Cuentos Clásicos del Norte, Primera Serie. Edgar Allan Poe

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Cuentos Clásicos del Norte, Primera Serie - Edgar Allan Poe

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la última vez que nos vimos.

      Si podéis arreglarlo sin inconveniente, venid con Júpiter. Venid. Necesito veros esta noche para un asunto de importancia. Os aseguro que es de la mayor importancia.

Vuestro afectísimoWílliam Legrand.

      Algo había en el tono de la carta que me produjo gran inquietud. Su estilo difería por completo del que acostumbraba Legrand. ¿En qué estaría soñando? ¿Qué nueva extravagancia se había apoderado de su excitable cerebro? ¿Cuál podía ser aquel "asunto de gran importancia" que necesitara él definir? Las noticias de Júpiter a su respecto no auguraban nada bueno. Temí que quizá el peso continuo de la desgracia hubiera al fin trastornado la mente de mi amigo. En consecuencia, sin un instante de vacilación me preparé a acompañar al negro.

      Al llegar al embarcadero advertí una hoz y tres azadas, nuevas en apariencia, colocadas en el fondo del bote que debíamos ocupar.

      – ¿Qué significa esto, Jup? – pregunté.

      – Son una hoz y unas azadas, patrón.

      – No cabe duda; pero ¿qué hacen aquí?

      – Son una hoz y unas azadas que amo Will me mandó que le comprara en la ciudad y que por má señas he tenío que largar un montón de plata po eso.

      – Pero, en nombre de todo lo misterioso, ¿qué va a hacer "amo Will" con azadas y con hoces?

      – ¡Ah! Eso sí que no sé y ¡el diablo cargue conmigo si el amo sabe má que yo! Pá mí que tó é por la cucaracha. —

      Viendo que no podía satisfacer mi curiosidad con las respuestas de Júpiter, cuyo intelecto parecía completamente absorbido por el escarabajo, abordé el bote y nos dimos a la vela. Empujados por brisa poderosa y favorable arribamos pronto a la pequeña ensenada al norte del fuerte de Moultrie y una caminata de dos millas nos condujo a la cabaña. Era cerca de las tres de la tarde cuando llegamos, y Legrand nos aguardaba en ansiosa expectación. Oprimió mi mano con vivacidad nerviosa que me alarmó robusteciendo las sospechas que habían ya acudido a mi mente. Su semblante tenía palidez cadavérica y sus ojos, hundidos en las cuencas, brillaban con lustre sobrenatural. Después de algunas preguntas acerca de su salud preguntéle, no sabiendo cosa mejor que decir, si no había recuperado aún su escarabajo del teniente G. —

      – ¡Oh, sí! – replicó, enrojeciendo violentamente. – Lo recogí al siguiente día. Nada podría decidirme a separarme de este escarabajo. ¿Sabéis que Júpiter tenía razón en sus apreciaciones?

      – ¿A qué respecto? – pregunté, sintiendo mi corazón llenarse de tristes presentimientos.

      – Suponiendo que era un insecto de oro verdadero. —

      Dijo esto con aire de profunda gravedad, y yo me sentí indeciblemente contristado.

      – Este insecto hará mi fortuna, – continuó con sonrisa triunfante; – me reinstalará en mis posesiones de familia. ¿Qué de extraño tiene, entonces, que yo lo aprecie en grado sumo? Desde que la Fortuna ha creído oportuno concederme sus dones en esta forma, sólo me resta usar de ellos debidamente para llegar a la riqueza que es su culminación. ¡Júpiter, tráeme el escarabajo!

