En viaje (1881-1882). Miguel Cane

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En viaje (1881-1882) - Miguel  Cane

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la acusación de calumnia. Julio Simon se dirige a la tribuna; distinguidísima figura de anciano, cara inteligente, voz débil y una habilidad parlamentaria portentosa. Protesta contra el espíritu del artículo; a su juicio, los funcionarios tienen el derecho de ser calumniados; su única acción, la única defensa a que deben acudir, es su conducta, irreprochable, sin sombras. En cuestiones de prensa quiere la libertad hasta la licencia. Se le oye con atención y respeto; pero los republicanos de la situación creen que el propósito del adversario de Gambetta es destruir la bondad de la ley, llevando las concesiones hasta los últimos límites y haciéndola odiosa a las clases conservadoras. Simon está en pleno triunfo; hace pocos días, con motivo de la ley de educación, ha conseguido introducir por asalto el nombre de Dios en la cola de un artículo. Por el momento, desenvuelve una lógica de hierro, y ocupando audazmente el terreno de sus contrarios, hace flamear con más vigor su propio estandarte. La derecha aplaude y vota con él. Un hombre de fisonomía adusta, entrecano, voz fuerte, sucede en la tribuna al eminente filósofo. Es Pelletán, el riguroso contendor del imperio, el compañero de Simon en el Cuerpo Legislativo, el autor de aquellos panfletos candescentes de La profesión de fe del siglo XIX, el Mundo marcha, etc. No habla, pontifica; no arguye, declama. Se agita como sobre un trípode y sus palabras se arrastran o retumban con acentos proféticos. Destruye, no obstante, la sofística de Simon, y sin injuriarlo por su intención, hace ver el caos que sobrevendría a la prensa sin ningún género de moderador. El voto le da el triunfo.

      Luego, la sesión se arrastra, levántome y tomo mi sombrero para trasladarme al Palacio Borbón. En el Senado encuentro siempre vacía la tribuna diplomática; en la Cámara tengo que llegar temprano, para obtener un buen sitio. Es que aquí, Gambetta por sí solo, es un espectáculo, y todos los extranjeros de distinción que llegan a París, obtienen tarjetas de sus ministros respectivos, se instalan en la tribuna diplomática y se hacen insoportables por sus preguntas en inglés, alemán, turco, italiano o griego, sobre quién es el que habla, si Gambetta hablará, cuál es Paul de Cassagnac, cuál Clemenceau, dónde está Ferry, por qué se ríen, cuál es la derecha, etc., etc.

      Estaba en París el 14 de julio y presencié la fiesta nacional. La revista militar en Longchamps fue pequeña: 15.000 hombres a lo sumo.

      He ahí los altos dignatarios del Estado. El aspecto de M. Grévy me trae a la memoria un pensamiento de La Bruyère, que él sin duda ha meditado: «Los franceses aman la seriedad en sus príncipes». Aquel rostro es de piedra; las facciones tienen una inmovilidad de ídolo, los ojos no expresan nada y miran siempre a lo lejos, los labios no tienen color ni expresión. Movimientos de una cultura glacial, de una rigidez automática, aunque sin afectación. Es el tipo de la severa seriedad republicana, como Luis XIV lo fue de la pomposa seriedad monárquica. El director Posadas decía en 1814: «No conseguiremos vivir tranquilamente y en orden mientras seamos gobernados por personas con quienes nos familiaricemos». Es una verdad profunda que puede aplicarse a todos los pueblos; el poder requiere formas exteriores, graves, serenas, y el que lo ejerce debo rodearse, no ya de la majestad deslumbradora de una corte real, pero sí de cierto decoro que imponga a las masas. M. Grévy, no sólo es querido y respetado hoy por todos los republicanos franceses, sino que los partidos extremos, hasta las irascibles duquesas del viejo régimen, tienen por él alta consideración.

      Gambetta, casi obeso, rubicundo, entrecano, lo acompaña, así como León Say y los ministros. Todos los anteojos se clavan en el grupo, pero la primera mirada es para Gambetta. El prestigio del poder atrae y fascina. ¡Qué fuertes son los hombres que consiguen sobreponerse a esa atmósfera de embriaguez en que viene envuelta la popularidad!..

