La Biblia en España, Tomo III (de 3). Borrow George
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No se me olvidará fácilmente el primer domingo que pasé en la cárcel. El domingo es día de gala en la cárcel, al menos en la de Madrid, y en ese día santo toda la ladronería de la cárcel exhibe sus galas y primores. No hay en el mundo gente más vanidosa que los ladrones, en general, ni más amiga de figurar y de llamar la atención de los camaradas por su apariencia fastuosa. En tiempos pasados, el célebre Sheppard se recreaba vistiendo un traje de terciopelo de Génova, y cuando se presentaba en público, llevaba generalmente al costado una espada con guarnición de plata. Vaux y Hayward, héroes más modernos, eran los hombres mejor vestidos en el pavé de Londres. Muchos bandidos italianos se engalanan con esplendidez, y hasta los ladrones gitanos sienten los encantos del vestir ricamente; sólo el gorro de Haram Pasha, jefe de la partida de gitanos caníbales que infestó a Hungría a fines del siglo pasado, llevaba adornos de oro y joyas evaluados en cuatro mil guilders. ¡Vean los frívolos y vanidosos cuán bien se armonizan el crimen y la vanidad! Los ladrones españoles son tan amigos de este género de ostentación como sus hermanos de otras tierras, y tanto en la cárcel como fuera de ella, su mayor contento es lucir su profusión de ropa blanca, ya recostados al sol, ya paseándose gentilmente de aquí para allá.
Ropa blanca como la nieve: tal es el rasgo principal de la vanidad de los ladrones de España. No llevan chaqueta encima de la camisa, cuyas mangas son anchas y flotantes; sólo usan un chaleco de seda verde o azul, con muchos botones de plata, que son más de adorno que de uso, pues rara vez los abrochan. Llevan, además, calzones anchos, un poco a la manera turca; rodeada a la cintura una faja carmesí, y anudado en torno de la cabeza un pañuelo de vivos colores, de los telares de Barcelona; zapatos finos y medias de seda completan el arreo del ladrón. Este vestido es bastante pintoresco, y muy apropiado al tiempo soleado y brillante de la Península; pero hay en él una chispa de afeminamiento, que cuadra mal con el arriesgado oficio de ladrón. No se crea, sin embargo, que cualquier ladrón puede permitirse semejante lujo: hay varias categorías de ladrones, algunos bastante pobres, que apenas tienen un harapo para cubrirse. Quizás en la cárcel de Madrid, tan poblada, no hubiera más de veinte que aparecieran vestidos en la forma que he tratado de describir; eran gente de reputación, ladrones encumbrados, casi todos jóvenes, que si bien no tenían dinero propio, los sostenían en la posición sus majas y amigas, mujeres de cierta clase que traban amistad con los ladrones y cuya mayor gloria y deleite consiste en satisfacer la vanidad de sus amigos con los gajes de su propia vergüenza y envilecimiento. Estas mujeres proveen a sus cortejos de ropa nívea, lavada quizás por sus propias manos en las aguas del Manzanares, para la parada del domingo, momento en que ellas, vestidas a la maja, aparecen en las galerías altas y miran con ojos de admiración a los ladrones pavoneándose en el patio.
Entre esta gente de la ropa nívea, dos tipos llamaron especialmente mi atención: eran padre e hijo. El primero, de unos treinta años, de atlética estatura, era ladrón nocturno, famoso por su habilidad en el oficio. Hallábase preso por una muerte atroz, perpetrada, a favor de una noche silenciosa, en una casa de Carabanchel, donde tuvo por único cómplice a su hijo, un niño de menos de siete años de edad. «La manzana – como dice Dauer – no ha caído lejos del árbol.» El retoño era en un todo un traslado de su padre, aunque en miniatura. Llevaba también las mangas de seda, el chaleco con botones de plata y el pañuelo rodeado a la cabeza, como los ladrones, y, cosa bastante ridícula, un enorme cuchillo manchego en la faja carmesí. Con toda evidencia, era el orgullo del rufián de su padre, que atendía con todos los cuidados imaginables a aquella cría de la horca; le columpiaba en sus rodillas, y a veces se quitaba el cigarro de sus labios bigotudos para ponérselo en la boca al pequeñuelo. El chico era el favorito del patio, porque su padre era uno de los valientes de la cárcel, y los que temían sus proezas y deseaban serle agradables estaban siempre mimando a su hijo. ¡Qué enigma es este mundo! ¡Qué obscuras y misteriosas las fuentes de lo que llaman crimen y virtud! Si aquel desventurado niño es, con el tiempo, un asesino como su padre, ¿podría culpársele por ello? Arrullado por ladrones, ya vestido de ladrón, hijo de un ladrón cuya historia fué quizás igual a ésta, ¿es justo…?
