A poco de separarme de usted, fuí a casa de monsieur le Comte; entré en la cocina y miré en torno. No puedo decir que me descontentase lo que vi: la cocina era cómoda y espaciosa, todo estaba limpio y en orden; los criados parecían amables y corteses; sin embargo, no sé cómo fué, pero se apoderó de mí la idea de que la casa no me convenía en modo alguno y que no estaría en ella mucho tiempo; colgué de un clavo la mochila, y, sentándome en la mesa de la cocina, empecé a cantar una canción griega, como hago siempre que estoy disgustado. Rodeáronme los criados, haciéndome preguntas; pero yo no les contesté, y continué cantando hasta que se acercó la hora de preparar la comida; entonces salté al suelo de pronto y los eché de la cocina a todos, diciéndoles que nada tenían que hacer allí en tal ocasión. Al momento entré en funciones. Hice un esfuerzo, mon maître, y me puse a preparar una comida que me hubiese hecho honor; había convidados aquel día y determiné, por tanto, demostrar a mi amo que la capacidad de su cocinero griego era insuperable. Eh bien, mon maître, todo marchaba bastante bien, y casi me encontraba ya a gusto en mi nuevo empleo, cuando se precipitó en la cocina le fils de la maison, mi señorito, un chiquillo de unos trece años, bastante feo. Llevaba en la mano una rebanada de pan, y, después de un breve reconocimiento, la sepultó en una cacerola donde se guisaban unas perdices. Ya sabe usted, mon maître, que soy muy delicado en ciertas cuestiones, porque no soy español, sino griego, y tengo principios de honor. Sin vacilar un momento, cogí a mi señorito por los hombros, y empujándole hacia la puerta, le despedí como merecía. Con gritos clamorosos subió corriendo al piso alto. Yo continué en mi trabajo, pero no habían pasado tres minutos cuando oí un pavoroso estrépito en lo alto de la escalera, on faisoit un horrible tintamarre, y de vez en cuando oía juramentos y maldiciones. Al instante la puerta se abrió con violencia, y en impetuosa carrera echaron escaleras abajo el Conde, mi señor, su mujer, mi señorito, seguidos de una regular bandada de mujeres y de filles de chambre. A todos los llevaba gran delantera el Conde, mi señor, con una espada desnuda en la mano y gritando: «¿Dónde está el malvado que ha deshonrado a mi hijo? ¿Dónde está, que lo mato ahora mismo?» Yo no sé cómo ocurrió, mon maître, pero, cabalmente, en aquel momento volqué una gran fuente de garbanzos destinados a la puchera del día siguiente. Estaban crudos, y tan duros como piedras; los derramé por el suelo, y la mayor parte de ellos fué a parar junto a la entrada. Eh bien, mon maître, un instante después entró el Conde de un brinco, echando chispas por los ojos, y con una espada en la mano, como ya he dicho. «Tenez, gueux enragé», me gritó, tirándome una furiosa estocada; pero no había acabado de decir esas palabras, cuando resbaló, y cayó hacia adelante todo lo largo que era, y la espada se le escapó de la mano comme une flêche. ¡Si hubiese usted oído el alboroto que se armó! Hubo una confusión terrible: el Conde yacía en el suelo, al parecer, aturdido por el golpe. Yo no hice caso, y continué trabajando con afán. Al fin le levantaron, y con sus cuidados recobró el sentido; estaba muy pálido y agitado. Pidió la espada; todas las miradas se clavaron en mí, y adiviné que se preparaba un ataque general. De súbito, retiré del fuego una gran casserole, donde se freían unos huevos, y la mantuve a la distancia que permitía la longitud del brazo, examinándola con afectada atención, mientras avanzaba el pie derecho y echaba atrás el izquierdo cuanto podía. Todos se estuvieron quietos, figurándose que iba a hacer una operación importante, y así fué, en efecto, porque adelanté de pronto la pierna izquierda, y con un rápido coup de pied, lancé la casserole y su contenido por encima de mi cabeza con tal fuerza, que fueron volando a estamparse en una pared bastante detrás de mí. Esto lo hice para significar que el trato quedaba roto y que sacudía el polvo de mis zapatos; arrojé sobre el Conde la mirada peculiar de los cocineros scirotas cuando se sienten insultados, y, dilatando mi boca por ambos lados hasta cerca de las orejas, descolgué la mochila y me fuí, cantando al marcharme la canción del antiguo Demos, quien, moribundo, pedía la comida y agua para lavarse las manos:
De esta manera, mon maître, salí de casa del Conde.
