La Biblia en España, Tomo III (de 3). Borrow George
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La amistad del inicuo nunca es de larga duración. Los dos héroes regañaron, a lo que parece, en la cárcel, acusándole Candelas al otro de haber procedido con mala fe y haberse apropiado indebidamente, para su disfrute personal, el corpus delicti en varios robos cometidos en compañía.
No puedo resistir al deseo de contar las aventuras ulteriores de Balseiro.
Poco después de mi salida de la cárcel, Balseiro, con poca paciencia para esperar a que el presidio le ofreciese la ocasión de recobrar la libertad, agujereó el techo de la cárcel, y en compañía de otros penados se fugó. Volvió al instante a sus primeros hábitos, cometiendo muchos robos atrevidos dentro de Madrid y en los alrededores. Voy a referir el último, al que puedo llamar su crimen maestro, singular ejemplo de maldad. Los robos callejeros y el escalo no le satisfacían, y resolvió dar un gran golpe con el que esperaba ganar dinero suficiente para irse a vivir con lujo y esplendor a cualquier país extranjero.
Había cierto intendente de la Casa Real, llamado Gabiria, vasco de nacimiento y dueño de inmensas riquezas, que tenía dos hijos, dos guapos chicos de doce a catorce años de edad, a quienes yo había visto a menudo y hasta hablado con ellos en mis correrías por la orilla del Manzanares, su paseo favorito. Los dos muchachos estaban educándose, en aquel tiempo, en cierto colegio de Madrid. Balseiro, conocedor del cariño que su padre les tenía, determinó servirse de él en provecho de su rapacidad. Trazó un plan, que consistía ni más ni menos que en secuestrar a los chicos y no devolverlos sino mediante un rescate enorme. El plan fué ejecutado en parte: dos cómplices de Balseiro, bien vestidos, llamaron a la puerta del colegio donde estaban los chicos, y valiéndose de una carta falsificada, que dieron como escrita por el padre, arrancaron al director del colegio el permiso para llevarse a los chicos a pasar un día de campo. A unas cinco leguas de Madrid, Balseiro tenía una cueva, en un lugar solitario y agreste, entre El Escorial y un pueblo llamado Torrelodones; allí llevaron a los muchachos, donde quedaron bajo la custodia de los dos cómplices; Balseiro permaneció en Madrid con objeto de entrar en negociaciones con el padre. Pero éste, hombre de notable resolución, en lugar de acceder a las peticiones del bandido formuladas por carta, adoptó sin perder tiempo medidas muy enérgicas para recobrar sus hijos.
Envióse gente a pie y a caballo a recorrer la comarca, y antes de una semana descubrieron a los muchachos cerca de la cueva, abandonados por sus guardianes, que cogieron miedo al enterarse de la resolución con que los buscaban; no tardaron en detenerlos, sin embargo, y los muchachos reconocieron a sus secuestradores.
Balseiro comprendió que Madrid se ponía inhabitable para él, y quiso escaparse, no sé si a la tierra del moro o al Campo de Gibraltar; pero reconocido en un pueblo cercano a Madrid, fué preso, y sin tardanza llevado a la capital, donde a poco perdió la vida en el patíbulo con sus dos cómplices; Gabiria y sus hijos presenciaron la horrible escena a sus anchas, subidos en un carruaje.
Tal fin tuvo Balseiro, de quien no hubiera hablado tanto a no ser por lo del gitano cerrado. ¡Pobre desventurado! Conquistó el género de inmortalidad a que aspiran tantos ladrones españoles, mientras lucen su nívea ropa blanca pavoneándose en el patio. El rapto de los hijos de Gabiria le convirtió de golpe en ídolo de toda la cofradía. Un ladrón famoso, con quien más adelante estuve yo encarcelado en Sevilla, pronunció su elogio en esta forma:
– Balseiro era un hombre muy cabal y muy buena persona. Hacía cabeza de nuestro gremio, Don Jorge; ya no volveremos a verle. ¡Lástima que no pudiera sacar el parné y escaparse a tierra de moros, Don Jorge!
CAPÍTULO XLI
María Díaz. – Reproches del clero. – Visita de Antonio. – Antonio en funciones. – Una escena. – Benedicto Mol. – Su peregrinación por España. – Los cuatro Evangelios.
