La Biblia en España, Tomo III (de 3). Borrow George
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– Borrow – me dijo – , es usted hombre muy a propósito para correr mundo, porque todo lo toma usted con frialdad y como la cosa más natural. Pero lo que más me sorprende en usted es el gran número de amigos que tiene; no le falta a usted en la cárcel gente que se afane por su bienestar. Hasta su criado es amigo de usted, en lugar de ser, como en general ocurre, su peor enemigo. Ese vascongado es una criatura muy noble. No olvidaré nunca cómo habló de usted cuando llegó corriendo a la Embajada a llevar la noticia de su arresto. Tanto a sir Jorge como a mí, nos interesó mucho; si alguna vez desea usted separarse de él, avíseme, para tomarlo a mi servicio. Pero hablemos de otra cosa.
Entonces me contó que sir Jorge había ya enviado a Ofalia una nota oficial pidiendo reparaciones por el caprichoso ultraje cometido en la persona de un súbdito británico.
– Estará usted en la cárcel esta noche – dijo – ; pero tenga la seguridad de que mañana, si lo desea, puede salir de aquí en triunfo.
– De ningún modo lo deseo – repliqué – . Me han metido en la cárcel por hacer su capricho, y yo me propongo permanecer en ella por hacer el mío.
– Si el tedio de la cárcel no puede más que usted – dijo Mr. Southern – , creo que esa resolución es la más conveniente; el Gobierno se ha comprometido de mala manera en este asunto, y, hablando con franqueza, no lo sentimos, ni mucho menos. Esos señores nos han tratado más de una vez con excesiva desconsideración, y ahora se nos presenta, si continúa usted firme, una excelente oportunidad de humillar su insolencia. Voy al instante a decir a sir Jorge la resolución de usted, y mañana temprano tendrá usted noticias nuestras.
Con esto se despidió de mí; me acosté, y no tardé en dormirme en la cárcel de Madrid.
CAPÍTULO XL
Ofalia. – El juez. – Cárcel de la Corte. – El domingo en la cárcel. – Vestimenta de los ladrones. – Padre e hijo. – Un comportamiento característico. – El francés. – La ración carcelaria. – El valle de las sombras. – Castellano puro. – Balseiro. – La cueva. – La gloria del ladrón.
Ofalia comprendió en seguida que la prisión de un súbdito británico, hecha en forma tan ilegal, traería probablemente consecuencias graves. Si él en persona animó al corregidor en su conducta respecto de mí, es cosa imposible de decidir; probablemente, no lo hizo; pero el corregidor era un funcionario de su elección, y de sus actos eran hasta cierto punto responsables Ofalia y todo el Gobierno. Sir Jorge había presentado ya una protesta muy enérgica, y había llegado a decir en una nota oficial que desistiría de toda ulterior comunicación con el Gobierno español mientras no se me dieran las reparaciones amplias y completas a que tenía derecho por el atropello sufrido. Ofalia respondió que iban a adoptarse inmediatamente las disposiciones necesarias para mi excarcelación, y que mía sería la culpa si después continuaba preso. Sin dilación ordenó a un juez de la primera instancia que fuese a tomarme declaración y me soltara, amonestándome para que fuese más prudente en lo sucesivo. Pero mis amigos de la Embajada me habían aconsejado lo que debía hacer en aquel caso. Por consiguiente, cuando el juez, en la segunda noche de mi encarcelamiento, se presentó en la prisión y me llamó a su presencia, acudí, en efecto; pero al querer interrogarme, me negué en redondo a contestar.
– No tiene usted derecho para interrogarme – le dije – . No quiero faltar al respeto debido al Gobierno y a usted, caballero juez pero me han encarcelado ilegalmente. Un jurista tan competente como usted no puede ignorar que, conforme a las leyes españolas, yo, por ser extranjero, no puedo ser llevado a la cárcel bajo la inculpación que se me ha hecho, sin comparecer previamente ante el capitán general de esta real ciudad, cuyo deber es proteger a los extranjeros y ver si no se han infringido en sus personas las leyes de la hospitalidad.