Yo. – ¡Excelente manera de portarse! Por confesión propia, veo que su conducta no ha podido ser peor. Si no fuera por las muchas pruebas de valor y fidelidad que me dió usted estando a mi servicio, desde este momento no volveríamos a vernos más.
Antonio. —Mais qu’est ce que vous voudriez, mon maître? ¿No soy griego, y hombre de honor y muy susceptible? ¿Quiere usted que los cocineros de Scira y de Stambul se sometan en España a que los insulten los hijos de los condes, precipitándose en el templo con rebanadas de pan? Non, non, mon maître, usted es demasiado noble y, sobre todo, demasiado justo para pedir eso. Pero hablemos de otra cosa. Mon maître, no he venido solo: en el corredor espera una persona que ansía verle a usted.
Yo. – ¿Quién es?
Antonio. – Uno a quien ya se ha encontrado usted, mon maître, en sitios muy extraños y diversos.
Yo. – Pero ¿de quién se trata?
Antonio. – De uno a quien le aguarda un fin desusado, «porque así está escrito». El suizo más extraordinario que hay, el de Santiago: der Schatz Gräber.
Yo. – ¿Benedicto Mol?
– Yaw, mein lieber Herr– dijo Benedicto, abriendo del todo la puerta, que estaba entornada – . Soy yo. Me he encontrado en la calle a Herr Anton, y al oír que estaba usted aquí, he venido a visitarle.
Yo. – Pero ¿qué rareza es ésta, y cómo es que le veo a usted otra vez en Madrid? Yo creía que ya estaba usted en su país.
Benedicto. – No tema, lieber Herr; allá he de volver a su debido tiempo, pero no a pie, sino en coche de mulas. El Schatz se está todavía en su escondite, esperando que lo desentierren; ahora tengo mejores esperanzas que nunca; muchos amigos, mucho dinero. ¿Ha reparado usted cómo voy vestido, lieber Herr?
En efecto, llevaba ropas mucho mejores que nunca. La chaqueta y los pantalones, de crudillo, eran casi nuevos. Tocábase aún con un sombrero andaluz, de forma cónica, pero no viejo ni raído, sino nuevo y lustroso, y de inmensa altura. En lugar del tosco palo que llevaba en Santiago y en Oviedo, traía ahora una recia caña de bambú, rematada por una disforme cabeza de oso o de león, prolijamente tallada en peltre.
– Parece usted un buscador de tesoros al volver de una expedición fructífera – exclamé.
– Más bien parece – interrumpió Antonio – uno que ha dejado de trabajar por cuenta propia y busca tesoros a costa ajena.
Pregunté detalladamente al suizo por sus aventuras desde que le vi por última vez en Oviedo, donde le dejé para continuar mi viaje a Santander. De sus respuestas colegí que me había seguido hasta este último punto, pero invirtiendo mucho tiempo en el camino, debilitado por el hambre y las privaciones. En Santander me perdió el rastro. Ya se le había agotado el pequeño socorro que yo le dí. Pensó entonces irse a Francia, pero no se atrevió a aventurarse en las provincias Vascongadas, donde ardía la guerra, para no caer en manos de los carlistas, que hubieran podido fusilarle por espía. Como nadie le socorría en Santander, se fué pidiendo limosna por los caminos, hasta que se encontró en Aragón, no podía decir exactamente dónde. «Mis calamidades eran tantas – dijo Benedicto – que estuve a punto de perder el juicio. ¡Oh, qué horror, vagar por los agrestes montes y las vastas planicies de España, sin dinero y sin esperanza! Algunas veces, encontrándome entre peñas y barrancos, quizás sin haber probado alimento desde la salida hasta la puesta del sol, me enfurecía. Entonces levantaba el palo hacia el cielo, y, blandiéndolo, gritaba: Lieber Herr Gott, ach lieber Herr Gott,