      Llega la noche; la circulación de carruajes se ha prohibido en las arterias principales. Por calles traviesas me hago conducir hasta la altura del Arco de Triunfo, echo pie a tierra, enciendo un buen cigarro, trabajo por la moral pública ocultando mi reloj para evitar tentaciones a los patriotas extranjeros y heme al pie del monumento, teniendo por delante la Avenida de los Campos Elíseos, con su bellísima ondulación, literalmente cuajada de gente e iluminada a giorno por millares de picos de gas y haces de luz eléctrica. Me pongo en marcha entre el tumulto. Del lado del bosque, el cielo está cubierto de miriadas de luces de colores, cohetes, bombas que estallan en las alturas y caen en lluvias chispeantes, violetas, rojizas, azules, blancas, anaranjadas. Al frente, en el extremo, sobre la multitud que culebrea en la Avenida, la plaza de la Concordia parece un incendio. A mi lado, por delante, hacia atrás, el grupo constante, eternamente reproducido, aquel grupo admirable de Gautier en su monografía del bourgeois parisiense, el padre, empeñoso y lleno de empuje, remolcando a su legítima con un brazo, mientras del otro pende el heredero cuyos pies tocan en el suela de tarde en tarde. La mamá arrastra otro como una fragata a un bote. Se extasían, abren la boca, riñen a los muchachos, alejan con ceño adusto al marchand de coco, al de pain d'épices, que pasa su mercancía por las narices infantiles tentándolas desesperadamente. Un movimiento se hace al frente; un cordón de obreros, blusa azul, casquette sobre la oreja, se ha formado de lado a lado de la Avenida. Avanzan en columna cerrada cantando en coro la Marsellesa. Algunos llevan banderas nacionales en la gorra o en la mano. Chocan con un grupo de soldados, éstos, más circunspectos, pero cantando la Marsellesa. Una colisión es inevitable; espero ver trompadas, bastonazos y coups de savate. Por el contrario, fraternizan, se abrazan, Vive la République! y vuelta a la Marsellesa. Más adelante, un grupo de obreros, blusa blanca, del brazo, dos a dos, cantas la Marsellesa y pasan sin fraternizar junto a los de blusa azul. Algunos ómnibus y carruajes desembocan por las calles laterales; el cochero, que no trae bandera, es interpelado, saludado con los epítetos de mauvais citoyen, de réac, etc. Me detengo con fruición debajo de un árbol, porque espero que aquel cochero va a ser triturado, lo que será para mi un espectáculo de incomparable dulzura, una venganza ligera contra toda la especie infame de los cocheros de París. Pero aquél es un engueuleur de primera fuerza. Habla al pueblo con acento vinoso, dice mil gracejos insolentes, en el argot más puro del voyou más canalla, y por fin… canta la Marsellesa. La muchedumbre se hace más compacta a cada momento y empiezo a respirar con dificultad. Llegamos a la plaza de la Concordia: el cuadro es maravilloso. Al frente, la rue Royale, deslumbrando y bañada por las ondas de un poderoso foco de luz eléctrica que irradia desde la esquina de la Magdalena. A la derecha, los jardines de las Tullerías, claros como en medio del día, con sus juegos de agua y las estatuas con animación vital bajo el reflejo. Un muchacho se me acerca: Pour un sou, Monsieur, la Marseillaise, avec des nouveaux couplets. Compro el papel, leo la primer copla de circunstancias y lo arrojo con asco. Más tarde, otro y otro. Todos tienen versos obscenos. Achetez le Boulevardier, vingt centimes! Compro el Boulevardier; las aventuras de ces dames de Mabille y del Bosque, con sus nombres y apellidos, sus calles y números, sobre todo, los actos y gestos de la Barronne d'Ange… ¡Indigno, innoble! Entro un instante en el jardín; ¡imposible caminar! Regreso, y, paso a paso, consigo tomar la línea de los boulevares. La misma animación, el mismo gentío, con más bullicio, porque los cafés han extendido sus mesas hasta el medio de la calle. La Marsellesa atruena el aire. ¡Adiós, mi pasión por ese canto de guerra palpitante de entusiasmo, símbolo de la más profunda sacudida del rebaño humano! ¡Me persigue, me aturde, me penetra, me desespera! Tomo la primer calle lateral y marcho durante diez minutos con rapidez. El ruido se va alejando, la calma vuelve, hay un calor sofocante, pero respiro libremente bajo el silencio. Dejo pasar una hora, porque me sería imposible dormir: ¡mi cuarto da sobre el bulevar! Al fin me decido y vuelvo al bullicio: las 12 de la noche han sonado y no queda ya en las anchas veredas, desde el bulevar Montmartre hasta la plaza de la Opera, sino uno que otro grupo de retardatarios, y aquellas sombras lívidas, flacas y míseras, que corren a lo largo del muro y os detienen con la falsa sonrisa que inspira una piedad profunda… Todo ha pasado, el pueblo se ha divertido y M. Prud'homme, calándose el gorro de noche, dice a su esposa: Madame Prud'homme, on a beau dire: nous sommes dans la décadence. Sous Sa Majesté Louis-Philippe!

      Otro aspecto de ese mundo infinito de París, en el que se confunden todas las grandezas y miserias de la vida, desde las alturas intelectuales que los hombres veneran, hasta los ínfimos fondos de corrupción cuyos miasmas se esparcen por la superficie entera de la tierra, es la sesión anual

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