoy al espíritu darse cuenta de la situación intelectual de una sociedad sudamericana hasta principios de nuestro siglo. No teníamos la tradición monárquica, que implica por lo menos un ideal, un respeto, algo arriba de la controversia minadora de la vida real. Jamás un rey de España pisó el suelo de la América para mostrar en su persona el símbolo, la forma encarnada del derecho divino. ¡Virreyes ridículos, ávidos, sin valor a veces para ponerse al frente de pueblos entusiastas por la dinastía, acabaron de borrar en la conciencia americana el último vestigio de la veneración por el personaje fabuloso que reinaba más allá de los mares desconocidos, que pedía siempre oro y que negaba hasta la libertad del trabajo!
No sabíamos nada, ni cómo se gobierna un pueblo, ni cómo se organiza la libertad; más aún, la masa popular concebía la libertad como una vuelta al estado natural, como la cesación del impuesto, la abolición de la cultura intelectual, el campo abierto a la satisfacción de todos los apetitos, sin más límites que la fuerza del que marcha al lado, esto es, del antagonista.
La revolución americana fue hecha por el grupo de hombres que habían conseguido levantarse sobre el nivel de profunda ignorancia de sus compatriotas. Las masas los siguieron para destruir, y en el impulso recibido pasaron todos los límites. Al día siguiente de la revolución, nada quedó en pie y los hombres de pensamiento que habían procedido a la acción, fueron quedando tendidos a lo largo del camino, impotentes para detener el huracán que habían desencadenado en su generoso impulso. Entonces aparecieron el gobierno primitivo, la fuerza, el prestigio, la audacia, reivindicando todos los derechos. ¿Formas, tradiciones, respetos humanos? La lanza de Quiroga, la influencia del comandante de campaña, la astucia gaucha de Rosas. Y así, con simples diferencias de estilo e intensidad, del Plata al Caribe. Recibimos un mundo nuevo, bárbaro, despoblado, sin el menor síntoma de organización racional4: ¡mírese la América de hoy, cuéntense los centenares de millares de extranjeros que viven felices en su suelo, nuestra industria, la explotación de nuestras riquezas, el refinamiento de nuestros gustos, las formas definitivas de nuestro organismo político, y dígasenos qué pedazo del mundo ha hecho una evolución semejante en medio siglo!
¿Quiere esto decir que todo está hecho? ¡Ah! no. Comenzamos. Pero las conquistas alcanzadas no son de carácter transitorio, porque determinan modos humanos, cuya excelencia, aprobada por la razón y sustentada por el bienestar común, tiende a hacerlos perpetuos.
El primer escollo ha sido para nosotros, no ya la forma de gobierno, que fue fatalmente determinada por la historia y las ideas predominantes de la revolución, sino la naturaleza del gobierno republicano, su aplicación práctica. La absurda concepción de la libertad en los primeros tiempos originó la constitución de gobiernos débiles, sin medios legales para defenderse contra las explosiones de pueblos sin educación política, habituados a ver la autoridad bajo el prisma exclusivo del gendarme. Esa debilidad produjo la anarquía, hasta que la reacción contra ideas falsas y disolventes, ayudada por el cansancio de las eternas luchas intestinas, trajo por consecuencia inmediata los gobiernos fuertes, esto es, las dictaduras. Y así han vivido la mayor parte de los pueblos americanos, de la dictadura a la anarquía, de la agitación incesante al marasmo sombrío. Es hoy tan sólo, cuando empieza a incrustarse en la conciencia popular la concepción exacta del gobierno, que se dota a los poderes organizados de todos los medios de hacer imposible la anarquía, conservando en manos del pueblo las garantías necesarias para alejar todo temor de dictadura. En ese sentido, la América ha dado ya pasos definitivos en una vía inmejorable, abandonando tanto el viejo gusto por los prestigios personales, como por las utopías generosas pero efímeras de una organización política basada en teorías seductoras al espíritu, pero en completa oposición con las exigencias positivas de la naturaleza humana. Sólo así podremos salvarnos y asegurar el progreso en el orden político. Soñar con la implantación de una edad de oro desconocida en la historia, consagrar en las instituciones el ideal de los poetas y de los filósofos publicistas de la escuela de Clarke, que escribía en su gabinete una constitución para un pueblo que no conocía, es simplemente pretender substraernos a la ley que determina la acción constante de nuestro organismo moral, idéntico en Europa y en América. Reformar, lentamente, evitar las sacudidas de las innovaciones bruscas e impremeditadas conservar todo lo que no sea incompatible con las exigencias del espíritu moderno; he ahí el único programa posible para, los americanos.