Juez. – Vaya, vaya, Don Jorge, ya veo adónde quiere ir a parar; pero sea usted razonable: no le hablo como juez, sino como un amigo que desea su bien y que siente profunda reverencia por la nación británica. Todo este asunto es baladí; no niego que el jefe político ha procedido con alguna ligereza por informes de una persona quizás no muy digna de crédito; pero no se le han causado a usted graves daños, y a una persona de mundo como usted una aventurilla de este género más le sirve de diversión que de otra cosa. Sea usted razonable, olvide lo ocurrido; ya sabe que lo propio de un cristiano, y además su deber, es perdonar. Le aconsejo, Don Jorge, que salga de la cárcel al momento; me atrevo a decir que ya está usted cansado de ella. En este momento es usted libre de marcharse; váyase al punto a su casa, y yo le prometo a usted que a nadie se le permitirá ir a molestarle en lo sucesivo. Ya va siendo tarde, y las puertas de la cárcel se cerrarán dentro de poco. ¡Vamos, Don Jorge, a la casa, a la posada!
Yo. – Pero Pablo les dijo: «Nos han azotado públicamente sin oírnos en juicio, siendo romanos, y nos han arrojado en la cárcel. ¿Y ahora salen con soltarnos en secreto? No ha de ser así; sino que han de venir y soltarnos ellos mismos»11.
Luego le hice una reverencia al juez, que se encogió de hombros y tomó un polvo de tabaco. Al salir del aposento me volví al alcaide, que estaba de pie en la puerta, y le dije:
– Sepa usted que no saldré de esta cárcel hasta que haya recibido plena satisfacción del atropello que sufro. Usted puede expulsarme, si quiere; pero cualquier intento que usted haga lo resistiré con todas mis fuerzas.
– Usía tiene razón – dijo en voz baja el alcaide, inclinándose.
Sir Jorge, al enterarse de esto, me escribió una carta alabando mi resolución de permanecer por el pronto en la cárcel, y rogándome que le dijese qué cosas podrían enviarme de la Embajada para aliviar un poco mi situación.
Voy a dejar por un momento mis asuntos personales, y contaré algunas cosas relativas a la cárcel de Madrid y a sus huéspedes.
La Cárcel de la Corte, donde yo estaba, aunque es la principal prisión de Madrid, no dice nada, ciertamente, en favor de la capital de España. No he tenido ocasión de averiguar si fué construída precisamente para el destino que hoy tiene12; lo probable es que no, porque la práctica de levantar edificios adecuados para encarcelar a los delincuentes no se ha extendido hasta estos últimos años. En todos los países ha sido costumbre convertir en prisiones los castillos, conventos y palacios abandonados, práctica todavía en vigor en la mayor parte del continente, sobre todo en España e Italia, y a la cual se debe en buena parte la inseguridad de las prisiones, y la miseria, suciedad e insalubridad que generalmente reinan en ellas.
No me propongo describir detenidamente la cárcel de Madrid: verdad que sería casi imposible describir un edificio tan irregular y destartalado. Lo más característico son los dos patios, el uno detrás del otro, destinados al recreo y aireación de la masa principal de presos. Tres calabozos abovedados ocupan tres lados del patio, debajo justamente de las galerías de que antes hablé. Esos calabozos tienen capacidad para ciento o ciento cincuenta presos cada uno, y en ellos quedan encerrados por la noche con cerrojos y barras; pero durante el día pueden vagar por los patios a su antojo. El segundo patio era mucho más grande que el primero; pero sólo contenía dos calabozos, horriblemente inmundos y repugnantes; en este segundo patio se encierra a los ladrones de ínfima categoría. Uno de los calabozos es, si cabe, más horrible que el otro; le llaman la gallinería, y en él encerraban todas las noches la carne joven del presidio: chicuelos infelices de siete a quince años de edad, casi todos en la mayor desnudez. El lecho común de los huéspedes de estos calabozos
11
Hechos de los Apóstoles, XVI, 37.
12
El edificio llamado