¡Oh hombre! ¡Hombre! No intentes penetrar en el misterio del bien y del mal morales; reconoce que eres un gusano, arrójate al suelo y murmura con los labios pegados al polvo: ¡Jesús! ¡Jesús!
Lo que más me sorprendió fué el buen comportamiento de los presos; lo llamo bueno después de considerar bien todas las cosas y de compararlo con el de la generalidad de los presos en otros países. Tienen en ocasiones sus estallidos de alegría salvaje, sus riñas, que habitualmente ventilan en el segundo patio cuchillo en mano; el resultado suele ser con frecuencia una muerte, o algún desgarrón espantoso en la cara o en el abdomen; pero, en general, su conducta era infinitamente superior a lo que podía esperarse de los huéspedes de tal lugar. Sin embargo, no era el resultado de la coacción, ni de vigilancia alguna especial que se ejerciese sobre ellos, pues quizás en ninguna parte del mundo están los presos tan abandonados a sí mismos y en tan extremado descuido como en España: las autoridades no se preocupan más que de impedir su fuga; no prestan la más mínima atención a su conducta moral, ni consagran un solo pensamiento a su salud, comodidad o mejoramiento mental mientras los tienen encerrados. Con todo, en esta cárcel de Madrid, y puede decirse que en las prisiones españolas en general, pues he sido huésped de más de una, los oídos del visitante no se sienten nunca lastimados con las horrendas blasfemias y obscenidades que se oyen en las cárceles de otros países, especialmente en las de la civilizada Francia; ni ofendidos sus ojos e insultado personalmente, como lo sería de seguro en Bicêtre al querer mirar al patio desde las galerías, y eso que en la cárcel de Madrid se hallaban tipos de lo más perdido de España, rufianes que tenían a su cargo atrocidades y crueldades espeluznantes. Pero la gravedad y la calma son los caracteres que predominan en los españoles; y hasta el ladrón, salvo en los instantes en que está entregado a sus faenas (y entonces no le hay más sanguinario, más despiadado ni más rapaz y ansioso de botín), puede ser hombre cortés y afable, que gusta de conducirse con templanza y decoro.
Felizmente para mí, quizás, mi conocimiento con los rufianes de España comenzó y acabó en las ciudades por donde anduve y en las prisiones en que fuí arrojado por la causa del Evangelio, y, a pesar de mis frecuentes viajes, nunca me los encontré en los caminos ni en despoblado.
El preso de peor genio en toda la cárcel, y también probablemente el más notable, era un francés como de sesenta años, de estatura regular, pero delgado, como casi todos sus compatriotas. La hechura del cráneo delataba, para un frenólogo, la vileza del sujeto; sus facciones tenían muy dañada expresión. No llevaba sombrero, y sus vestidos, aunque parecían casi nuevos, eran de lo más ordinario. Por lo general manteníase apartado de los demás, y se pasaba horas enteras de pie recostado en las paredes, con los brazos caídos, mirando con ojos de mal humor a cuantos pasaban por delante. No figuraba entre los valientes de profesión de la cárcel: su edad no le permitía ya asumir tan eminente calidad; pero todos los demás presos parecían tratarle con cierto temor: quizás temían su lengua, pues, en ocasiones, empleábala en verter maldiciones horrendas sobre los que incurrían en su desagrado. Hablaba a la perfección en buen español y, con gran sorpresa mía, en excelente vascuence, y en esta lengua conversaba con Francisco, quien, asomándose a la ventana de mi cuarto, bromeaba con los presos del patio, que le tenían en gran aprecio.
Un día, estando en el patio, donde por permiso del alcaide podía entrar cuando quería, me acerqué al francés, que estaba, como de costumbre, recostado en la pared, y le ofrecí un cigarro. Yo no fumo, pero no debe uno mezclarse con las clases bajas de España sin llevar un cigarro que ofrecer llegado el caso. El hombre me