En viaje (1881-1882). Miguel Cane

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En viaje (1881-1882) - Miguel  Cane

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lo repito, puede conjurar sus peligros con una política internacional franca y pacífica, con reformas radicales en su sistema financiero, y con una aplicación más práctica y verdadera del régimen parlamentario. De él, exclusivamente de él, depende vivir en paz con todos los pueblos de América, que aplaudirían sus progresos, pero que opondrían una muralla de acero a lodo acto inspirado por ambición de engrandecimiento territorial.

      El Uruguay no ha salido aún de la época difícil; el militarismo impera allí y el elemento inteligente ha sido diezmado en el esfuerzo generoso por implantar la libertad. Los destinos de ese pedazo de tierra maravillosamente dotado, constituyen hoy uno de los problemas más graves de la América. Antigua provincia del virreinato del Río de la Plata, el pueblo oriental tiene la misma sangre, las mismas tradiciones, el mismo idioma, que el que a su lado marcha al progreso a pasos de gigante. Las leyes históricas de atracción parecen dibujar una solución mirada con ojos simpáticos a ambas márgenes del inmenso estuario común, pero que ningún gobierno argentino provocará por medios violentos. El día que los orientales pidan, por la voz de un congreso, volver a ocupar su puesto en el seno de la gran familia, serán recibidos con los brazos abiertos y ocuparán un sitio de honor en la marcha del progreso, como lo ocuparon siempre en las batallas donde corrió mezclada su sangre con la argentina. Entretanto, el que atribuya al gabinete de Buenos Aires propósitos anexionistas, se engaña por completo. En primer lugar, nuestro sistema federal no permite sino incorporaciones de Estados federativos, y en segundo término, la política argentina tiene por base inmutable el respeto a la voluntad popular. Jamás, por la violencia, se aumentará en un palmo el territorio argentino.

      Amo mi buena tierra americana sobre todas las regiones de la tierra. ¿Es porque en ella se extienden los campos de mi patria, de la que mi alma vive cerca, aunque de lejos mi cerebro se consuma por ella en el anhelo ardiente de servirla? ¿Es porque en la colectividad moral de los hombres que la habitan, veo brillar la altura del carácter, la abnegación de la vida, la lealtad y el honor? No lo sé; pero en mis momentos de duda amarga, cuando mis faros simpáticos se oscurecen, cuando la corrupción yanqui me subleva el corazón o la demagogia de media calle me enluta el espíritu en París, reposo en una confianza serena y me dejo adormecer por la suave visión del porvenir de la América del Sur; ¡paréceme que allí brillará de nuevo el genio latino rejuvenecido, el que recogió la herencia del arte en Grecia, del gobierno en Roma, del que tantas cosas grandes ha hecho en el mundo, que ha fatigado la historia!

      Si es una ilusión, perseveremos en ella y hagámonos dignos de que nos visite con frecuencia; sólo pensando en cosas grandes se prepara el alma a ejecutarlas. Que un americano descienda a lo más íntimo de su ser, donde palpita un átomo del alma de su pueblo, que la consulte, y luego de comprobadas sus pulsaciones vigorosas, se atreva a negar que está pronto a todas las evoluciones que puedan llevar a la cumbre. Los hombres no son nada, las ideas lo son todo. Las rencillas locales son ínfimas miserias que enferman y esterilizan el espíritu de aquel que de ellas se ocupa; hay algo más arriba, es el porvenir, es la suerte de nuestros hijos, es el honor de nuestra raza. Al trabajo, pues; el tiempo vuela y a su amparo las transformaciones se operan como si la mano de Dios las produjera.

      Septiembre, 1883.

      CAPITULO I

      De Buenos Aires a Burdeos

De nuevo en el mar. – La bahía de Río de Janeiro. – La rada y la ciudad. – Tijuca. – Las costas de África. – La hermana de caridad. – El Tajo. – La cuarentena en el Gironde. – Burdeos

      Once more upon the waters; Yet once more!

(BYRON, Ch. II. III.)