Puede hoy decirse con razón que el triste empleo de intendente de finanzas, en las viejas monarquías, se ha convertido en el primer cargo del gobierno en nuestras jóvenes sociedades. El estudio de las necesidades del comercio, la solicitud previsora que ayuda al desarrollo de la industria, la economía y la pureza administrativas, son hoy las fuentes vivas de la política de un país. «Hacedme buena política y yo os haré buenas finanzas», decía el barón Louis a Napoleón. En el mundo actual, una inversión de la frase debiera constituir el verdadero catecismo gubernamental.
En cuanto a la situación de la América en el momento en que escribo estas líneas, puede decirse en general que, salvo algunos países como la República Argentina y Méjico, que marchan abiertamente en la vía del progreso, está pasando por una crisis seria, cuyas consecuencias tendrán indiscutible influencia sobre sus destinos. Una guerra deplorable, por un lado, cuyo término no se entrevó aún, ha llevado la desolación a las costas del Pacífico hasta el Ecuador. La patria de Olmedo es hoy el teatro de una de esas interminables guerras civiles cuya responsabilidad solidaria arroja el espíritu europeo sobre la América entera.
La guerra del Pacífico fue el primero de los graves errores cometidos por Chile en los últimos cuatro años. No es este el momento, ni entra en mi propósito estudiar las causas que la originaron ni establecer las responsabilidades respectivas; pero no cabe duda que la influencia irresistible de Chile, la lenta invasión de su comercio y de su industria a lo largo de las costas del Océano, desde Antofagasta a Panamá, se habría ejercido de una manera fatal, dando por resultado la prosperidad chilena, más seguramente que por la victoria alcanzada. En 1879 el que estas líneas escribe visitó los países que habían iniciado ya la larga contienda. Recorriendo mis apuntes de esa época, algunos de los que han sido publicados, veo que los acontecimientos han justificado mis previsiones, cuando auguraba la victoria de Chile y no veía más medio de poner término a la lucha que la interposición amistosa de los países que se encontraban en situación de ser oídos por los beligerantes.
Chile, por la gravedad de sus exigencias,
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La generosa tentativa de Carlos III y sus ministros en el sentido de dotar a la América de instituciones que favorecieran su desenvolvimiento, desapareció con la muerte del ilustre monarca. Bajo Carlos IV, la América y la España misma habían vuelto a caer en la tristísima situación en que se encontraban bajo el reinado del último de los Hapsburgos. El Dr. D. Vicente F. López, en su magistral introducción a la "Historia Argentina" nos ha sabido trazar un cuadro brillante de la elevada política de Aranda y Florida-Blanca bajo Carlos III; pero él mismo se ha encargado de probarnos, con su incontestable autoridad, que las leyes que nos regían eran simples mecanismos administrativos, cuya acción se concretaba a las ciudades, cuando no eran abortos impracticables, como la famosa "Ordenanza de Intendentes", cuyos ensayos de aplicación fueron un desastre. No es mi ánimo, ni lo fue nunca, vilipendiar a la España, que nos dio lo que podía darnos. El "motín de Esquilache", que es una página de la historia de Rusia bajo Pedro el Grande, nos da la nota del estado intelectual del pueblo español a fines del siglo pasado. Puede juzgarse cuál sería el de la más humilde de las colonias americanas.