En viaje (1881-1882). Miguel Cane
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Siento placer aún en recordar aquel mundo de a bordo, tan heterogéneo, tan complejo y tan diferente del que estaba habituado a encontrar en los mares que bañan la parte oriental de la América.
La travesía es larga, pues de St. – Nazaire a la Point-à-Pitre, en la Guadalupe, no se emplean menos de quince días. Pero durante esas dos semanas la animación no desmayó un momento en el Ville de Brest, y el buen humor supo convertir en motivo de broma hasta la detestable comida que se nos daba.
He ahí las Azores, últimas perlas vacilantes en la antigua y espléndida corona portuguesa. El capitán, por una galantería, se aparta ligeramente de la ruta y lanza el buque entre dos islas, cuyo aspecto verde, alegre, rompiendo la matadora monotonía del Océano, encanta la mirada y levanta el corazón. Ambas están cultivadas prolijamente, y el esfuerzo humano se ostenta en todas las faldas de la montaña. Aspiramos un momento con delicia la atmósfera cargada de emanaciones vegetales, y luego el grupo de islas empieza a perderse en el horizonte, desvaneciéndose como una ilusión.
Estamos en los trópicos; el calor comienza a ser sofocante y las largas horas que se extienden del almuerzo a la comida, son realmente insoportables. La mayor parte de los pasajeros, aun el nuevo gobernador de la Martinica, cruzan el mar por primera vez, y la tripulación, con el permiso del comandante, organiza la clásica función del bautismo tropical.
No he podido averiguar de dónde viene esa fiesta característica; algunos suponen que fue un recurso empleado por Colón para distraer el conturbado espíritu de sus compañeros. El hecho es que alegra el ánimo decaído por la monotonía de la navegación.
Relatarla sería muy largo, desde el momento en que, trepado en lo alto del cordaje, un mensajero del padre Trópico dirige sus preguntas al comandante, hasta el día siguiente en que la función se desenvuelve y aparece el mencionado personaje cabalgando en dos marineros encorvados, cubiertos con una piel de toro, que se mantienen en esa actitud durante horas enteras. Los discursos son originales y chispean de la gruesa sal gala; luego viene el bautismo que consiste en recibir sobre la cabeza una poca de agua sacada de una enorme pila de goma y sufrir un simulacro de afeite. Pero en seguida la cubierta se convierte en la azotea de nuestros antiguos cantones de carnaval. El agua corre a torrentes, los golpes se suceden, la algazara llega a su colmo. En mi calidad de viejo marino, me abstuve por completo y di mis poderes al abate Mazdel, que, en un traje ligerísimo y con unos enormes bigotes pintados con betún, se debatía denodadamente contra los infinitos agresores que lo cubrían de agua y harina. El comandante no puede recuperar el mando del buque hasta el momento en que hace dar la campana la señal de haber terminado la fiesta. Como por encanto todo desaparece y «le père Tropique», «le père Neptune» y demás personajes fabulosos, despojados de sus atributos fantásticos, se dedican con resignación a lavar el puente y frotar los bronces…
Después de una larga travesía de quince días, avistamos las pintorescas costas de la Guadalupe y el vapor arroja el ancla en la bahía de la Pointe-à-Pitre. El efecto óptico es admirable; la lujuriosa vegetación de los trópicos, tan característica siempre, se ostenta ante los ojos extáticos de los europeos, que contemplan en silenciosa admiración los elegantes cocoteros con sus frutos apiñados en la altura y los bananos de anchas y perezosas ramas, lentamente mecidas por el viento.
El calor es violento y todos anhelamos saltar a tierra, cuando se nos anuncia que la Pointe-à-Pitre está en cuarentena porque hace allí estragos la fiebre amarilla. Para nosotros no habría inconveniente en descender, por cuanto en los puertos de la costa del Caribe, a donde nos dirigimos, habita con tanta frecuencia ese huésped temible, que lo consideran ya como de la casa. Pero, como de la Guadalupe sale el anexo que debe conducir a sus destinos a los pasajeros para Cayena y en este punto serían sujetados a cuarentena, se evita el contacto en su obsequio. Este aislamiento no impide – lo que me hace sonreír sobre la eficacia de las cuarentenas en todas partes del mundo – que nos proveamos de víveres en abundancia, especialmente de frutas. Vuelvo a ver el sabroso aguacate, que los franceses llaman avocat, los peruanos palta, que varía de denominación en cada estado de Colombia y que Humboldt llamó tan exactamente manteca vegetal. Aparece la chirimoya, el clásico fruto tropical, con su gusto a pomada, y el mango indigesto, que trasciende desde lejos a esencia de trementina. Los miramos con ojos ávidos, porque el calor incita, pero la prudencia vence y absteniéndonos, nos evitamos una fiebre segura.