– Sepamos – dije a María Díaz tres mañanas después de mi encarcelamiento – . ¿Qué dice en Madrid la gente a propósito de este suceso?
– No sé lo que la gente, en general, dirá; probablemente no le importará esto gran cosa. La verdad, son ya cosa tan corriente las prisiones, que el público parece que las mira con indiferencia; pero los curas andan muy revueltos, y confiesan la imprudencia que han cometido al hacer que su amigo el corregidor le prenda a usted.
– ¿Cómo es eso? ¿Temen que castiguen a su amigo?
– No tal, señor– replicó María – Eso les importaría poco, aunque el corregidor se la haya buscado buena por servirlos; esa gente no tiene afectos, y no se les daría un ardite que colgasen a todos sus amigos, quedando ellos en salvo. Pero dicen que han procedido de ligero al meterle a usted en la cárcel, porque al hacer eso le han dado a usted ocasión de poner en práctica un plan antiguo. «Ese individuo es un bribón– dicen – . Se ha hecho amigo de los presos, y le han enseñado su lengua, que ya hablaba casi tan bien como si hubiera nacido en la cárcel. En cuanto le pongan en libertad publicará un Evangelio para que lo lean los ladrones, y será mucho más peligroso que el Evangelio en gitano, porque los gitanos son pocos, pero los ladrones…! ¡Ay de nosotros! ¡Todos vamos a ser luteranizados! ¡Qué infamia, qué picardía! Todo esto ha sido una treta suya. Siempre ha tenido ganas de ir a la cárcel el bribonazo; en mal hora le hemos metido en ella. España no estará segura hasta que le ahorquen; hay que mandarle al quinto infierno, y allí tendrá tiempo de traducir sus fatales Evangelios al lenguaje de los demonios.»
– No le he dicho al alcaide arriba de tres palabras acerca de la jerga de las cárceles.
– ¿Tres palabras? Don Jorge, ¿qué no se puede hacer con esas tres palabras? De poco le ha servido a usted vivir entre nosotros si cree que necesitamos más de tres palabras para armar un embrollo. Esas tres palabras acerca del lenguaje de los ladrones bastan para que por todo Madrid se diga que anda entremezclado con ellos, que ha aprendido su lenguaje y ha escrito un libro que va a trastornar a España, a abrir a los ingleses las puertas de Cádiz, entregar a Mendizábal toda la plata y las joyas de las iglesias, y a Don Martín Lutero, el palacio arzobispal de Toledo.
Al caer la tarde de un día bastante melancólico, y hallándome sentado en el aposento que el alcaide me había destinado, oí un golpe en la puerta. «¿Quién es?», pregunté. «C’est moi, mon maître», gritó una voz muy conocida, y al instante entró Antonio Buchini, vestido como la vez primera que le presenté al lector, es decir, con un excelente sobretodo francés, ya un poco ajado, chaqueta y pantalones, y en una mano, un sombrero pequeñito, y en la otra, un bastón largo y delgado.
– Bon jour, mon maître– dijo el griego. Echando una mirada en torno, continuó: – Me alegro de verle a usted bien instalado. Si no recuerdo mal, mon maître, en sitios peores que éste hemos dormido durante nuestros viajes por Galicia y Castilla.
– Tiene usted mucha razón, Antonio – repliqué – . Aquí estoy muy cómodamente. Le agradezco la bondad de haber venido a visitar a su antiguo amo, sobre todo ahora, que está pasando trabajos. Supongo que por venir aquí, no irá usted a enojar a su dueño actual; ya debe de estar cerca la hora de comer. ¿Cómo ha abandonado usted la cocina?
– ¿A qué amo se refiere usted, mon maître? – preguntó Antonio.
– ¡De quién voy a hablar! Del Conde… por cuyo servicio me dejó usted, tentado del ofrecimiento de cuatro duros al mes sobre los que yo le daba.
– Su merced me hace recordar un asunto que ya tenía olvidado por completo. Al presente no tengo otro amo que usted, monsieur Georges, porque siempre le considero a usted como tal, aunque no goce de la felicidad