La Biblia en España, Tomo II (de 3). Borrow George
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– No veo nada – dijo Pedro, el ex fraile – ; sólo veo mucho polvo, cada vez más espeso.
– Entonces, yo me vuelvo – dije – . Es poco prudente estarse aquí esperando al Pretendiente. Si los nacionales de la población se enteran, pueden fusilarnos.
– ¡Ejem! – dijo el cura, siguiéndome – . Aquí no hay nacionales; quisiera yo saber quién se atrevería a serlo. Cuando los vecinos recibieron orden de alistarse en la milicia, rehusaron todos sin excepción, y tuvimos que pagar una multa. Por tanto, amigo, si tiene algo que comunicarnos hable sin recelo; aquí todos somos de su misma opinión.
– Yo no tengo opinión alguna – repliqué – , como no sea que me corre prisa cenar. No estoy por Rey ni por Roque. ¿No dice usted que soy catalán? Pues ya sabe usted que los catalanes no piensan más que en sus negocios.
Al anochecer anduve vagando por el pueblo, que me pareció aún más abandonado y melancólico que antes; acaso fué, no obstante, una población de importancia en tiempos pasados. En un extremo del pueblo yacían las ruinas de un vasto y tosco castillo, casi todo de piedra berroqueña; quise visitarlas, pero hallé la entrada defendida por una puerta. Desde el castillo me encaminé al convento, triste y desolado lugar, antigua morada de frailes franciscanos mendicantes. Ya me volvía a la posada, cuando oí fuerte rumor de voces, y guiándome por ellas no tardé en salir a una especie de prado, donde sobre un montículo estaba sentado un cura vestido de hábitos, leyendo en alta voz un periódico; en torno suyo, de pie o sentados en la hierba, se congregaban unos cincuenta vecinos, vestidos casi todos con luengas capas; entre ellos descubrí a mis dos amigos, el cura y el fraile. «Es un buen enjambre de carlistas – dije entre mí – ansiosos de noticias»; y me encaminé hacia otra parte de la pradera, donde pastaban los ganados del pueblo. El cura, en cuanto me vió, se apartó del grupo y vino a mí. «He oído que necesita usted un caballo – me dijo – . Yo tengo aquí uno pastando, el mejor del reino de León»; y con la volubilidad de un chalán empezó a ensalzar los méritos del animal. No tardó en juntársenos el fraile, quien, aprovechando una oportunidad, me tiró de la manga, y me dijo:
– Señor, con el cura no se puede tratar; es el pillo más grande de estos contornos. Si necesita usted un caballo, mi hermano tiene uno mucho mejor, y se lo dará más barato.
– No pienso comprarlo hasta que llegue a León – exclamé; y me fuí, meditando en la amistad y en la sinceridad de los curas.
Desde X a León, ocho leguas de camino, el país mejoró rápidamente; cruzamos varios arroyos, y a veces atravesábamos praderas exuberantes. Volvió a brillar el sol, y acogí su reaparición con alegría, a pesar del sofocante calor. A dos leguas de León dimos alcance a un tropel de gente con caballos, mulas y carros que acudían a la famosa feria que el día de San Juan se celebra en León; en efecto, se inauguró a los tres días de nuestra llegada. Aunque esa feria es principalmente de caballos, acuden a ella comerciantes de muchas partes de España con diferentes géneros de mercadería, y allí me encontré a muchos catalanes ya vistos en Medina y Valladolid.
Nada notable hay en León, ciudad vieja y tétrica, salvo la catedral, que es, en muchos respectos, un duplicado de la de Palencia, elegante y aérea como ésta, pero sin los espléndidos cuadros que la adornan. La situación de León en el centro de una comarca floreciente, abundante en árboles, y regada por muchas corrientes de agua nacidas en las grandes montañas de las inmediaciones, es muy placentera. Dista mucho, sin embargo, de ser un lugar saludable, sobre todo en verano, cuando los calores suscitan las emanaciones nocivas de las aguas, que engendran muchas enfermedades, especialmente calenturas. Apenas llevaba tres días en León me atacó una de esas fiebres, contra la que creí no poder luchar, no obstante mi constitución robusta, pues en siete días que me duró me quedé casi en los huesos, y en tan deplorable estado de debilidad que no podía hacer el más leve movimiento. Pero ya antes había logrado que un librero se encargara de vender los Testamentos, y publicado los anuncios de costumbre, aunque sin grandes esperanzas de buen éxito, porque los leoneses, con raras excepciones, son furibundos carlistas y ciegos e ignorantes secuaces de la arcaica iglesia papal. La sede episcopal de León estuvo ocupada en otro tiempo por el primer ministro de Don Carlos, y parece que su espíritu fanático y feroz llena todavía la ciudad. En cuanto aparecieron los carteles, el clero se puso en movimiento. Fueron de casa en casa, fulminando maldiciones y anatemas y amenazando con todo género de desventuras a quien comprase o leyese «los libros malditos» que los herejes introducían en el país con propósito de pervertir las almas cándidas de los habitantes. Hicieron más: incoaron un proceso ante el tribunal eclesiástico contra el librero. Por fortuna, ese tribunal no posee ahora mucha autoridad, y el librero, atrevido y resuelto, sostuvo el reto y llegó hasta fijar un anuncio en la misma puerta de la catedral. A pesar del griterío que se levantó contra los libros, se vendieron en León algunos ejemplares; dos fueron adquiridos por sendos exclaustrados, y otros tantos por párrocos de las aldeas vecinas. Creo que en total se vendieron unos quince ejemplares, de suerte que mi visita a lugar tan atrasado no se perdió del todo, porque la semilla del Evangelio quedó sembrada, aunque con parquedad. Pero las espesas tinieblas que envuelven a León son verdaderamente lamentables, y la ignorancia del pueblo es tan grande que en las tiendas se venden públicamente y tienen gran aceptación conjuros y encantaciones impresos contra Satanás y su hueste y contra todo género de maleficios. Tales son los resultados del papismo, la falacia que más ha contribuído a envilecer y embrutecer al espíritu humano.
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