Por la tarde levamos anclas nuevamente, y dos horas después nos detenemos en Basse-Terre, en el costado opuesto de la isla. El aspecto es menos brillante que el de la Pointe-à-Pitre, y tampoco nos es posible bajar a tierra. Al caer la noche continuamos viaje, y al alba tocamos por breves momentos en Saint-Pierre, la capital comercial de la Martinica, como Fort-de-France es su capital política. Apenas clareaba, seguimos la marcha, de manera que me sería imposible dar la menor idea de ese puerto, que aseguran ofrece un bellísimo cuadro a la mirada.
Por fin, henos en Fort-de-France, el antiguo Port-Royal, el teatro de tantas y tenaces luchas entre ingleses y franceses, la patria de la dulce Josefina Beauharnais, cuya estatua, en el lascivo traje del Directorio, se levanta en la plaza; he ahí el punto donde pasó su juventud aquella mademoiselle d'Aubigné, que debía casarse en primeras nupcias con un rimador paralítico y mendicante y en segundas con un señor Borbón, que reinó sesenta años en Francia bajo el nombre de Luis XIV.
De un lado de la bahía, el viejo fuerte Real, grave aun con el equívoco reflejo de su importancia pasada, pues rara vez consiguió detener los desembarcos ingleses. Del otro, inmensos depósitos de carbón. Atrás, montañas áridas y tristes. Es del otro lado de la isla, en la tierra alta, donde se vuelven a ver los extensos cafetales y las llanuras verdeadas por la robusta caña de azúcar. Allí la naturaleza es tan bella como fecunda y sustenta la reputación admirable de la soberbia Antilla francesa.
Los pasajeros para las Guayanas nos han dejado ya, y estamos en completa libertad para bajar o no a tierra. Preguntamos si hay fiebre, deseando secretamente una respuesta negativa; pero, a pesar de cerciorarnos de que la enfermedad fatal reina en Fort-de-France, nos resolvemos a descender, persuadidos de que el buque, inmóvil y pegado a tierra, bajo un calor de 37°, no es el refugio más seguro para evitar el contagio. El nuevo gobernador ha bajado pomposamente hace dos horas.
No olvidaré nunca el aspecto de la plaza, la sabane, como allí le llaman, en el momento que penetramos en ella, después de ascender una ligera cuesta. Toda la población baja, el soberano pueblo, está reunido, con motivo de la recepción del gobernador, que en ese momento pasaba en un landó, vestido de toda etiqueta, con un funcionario negro como las penas a su lado, y otro no más rubio al frente. ¡Cómo comprendí aquella mirada que me dirigió, aquel saludo cortés, pero tan impregnado de profunda desolación! Me saqué el sombrero y saludé con respeto a aquel mártir, que salía de los salones de París, para ir a reinar sobre la isla tropical.
Las fantasías más atrevidas de Goya, las audacias coloristas de Fortuny o de Díaz, no podrían dar una idea de aquel curiosísimo cuadro. El joven pintor venezolano, que iba conmigo, se cubría con frecuencia los ojos y me sostenía que no podría recuperar por mucho tiempo la percepción dei rapporti, esto es, de las medias tintas y las gradaciones insensibles de la luz, por el deslumbramiento de aquella brutal crudeza. Había en la plaza unas quinientas negras, casi todas jóvenes, vestidas con trajes de percal de los colores más chillones: rojos, rosados, blancos. Todas escotadas y con los robustos brazos al aire; los talles, fijados debajo del áxila y oprimiendo el saliente pecho, recordaban el aspecto de las merveilleuses del Directorio. La cabeza cubierta con un pañuelo de seda, cuyas dos puntas, traídas sobre la frente, formaban como dos pequeños cuernos. Esos pañuelos eran precisamente los que herían los ojos; todos eran de diversos colores, pero predominando siempre aquel rojo lacre ardiente, más intenso aún que el llamado en Europa lava del Vesubio; luego, un amarillo rugiente, un violeta tornasolado, ¡qué sé yo! En las orejas, unas