La Biblia en España, Tomo III (de 3). Borrow George
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En segundo lugar, ninguno de sus dialectos posee una literatura propia que recompense el trabajo de aprenderlo. Existen algunos libros en basco francés y en basco español, pero son exclusivamente libros de devoción papista, y en su mayoría traducciones.
Se preguntará quizás al llegar aquí si los bascos no poseen una poesía popular, como casi todas las naciones, por pequeñas e insignificantes que sean. No están faltos, en verdad, de canciones, baladas y coplas, pero de carácter tal, que no puede llamárseles poesía. He puesto por escrito, al oírlas recitar, una considerable porción de lo que llaman su poesía; pero el único ejemplo de versos tolerables que encontré es la siguiente copla, que, después de todo, no merece excesivos elogios:
Ichasoa urac aundi,
Estu ondoric agueri —
Pasaco ninsaqueni andic
Maitea icustea gatic.
que significa: Las aguas del mar son vastas, e invisible su seno, pero yo las cruzaré para ir al encuentro de mi amor.
Los bascos son un pueblo cantor más que poeta. A pesar de la facilidad que su idioma presenta para la composición de versos, no han producido nunca un poeta con la más leve pretensión de nombradía; pero tienen muy buenas voces y son excelentes en la composición musical. En opinión de cierto autor, el Abbé d’Iharce6, que ha escrito acerca de ellos, el nombre de Cantabri, que los romanos les dieron, se deriva de Khantor-ber, que significa suaves cantores. Poseen mucha música original, alguna extremadamente antigua, según dicen. De esta música se han publicado algunos trozos en Donostian (San Sebastián), en el año 1826, editados por un tal Juan Ignacio Iztueta7. Consisten en unas marchas rudas y emocionantes, a cuyos sones créese que los bascos antiguos tenían la costumbre de bajar de sus montañas para pelear con los romanos y después con los moros. Al escucharlas llega uno con facilidad a creerse en presencia de un combate encarnizado. Oye uno las resonantes cargas de la caballería, el ludir de las espadas y el rebote de los cuerpos por los barrancos abajo.
Esta música va acompañada de palabras, pero qué palabras. ¡No puede imaginarse nada más estúpido, más trivial, más desprovisto de interés! Lejos de ser marcial, la letra refiere incidentes cotidianos, sin conexión alguna con la música. Las palabras son evidentemente de fecha moderna.
En lo físico, los bascos son de estatura regular, ágiles y atléticos. En general, tienen bellas facciones y hermosa tez, y se parecen no poco a ciertas tribus tártaras del Cáucaso. Su bravura es indiscutible, y pasan por ser los mejores soldados con que cuenta la corona de España: hecho que en gran parte corrobora la suposición de que son de origen tártaro, la raza más belicosa de todas, y la que ha producido los más famosos conquistadores. Son los bascos gente fiel y honrada, capaz de adhesión desinteresada; bondadosos y hospitalarios con los forasteros; puntos todos que están muy lejos de diferir del carácter tártaro. Pero son un tanto lerdos, y su capacidad no es ni con mucho de primer orden, en lo cual se parecen también a los tártaros.
No hay en la tierra pueblo más orgulloso que los bascos; pero el suyo es una especie de orgullo republicano. Carecen de clase aristocrática; ninguno reconoce a otro por superior. El carretero más pobre tiene tanto orgullo como el gobernador de Tolosa.
«Tiene más poder que yo, pero no mejor sangre; andando el tiempo, acaso sea yo también gobernador». Aborrecen el servicio doméstico, a lo menos fuera de su país natal, y aunque las circunstancias les obligan con frecuencia a buscar amo, es muy raro que ocupen un puesto de escaleras abajo: son mayordomos, secretarios, tenedores de libros, etc. Cierto que, por mi buena suerte, encontré un criado basco, pero siempre me trató más como a un igual que como a un amo: se sentaba delante de mí, me daba su opinión sin pedírsela y entraba en conversación conmigo en todo momento y ocasión. Me guardé muy bien de refrenarle, porque entonces se hubiera despedido, y en mi vida he visto una criatura más fiel. Su destino fué muy triste, como se verá más adelante.
