Cuentos Clásicos del Norte, Primera Serie. Edgar Allan Poe
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– Recordaréis, – dijo, – aquella noche en que os alargué el bosquejo que hice del escarabajo. Recordaréis asimismo que me sentí ofendido ante vuestra insistencia en decir que mi dibujo parecía una calavera. La primera vez que formulasteis aquella aserción creí que bromeabais; pero, rememorando luego las manchas peculiares que el insecto tenía en el lomo, convine conmigo mismo en que tal observación tenía en efecto alguna apariencia de razón. Con todo, me irritaba la fisga hecha a mis habilidades gráficas, porque en general se me considera buen artista; y por consiguiente, cuando me devolvisteis la tira de pergamino estuve a punto de estrujarla y arrojarla al fuego.
– ¿La hoja de papel, queréis decir? – indiqué.
– No; tenía la apariencia de papel, y yo había creído al principio que lo era; pero cuando quise dibujar en ella descubrí al momento que era en realidad un trozo de pergamino muy fino. Estaba completamente sucio, como recordaréis. Bien; en el momento mismo de estrujarlo y arrojarlo al fuego cayeron mis ojos sobre el dibujo que habíais estado contemplando y, ¡juzgad de mi sorpresa cuando advertí, en efecto, la figura de una calavera precisamente en el mismo sitio en que yo creía haber dibujado el escorzo del insecto! Por un instante quedé tan atónito que apenas podía razonar con claridad. Sabía perfectamente que mi dibujo era muy diferente de aquél en los detalles, aun cuando existía cierta similaridad en las líneas generales. Entonces cogí una bujía y sentándome al otro extremo de la habitación procedí al escrutinio minucioso del pergamino. Volviéndolo del otro lado descubrí mi propio dibujo por el revés, exactamente tal como lo había delineado. Mi primera idea en aquel momento fué simplemente de sorpresa ante la extraordinaria semejanza del diseño, ante la extraña coincidencia de que, sin saberlo yo, hubiera una calavera al otro lado del pergamino precisamente debajo de la figura de mi escarabajo y de que, no sólo en sus líneas sino en su tamaño, aquella calavera tuviera con mi dibujo semejanza tan notable. Decía que la singularidad de esta coincidencia me dejó estupefacto por algunos instantes. Tal es el efecto ordinario de ciertas coincidencias. La imaginación lucha por establecer alguna relación, alguna sucesión de causa y efecto; y en la incapacidad de realizarlo sufre una especie de parálisis temporal. Mas, al recobrarme de este estupor, despertóse gradualmente dentro de mí una convicción que me impresionó más hondamente aún que la misma coincidencia. Positiva, distintamente comencé a recordar que no había dibujo alguno en el pergamino cuando hice mi diseño del escarabajo. Estaba ahora perfectamente seguro de ello; porque rememoré que había vuelto primero un lado del pergamino y después el otro en busca del sitio más limpio. Si la calavera hubiese estado allí era imposible que hubiera yo dejado de advertirlo. Existía un misterio que me encontraba incapaz de explicar; pero, sin embargo, desde el primer momento comenzó a brillar débilmente y a intermitencias, como una luciérnaga en las celdas más remotas y secretas del pensamiento, la concepción de aquella verdad que la aventura de anoche ha demostrado con tan gran magnificencia. Me levanté entonces, y poniendo en lugar seguro el pergamino deseché toda reflexión sobre el asunto hasta que pudiera hallarme a solas.
Tan luego que partisteis y que Júpiter se quedó dormido me dediqué a una investigación metódica del suceso. En primer lugar estudié la forma en que el pergamino había llegado a mi poder. El sitio en que descubrí el escarabajo era en la costa del continente, aproximadamente a una milla al este de la isla y a muy corta distancia de la señal de la marea alta. Al cogerlo sentí una aguda picadura que me obligó a dejarlo caer. Júpiter, con su prudencia habitual, antes de cazar al insecto que había volado en su dirección, buscó una hoja o algo por este estilo que le permitiera cogerlo con seguridad. En aquel momento sus miradas y las mías cayeron sobre el pedazo de pergamino que entonces creí papel. Estaba medio enterrado en la arena, con una esquina saliente. Cerca del paraje donde lo encontramos observé los despojos del casco de algo que parecía haber sido la falúa de algún barco. Los restos del naufragio demostraban hallarse en aquel sitio por mucho tiempo, pues apenas podía descubrirse su semejanza con el maderamen de los buques.
Bien; Júpiter recogió el pergamino, envolvió al insecto dentro y me lo pasó. Poco después, regresando a casa, encontramos al teniente G – . Le mostré el escarabajo, y él me suplicó dejárselo para llevarlo al fuerte. Obtenido mi consentimiento, lo metió en el bolsillo de su chaleco sin el pergamino en que había estado envuelto, el cual conservé yo en las manos durante su inspección. Quizá si temió que cambiara yo de idea y prefirió apoderarse del insecto inmediatamente; sabéis bien cuan entusiasta es por todo lo que se refiere a la historia natural. Al mismo tiempo, debo haber depositado yo inconscientemente el pergamino en mi faltriquera.
Recordaréis que cuando me dirigí a la mesa con el propósito de hacer el esbozo del insecto, no encontré papel en el sitio donde lo guardo generalmente. Miré en el cajón y tampoco lo había. Busqué en mis bolsillos esperando encontrar alguna carta inútil, y mi mano tropezó con el pergamino. Detallo con tanta minuciosidad la manera precisa en que este documento llegó a mi poder, porque aquellas circunstancias me impresionaron con fuerza singular.
Indudablemente me creeréis fantástico, pero ya había establecido yo una especie de conexión. Había unido dos eslabones de una gran cadena. Un barco había naufragado en una costa, y no lejos del barco había un pergamino, no un papel, con el dibujo de una calavera. Preguntaréis, por supuesto, que dónde existe la conexión. Respondo que el cráneo o calavera es el emblema muy conocido de los piratas. En todas sus escaramuzas enarbolan una bandera que ostenta una calavera.
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