En viaje (1881-1882). Miguel Cane
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Hay más profunda diferencia entre la vida social y los aspectos urbanos de París y Londres, que entre Lima y Teheran. Parece increíble que baste una hora y media de navegación, el espacio que un hombre atraviesa a nado, para operar una transformación tan completa. Salir de una calle de París para entrar diez horas después en una de Londres, observar el aspecto, la fisonomía moral del Támesis, después de haber pasado un par de horas estudiando el movimiento del Sena, da la sensación de haberse transportado en el hipógrifo de Ariosto a la región de los antípodas.
Nunca me ha fatigado la flânerie en las calles de Londres; no hay libro más elocuente e instructivo sobre la organización política y social del pueblo inglés. No intento hacer una descripción de lo que en ellas he visto, sentido, porque las páginas se suceden a medida que los recuerdos se agolpan, y tengo ya prisa por dejar la Europa y hundirme en las regiones lejanas de los trópicos.
Pero aún tengo presente aquella rápida recorrida del British Museum, en que empleamos tres o cuatro horas con Emilio Mitre, cuya ilustración excepcional e inteligencia elevada, hacen de él un compañero admirable para excursiones. ¡Qué lucha aquella, de uno contra otro, pero casi siempre de ambos contra nosotros mismos! Metidos en Nínive y Babilonia, el tiempo corría insensible, mientras el Egipto, a dos pasos, nos miraba gravemente con los grandes ojos de sus esfinges de piedra o nos parecía oír piafar los caballos del Parthenón en los mármoles de lord Elguin… ¡Qué impresión causan, no ya la inscripción grandiosa que conserva en pomposo estilo la memoria de los gloriosos hechos de un Rhamsés o de un Sennachérib, sino esos simples ladrillos rojizos, donde, ahora quince o veinte mil años, un asirio humilde consignó en caracteres cuneiformes las cláusulas de un oscuro contrato de venta o la escritura de una hipoteca! Los detalles de la vida humana en aquellos tiempos en que los hombres tenían hasta una configuración de cráneo distinta a la nuestra, y por lo tanto, movían su espíritu dentro de diversa atmósfera, nos llamaban más la atención que las narraciones del diluvio, que los sabios han desterrado de los viejos muros de Nínive con gritos de entusiasmo. Luego, la Grecia inimitable, y en ella, el inimitable Fidias. Abajo, los soberanos trozos del Parthenón; arriba, las aéreas figurinas de terracotta encontradas en Tanagra. No tienen más que diez o doce centímetros de altura; pero ¡qué perfección, qué delicadeza exquisita! ¡Cómo, bajo aquellos velos que las cubren como mantos de vestal, se ve, se siente el movimiento armónico del cuerpo! Unas encogidas, otras en marcha y aquéllas… ¿recuerdas, Emilio, la ráfaga criolla que nos envolvió?.. ¡jugando a la taba! Sí; encorvada, una deliciosa estatuíta sigue con avidez los giros del pequeño hueso, mientras su partner espera paciente el turno. Miramos con atención y pudimos comprobar que la taba había echado lo contrario a suerte. ¿Y los autógrafos? ¿Cómo desprenderse de las vidrieras que los contienen, cómo arrancar los ojos de ese vivo retrato de los grandes hombres, cuya mano parece palpitar aún en el trozo de esas líneas incorrectas pero firmes?.. ¡Y todo ese museo portentoso, centro, núcleo, panorama, del espíritu humano en el tiempo y el espacio! No hay una fuente de sensación más pura, más alta, que la contemplación de esas riquezas artísticas y científicas; penetra en el alma, es cierto, un hondo desconsuelo, cuando la deficiencia de la preparación intelectual hace que un mármol sea mudo para nosotros; pero, sin duda alguna, los horizontes de la inteligencia se ensanchan en cada visita a un mundo semejante.
Una visita al Brown, que se mece gallardamente en las aguas del Támesis, a la altura de Greenyde. Uno de los objetos de mi viaje a Inglaterra ha sido ver la gran nave argentina. El pabellón flotando en la popa me llenó de indecible emoción, que se aumentó por la cordial acogida que recibí de la oficialidad argentina, con su digno comodoro a la cabeza. Visitamos el buque en todas las direcciones, se me explican sus maravillas, se me narra la curiosidad europea que ha despertado por su nueva construcción y mientras contemplo sus cañones poderosos, sus flancos de acero, su lanzatorpedos, sus ametralladoras, todos esos bárbaros elementos de destrucción, recuerdo con alegría que, hace ya muchos años, buques de guerra argentinos surcan los mares, sin que la paz, que es nuestra aspiración y nuestra riqueza, haya sido turbada. ¡Sea igual el destino del Brown; que sus cañones no truenen sino los días de ejercicio, que su bandera respetada y amada por todos los pueblos de la tierra, no se ize jamás a su mástil en son de guerra, y si la agresión la hace inevitable, que el pecho de los hombres que lo dirijan sea tan fuerte como sus escamas de hierro, que lo sepulten en el Océano antes de arriar el pabellón blanco y celeste!
CAPITULO IV
Las Antillas francesas
Pasé unos pocos días en París preparándome para la larga travesía y despidiéndome de las comodidades de aquella vida que, una vez que se ha probado, con todas sus delicadezas intelectuales y con todo su confort material, aparece como la única existencia lógica para el hombre sobre la tierra. ¡Qué error, qué triste error el de aquellos que no ven a París sino bajo el prisma de sus placeres brutales y enervantes! Lo que tiene precisamente de irresistible ese centro, es su atmósfera elevada y purísima, donde el espíritu respira el aire vigoroso de las alturas. La ciencia, las artes, las letras, tienen allí sus más nobles representantes, y una hora en la Sorbona, en el colegio de Francia o en la Escuela Normal, hacen más por nuestra educación intelectual que un mes de lectura…
Volamos sobre los campos de la Vendée, la patria de Larochefoucauld y d'Elbée, de Cadoudal y Stofflet, la tierra de los chouans, donde Marceau hizo sus primeras armas, donde Hoche se cubrió de gloria. Se nos ha hecho cambiar de tren dos o tres veces, lo que nos pone de un humor infernal, y en la mañana llegábamos a Nantes, que el tren atraviesa a lento paso. He ahí las paisanas bretonas con sus características tocas blancas, con sus talles espesos; he ahí el río famoso, teatro de las noyades de Carrier, recuerdo bárbaro que horroriza a través del tiempo. Somos aves de paso, y por mi parte, lamento no tener un par de días que dedicar a Nantes; pero, como no he hecho sino cruzarlo, desisto de ir a pedir fastidiosos datos a una guía cualquiera y me apresuro a llegar al antipático puerto de St. – Nazaire, la Guayra francesa, como le llamó el secretario cuando hubo conocido el símil en las costas del mar Caribe. En la línea de Orleans, habríamos