      ¡Eternamente bello ese arco triunfal del suelo americano! Parece que el mar hubiera sido atraído a aquella ensenada por un canto irresistible y que, al besar el pie de esas montañas cubiertas de bosques, al reflejar en sus aguas los árboles del trópico y los elegantes contornos de los cerros, cuyas almas dibujan sobre un cielo profundo y puro, líneas de una delicadeza exquisita, el mismo océano hubiera sonreído desarmado, perdiendo su ceño adusto, para caer adormecido en el seno de la armonía que lo rodeaba. Jamás se contempla sin emoción ese cuadro, y no se concibe cómo los hombres que viven constantemente con ese espectáculo al frente, no tengan el espíritu modelado para expresar en altas ideas todas las cosas grandes del cielo y de la tierra. Tal así, la naturaleza helénica, con sus montañas armoniosas y serenas, como la marcha de un astro, su cielo azul y transparente, las aguas generosas de sus golfos, que revelan los secretos todos de su seno, arrojó en el alma de los griegos ese sentimiento inefable del ideal, esa concepción sin igual de la belleza, que respira en las estrofas de sus poetas y se estremece en las líneas de sus mármoles esculpidos. Pero el suelo de la Grecia está envuelto, como en un manto cariñoso, por una atmósfera templada y sana, que excita las fuerzas físicas y da actividad al cerebro. Sobre las costas que baña la bahía de Río de Janeiro, el sol cae a plomo en capas de fuego, el aire corre abrasado, los despojos de una vegetación lujuriosa fermentan sin reposo y la savia de la vida se empobrece en el organismo animal.

      Así, bajad del barco que se mece en las aguas de la bahía; habéis visto en la tierra los cocoteros y las palmeras, los bananos y los dátiles, toda esa flora característica de los trópicos, que hace entrar por los ojos la sensación de un mundo nuevo; creéis encontrar en la ciudad una atmósfera de flores y perfumes, algo como lo que se siente al aproximarse a Tucumán, por entre bosques de laureles y naranjales, o al pisar el suelo de la bendecida isla de Tahití… Y bien, ¡quedáos siempre en el puerto! ¡Saciad vuestras miradas con ese cuadro incomparable y no bajéis a perder la ilusión en la aglomeración confusa de casas raquíticas, calles estrechas y sucias, olores nauseabundos y atmósfera de plomo!.. Pronto, cruzad el lago, trepad los cerros y a Petrópolis. Si no, a Tijuca. Petrópolis es más grandiosa y los cuadros que se desenvuelven en la magnífica ascención no tienen igual en la Suiza o en los Pirineos. Pero prefiero aquel punto perdido en el declive de dos montañas que se recuestan perezosamente una en brazos de la otra, prefiero Tijuca con su silencio delicioso, sus brisas frescas, sus cascadas cantando entre los árboles y aquellos rápidos golpes de vista que de pronto surgen entre la solución de los cerros, en los que pasa rápidamente, como en un diorama gigantesco, la bahía entera con sus ondas de un azul intenso, la cadena caprichosa de la ribera izquierda, las islas verdes y elegantes, la ciudad entera, bellísima desde la altura. No llega allí ruido humano, y esa calma callada hace que el corazón busque instintivamente algo que allí falta: el espíritu simpático que goce a la par nuestra, la voz que acaricie el oído con su timbre delicado, la cabeza querida que busque en nuestro seno un refugio contra la melancolía íntima de la soledad…

      ¡Proa al Norte, proa al Norte!

      Una que otra, bella noche de luna a la altura de los trópicos. El mar tranquilo arrastra con pereza sus olas pequeñas y numerosas; los horizontes se ensanchan bajo un cielo sereno. La soledad por todas partes y un silencio grande y solemne, que interrumpe sólo la eterna hélice o el fatigado respirar de la máquina. A proa, cantan los marineros; a popa, aislados, algunos hombres que piensan, sufren y recuerdan, hablando con la noche, fijos los ojos en el espacio abierto, y siguiendo sin conciencia el arco maravilloso de un meteoro de incomparable brillo que, a lo lejos, parece sumergirse en las calladas aguas del Océano. Abajo, en el comedor, el rechinar de un piano agrio y destemplado, la sonora y brutal carcajada de un jugador de órdago, el ruido de botellas que se destapan, la vocería insípida de un juego de prendas. Sobre el puente, el joven oficial de guardia, inmóvil, recostado sobre la baranda, meciéndose en los infinitos sueños del marino y reposando en la calma segura de los vientos dormidos. De pronto, cuatro pipas encendidas como hogueras, aparecen seguidas de sus propietarios. Hablan todos a la vez: cueros, lanas, géneros o aceites… El encanto está roto; en vano la luna los baña cariñosa, los envuelve en su encaje, como pidiéndoles decoro ante la simple majestad de su belleza. Hay que dar un adiós al fantaseo solitario e ir a hundirse en la infame prisión del camarote…

      He aquí las costas de África, Goroa, con su vulgar aspecto europeo; Dakar, con sus arenales de un brillo insoportable,

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