esas condiciones sobresalen realmente, es cuando se las ve despojadas de sus lujos y cubiertas con el corto y sucio traje del trabajo, balancearse sobre la tabla que une al buque con la tierra, bajo el peso de la enorme canasta de carbón que traen en la cabeza… Una noche de las que permanecimos en Fort-de-France, encontré mi lecho en el hotel tan inhabitable o tan habitado, que me vestí en silencio, gané la calle, y a riesgo de perderme, me puse en camino hacia el vapor. Declaro que hay que resistir menos asaltos desde la porte Saint-Martin hasta la Avenida de la Opera, a las 11 de la noche en los bulevares de París, o de 11 a 12 en la vereda del Critérium en Londres, que en aquella marcha incierta bajo una noche oscura. Las hurís africanas se suceden unas a otras y en un francés imposible, grotesco, os invitan a pasar el puente del Sirat; basta, para no sucumbir, recordar el procedimiento de Ulises y taparse, no ya los oídos, sino las narices, lo que es más eficaz. Pululan, salen de todas partes, hasta que es necesario apartarlas con violencia. Por fin llegué a bordo, guiado por una luz eléctrica, colocada sobre el puente… Así que subí, el oficial de guardia me llamó y me mostró el cuadro más original que es posible concebir. Al pie del buque y sobre la ribera, hormigueaba una muchedumbre confusa y negra, iluminada por las ondas del fanal eléctrico. Eran mujeres que traían carbón a bordo, trepando sobre una plancha inclinada las que venían cargadas, mientras las que habían depositado su carga, descendían por otra tabla contigua, haciendo el efecto de esas interminables filas de hormigas que se cruzan en silencio. Pero aquí todas cantaban el mismo canto plañidero, áspero, de melodía entrecortada. En tierra, sentado sobre un trozo de carbón, un negro viejo, sobre cuyo rostro en éxtasis caía un rayo de luz, movía la cabeza, como en un deleite indecible, mientras batía, con ambas manos y de una manera vertiginosa, el parche de un tambor que oprimía entre las piernas colocadas horizontalmente. Era un redoble permanente, monótono, idéntico, a cuyo compás se trabajaba. Aquel hombre, retorciéndose de placer, insensible al cansancio, me pareció loco. «Es simplemente un empleado de la compañía, a sueldo como cualquiera de nosotros; – me dijo el joven oficial – hace cuatro horas que está tocando y tocará hasta el alba con brevísimos momentos de reposo. Una vez quisimos suprimirlo; pero cuando llegó el día, no se había hecho la mitad de la faena de costumbre. Por otra parte, usted mismo ya a advertirlo». Llamó a un marinero, le dio una orden, y éste descendió en dirección al negro del tambor. «¿Ve usted el movimiento, el entusiasmo con que todas esas negras trabajan? Mire aquella especialmente; tiene 18 años y pasa, no sólo por una de las más bellas, sino de las más altivas y pendencieras. Véala usted mecer las caderas lascivamente mientras sube; ha bebido un poco de cacholí, pero lo que más la embriaga es su propio canto, al compás del eterno redoblar». En esto se hizo el silencio; las negras todas se miraron unas a otras, los cantos empezaron a morir en sus labios; algunas se detenían, colocaban el canasto en tierra, se sentaban sobre él y cruzando sus piernas, inclinaban la cabeza como perdidas en una melancolía nostálgica. Las hormigas que viajaban sobre las tablas se hacían raras; el movimiento cesaba en tierra, cuando por uno de los boquetes de la cubierta apareció la cara sudorosa y ennegrecida de uno de los contramaestres, quien, levantando en alto un candil, gritó con voz de trueno: «¡Du charbon, sang-Dieu! Et toi, cré nom d'un fainéant, fais donc rouler ton machin!» El oficial sonrió, el tambor se hizo oír de nuevo y el trabajo empezó a recuperar su animación anterior.
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1
Véase primera serie, tomo III, pág. 350-377.
2
Véase primera serie, tomo IV, pág. 225-290.
3
Véase primera serie, tomo VI, pág. 161-181.
4
La generosa tentativa de Carlos III y sus ministros en el sentido de dotar a la América de instituciones que favorecieran su desenvolvimiento, desapareció con la muerte del ilustre monarca. Bajo Carlos IV, la América y la España misma habían vuelto a caer en la tristísima situación en que se encontraban bajo el reinado del último de los Hapsburgos. El Dr. D. Vicente F. López, en su magistral introducción a la "Historia Argentina" nos ha sabido trazar un cuadro brillante de la elevada política de Aranda y Florida-Blanca bajo Carlos III; pero él mismo se ha encargado de probarnos, con su incontestable autoridad, que las leyes que nos regían eran simples mecanismos administrativos, cuya acción se concretaba a las ciudades, cuando no eran abortos impracticables, como la famosa "Ordenanza de Intendentes", cuyos ensayos de aplicación fueron un desastre. No es mi ánimo, ni lo fue nunca, vilipendiar a la España, que nos dio lo que podía darnos. El "motín de Esquilache", que es una página de la historia de Rusia bajo Pedro el Grande, nos da la nota del estado intelectual del pueblo español a fines del siglo pasado. Puede juzgarse cuál sería el de la más humilde de las colonias americanas.