      – ¡Qué! ¿La cucaracha, patrón? No quío buscale camorra a ese bicho; mejó que uté mimo lo agarre. —

      A lo cual levantóse Legrand con aire grave y majestuoso y me presentó el insecto que sacó de una caja de cristal en que lo tenía encerrado. Era, en verdad, un hermoso escarabajo, desconocido por aquel tiempo a los naturalistas y, por consiguiente, un gran hallazgo desde el punto de vista científico. Tenía dos manchas negras en el extremo anterior del lomo y otra, más grande, en el extremo posterior. Las escamas eran excesivamente duras y brillantes, con toda la apariencia del oro bruñido. El peso del insecto era notable y, tomando todas estas cosas en consideración, apenas podía yo reprochar a Júpiter sus opiniones al respecto; pero lo que inclinaba a Legrand a asentir con esta idea no podía comprenderlo, por vida mía.

      – He enviado a buscaros, – dijo en tono grandilocuente cuando terminé el examen del insecto, – he enviado a buscaros porque necesito vuestros consejos y vuestra asistencia para llevar a cabo los designios de la suerte y del escarabajo…

      – Mi querido Legrand, – exclamé interrumpiéndole, – seguramente no os sentís bien, y es preferible que toméis algunas ligeras precauciones. Acostaos, y yo permaneceré aquí algunos días hasta que os encontréis mejor. Estáis febril y…

      – Tomadme el pulso, – dijo mi amigo.

      Hícelo así, y a decir verdad no encontré la más ligera alteración.

      – Pero podéis estar enfermo aun sin tener fiebre. Permitidme recetaros por esta vez. En primer lugar, poneos en cama; en segundo…

      – Estáis equivocado, – interrumpió. – Me encuentro tan bien como puedo estarlo bajo la excitación que me aqueja. Si tenéis realmente algún interés por mí, aliviaréis esta excitación.

      – ¿De qué manera puedo hacerlo?

      – Muy fácilmente. Júpiter y yo vamos a emprender una expedición a las colinas de la isla, y necesitamos en dicha empresa la cooperación de alguien en quien podamos confiar absolutamente. Vos sois el único en quien yo depositaría mi confianza. Ya tengamos éxito o fracasemos, desaparecerá la agitación que ahora advertís en mí.

      – Deseo muchísimo complaceros en cualquier sentido, – repliqué; – pero ¿significa esto que el infernal escarabajo tiene alguna conexión con vuestra expedición a las colinas?

      – La tiene.

      – En tal caso, Legrand, no puedo prestarme a proceder tan absurdo.

      – Lo siento, lo siento mucho; porque tendremos que ensayarlo solos.

      – ¡Ensayarlo solos! ¡Este hombre está loco seguramente! Pero ¡aguardad! ¿Cuánto tiempo os proponéis ausentaros?

      – Probablemente toda la noche. Saldremos en este instante y estaremos de vuelta al alba en todo caso.

      – ¿Y me prometéis, por vuestro honor, que una vez satisfecha esta fantasía y resuelto a vuestra satisfacción el asunto del escarabajo, ¡gran Dios! volveréis a casa y seguiréis implícitamente mis consejos como si fuera vuestro médico?

      – Sí; lo prometo; y ahora partamos inmediatamente porque no hay tiempo que perder.

      Acompañé a mi amigo con el corazón oprimido. Salimos a eso de las cuatro, Legrand, Júpiter, el perro y yo, cargando Júpiter con la hoz y las azadas que insistió en llevar él mismo, más por temor de dejar aquellos instrumentos al alcance de su amo que por exceso de actividad o complacencia, a lo que pude presumir. Su actitud era terriblemente suspicaz, y las palabras "condenado insecto" fueron las únicas que se escaparon de sus labios durante todo el trayecto. Por mi parte me había encargado de dos linternas sordas, mientras Legrand se contentaba con el escarabajo que llevaba atado al extremo del cordel de un látigo, haciéndolo girar a uno y otro lado con aires de hechicero conforme avanzábamos. Cuando pude observar esta última y evidente muestra de la aberración mental de mi amigo apenas me fué posible retener las lágrimas. Pensé, sin embargo, que era mejor seguir sus fantasías al menos por el momento hasta que se presentara la oportunidad de adoptar medidas más enérgicas con probabilidades de éxito. Me propuse al mismo tiempo,

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