Al decir que los bascos aborrecen la servidumbre, y que es muy raro encontrarlos de criados con los españoles, me refiero sólo a los varones; las hembras, por el contrario, no oponen reparos a entrar de criadas. Los bascos no miran, ciertamente, a las mujeres con la estimación debida, y las consideran aptas para poco más que para llenar empleos bajos, lo mismo que en Oriente, donde se las considera como siervas y esclavas. El carácter de las vascongadas difiere mucho del de los hombres. Son muy despiertas y agudas, y tienen, en general, más talento. Son famosas cocineras, y en casi todas las casas importantes de Madrid una vizcaína ejerce el supremo empleo en el departamento culinario.
CAPÍTULO XXXVIII
La prohibición. – El Evangelio, perseguido. – Inculpación de brujería. – Ofalia.
A mediados de Enero, mis enemigos me dieron una carga, prohibiéndome, de modo terminante, en virtud de orden dictada por el gobernador de Madrid, que siguiera vendiendo Testamentos. No me cogió de susto la medida, porque desde algún tiempo antes esperaba yo algo parecido, en razón de las ideas políticas profesadas por los ministros. Fuí, sin dilación, a visitar a Sir George Villiers, informándole de lo sucedido. Me prometió hacer cuanto pudiese para obtener la revocación de la orden. Por desgracia, no tenía entonces gran influencia, porque se había opuesto con todas sus fuerzas al advenimiento del Ministerio moderado, y al nombramiento de Ofalia para la presidencia del Gabinete. Sin embargo, no perdí ni un momento la confianza en el Todopoderoso, en cuyo servicio estaba yo ocupado.
Antes de ese tropiezo las cosas marchaban muy bien. La demanda de Testamentos aumentaba por modo considerable; tanto, que el clero se alarmó, y ese paso fué la consecuencia. Pero habían primero intentado dar otro, muy propio suyo: pretendieron dominarme por el miedo. Uno de los rufianes de Madrid, llamados Manolos, me salió al paso una noche en una calle obscura, y me dijo que si continuaba vendiendo mis «libros judíos», me «enhebraría un cuchillo en el corazón»; yo le contesté que se fuese a su casa, rezase unas oraciones, y dijera a los que le enviaban que me daban mucha lástima; con lo cual se fué, soltando un juramento. Pocos días más tarde recibí orden de enviar dos ejemplares del Testamento a las oficinas del gobernador, y así lo hice; menos de veinticuatro horas después llegó un alguacil a la tienda, y me notificó la prohibición de seguir vendiendo la obra.
Una circunstancia me regocijó. Por raro que parezca, las autoridades no tomaron medida alguna para cerrarme el despacho, y la prohibición sólo se refería a la venta del Nuevo Testamento; como faltaba poco para que el Evangelio de San Lucas, en caló y en vascuence, estuviese listo para la venta, esperé sostener las cosas, aunque en menor escala, hasta que vinieran mejores tiempos.
Me aconsejaron que borrase del escaparate de la tienda las palabras «Despacho de la Sociedad Bíblica británica y extranjera». Me negué a ello. El letrero había llamado mucho la atención, como yo me proponía. Si hubiera intentado llevar este asunto bajo cuerda, apenas habría llegado a vender en Madrid, hasta la fecha de que voy hablando, treinta ejemplares, en lugar de casi trescientos que tenía vendidos. Quien no me conozca se inclinará a llamarme temerario; pero estoy muy lejos de serlo, y nunca adopto un camino aventurado mientras me quede abierto alguno que no lo sea. Sin embargo, yo no soy hombre que se asuste del peligro, cuando veo que no hay más remedio que arrostrarlo para conseguir un propósito.
Los libreros se negaban a vender mi libro; me vi compelido a establecer por mi cuenta una tienda. En Madrid cada tienda tiene su nombre. ¿Cuál podía yo dar a la mía, sino el verdadero? No me avergonzaba de mi causa ni de mi bandera. La enarbolé, y luché a su sombra, no sin buen éxito.
Entretanto,
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A nadie que haya leído la obra de este
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